Hoy por hoy, un ‘Golpe de Estado’ no representa un cambio considerable en el andamiaje económico-social de cualquier sociedad. Es, ante todo, un giro inesperado y súbito en la persona de quien pretende llevar las riendas.
En otras palabras, podría decirse, que en la complicidad conjetura luchas de poder domésticas, crisis palatinas, o sencillos reacomodos en la clandestinidad de los pueblos, que ciertamente define los pronunciamientos militares en África. O, en cualquier manera, injerencias en la dinámica política, sustituyendo la movilidad institucional cuando las clases dirigentes advierten algún riesgo en orden a un avance popular, como suele acontecer en Latinoamérica.
Los estados africanos son los más jóvenes de la aldea global, pero, pese a su exigua historia han experimentado vicisitudes radicales con más reiteración que en cualquier otro continente, y en algunos hasta en más de una ocasión. En suma, se han desencadenado más de un centenar y un guarismo similar corresponde a las tentativas frustradas.
En el caso de África Occidental, esta tesitura es más recurrente que en otras partes, como en el Sur, cuyas naciones son la excepción del Reino de Lesoto, que no ha visto a sus presidentes destituidos. Así, territorios como la República Democrática del Congo, Burkina Faso o la República Federal de Nigeria, han registrado al menos cinco pronunciamientos. Y, como era de esperar, el Ejército es el responsable de desalojar al Jefe de Estado de su cargo, quien, mismamente, llegó por la vía del intento fallido.
Durante los mismos, casi una decena de mandatarios han sido aniquilados como Thomas Isodore Nöel Sankara (1949-1987), en Burkina Faso; o Patrice Émery Lumumba (1925-1961), en el Congo; o Juvénal Habyarimana (1937-1994), cuando su muerte se originó al ser derribado su avión en 1994 y desatar el ‘Genocidio de Ruanda’ (7-IV-1994/15-VII-1994).
En idéntica sintonía, la República Árabe de Egipto y el Estado de Libia, los ‘Golpes de Estado’ se ejecutaron para deponer a la monarquía. Toda vez, que el primero ha registrado uno nuevo en 2013, para destituir al primer Presidente designado democráticamente, Mohamed Mursi Isa al-Ayyat (1951-2019).
Con estas connotaciones preliminares, el escenario que subyace en tierras africanas parece ser presa del encadenamiento de los ‘Golpes de Estado’, porque suma y sigue con más de doscientas asonadas desde las independencias, la mitad con logros y este año como no podía ser de otra manera, salpicando a la República de Níger, República de Mali, República de Guinea-Conakri y República de Chad.
En muchos sentidos y a largo plazo, estos países poseen una combinación de elementos que espolean los coletazos de los líderes, invirtiendo el poder en sí mismos a expensas de los organismos amortiguados. Las gentes alborotadas y a menudo víctimas de la injusticia y las desigualdades sociales, son propensas a los cambios de régimen, estando dispuestas a confiar en los ofrecimientos de recomponer las cuestiones sumidas y dar cabida a una dirección civil en un tiempo relativamente breve.
En un abrir y cerrar de ojos, cualquier democracia imperfecta ganada a base de sudor y sangre tras años de tiranía, o digámosle, autocracia, perece de un plumazo con un puñado de díscolos que hacen voto de retornar el poder al pueblo, con un discurso ladino e ingenioso blanqueado en la depravación
No obstante, los lapsos impertérritos demuestran que no siempre se cumple lo prometido. Tómese como ejemplo, Nigeria, el país más habitado y la economía más potente de África, ha pasado más de sus cincuenta y siete años de independencia a merced del Gobierno militar. Pero, no más lejos del posible rebrote de las arbitrariedades contra los derechos humanos y constitucionales, esta mecánica tiende a convertirse en un anatema para el auge económico.
Dada la fluctuación de las interposiciones militares en la Administración, los inversionistas tienden a presentarse circunspectos para invertir dinero en capitales que se conducen por los antojos de un dictador, en vez de por la fuerza del propio mercado. Por lo demás, el efecto presumible es habitualmente la escasez de crecimiento económico, el incremento de la inflación y el desempleo y, por consiguiente, el menoscabo de los derechos humanos, son algunas de las tesis que se nombran como la razón de ser por la que hacerse con el poder en la irregularidad.
De hecho, en contraste con otros enclaves de África, los ‘Golpes de Estado’ han sido considerablemente inauditos a medida que la democracia se está consolidando.
Pero, en apariencia, el ‘Golpe de Estado’ es una praxis casi suprimida o reducida a estados fallidos. Amén, que en los últimos años han existido diversos permutas de Gobierno en América Latina, en incluso en el Viejo Continente que han causado recelos implacables con relación a su legalidad y legitimidad, y que indiscutiblemente llegan a ser juzgados como ‘Golpes de Estado’.
A la luz de este contexto, desde su irrupción en el siglo XVII hasta nuestros días, se determinan cuantiosas variaciones evolutivas en su conceptuación, hasta desgranarse el mínimo común denominador que permanece invariable. Luego, expuestas estas premisas, es necesario ahondar sucintamente en su concepto y las tipologías que podría generar.
A menudo y cómo anteriormente he mencionado, se entiende que el inconveniente de los ‘Golpes de Estado’ se ha eclipsado prácticamente en América Latina y Asia, es ilusorio en Europa y únicamente sigue palpable en África. Tradicionalmente, éste se ha emparentado con una intervención militar, más o menos cruenta que desaloja de la autoridad a sus legítimos titulares, acogiéndose en el menester de salvar una supuesta deriva anárquica y en atención a los golpistas, hasta que les acoge la justicia que culmina con la coyuntura de un Gobierno militar transitorio.
Bien, puede ser civil-militar o solamente civil, pero favorecido por los militares hasta reponer la autoridad al pueblo. Con esta panorámica se han producido en los últimos años los acontecimientos de la República de Madagascar, en 2009; Níger, en 2010; Egipto, en 2011 y 2013; República de Guinea-Bisáu y Malí, en 2012; la República Centroafricana y el conato malogrado en Chad, en 2013; el exitoso esfuerzo del Reino de Tailandia y el confuso Lesoto, en 2014.
Ni que decir tiene, que esta idea del ‘Golpe de Estado’ es la que se aprovechó en la República de Turquía en 2012, para recluir al exjefe del Estado Mayor culpado de tramar una confabulación golpista. Pese a ello, no es extraño referirse a ‘Golpes de Estado’ apodados con adjetivaciones económicas, palaciegas o institucionales. Lo que indica, al menos, es que una parte del atolladero no se ha anulado, aunque algo de la sensación que está cambiando.
En este aspecto, hay que recordar algunos modelos incipientes: primero, en Honduras, la exclusión del poder del Presidente José Manuel Zelaya Rosales (1952-69 años), en 2009, por su reivindicación de ensanchar un sondeo con la finalidad de lograr un apoyo social que le otorgase proceder a una consulta para derivar en una elecciones constituyentes, hasta incitar a un debate incendiado sobre si estaba o no ante un ‘Golpe de Estado’; segundo, la andanza equívoca de 2010 de ataque e incitación entre el Presidente ecuatoriano, Rafael Vicente Correa Delgado (1963-58 años), y la policía de la nación, hasta promover declaraciones de golpe fracasado; y, tercero, el fulgente y esperpéntico juicio político en Paraguay, al Presidente Fernando Armindo Lugo Méndez (1951-70 años), que en 2012 reabrió el mismo debate.
Del mismo modo, un sector de la prensa venezolana supuso que, en 2013, en la toma del poder y en ausencia del difunto Presidente Hugo Rafael Chávez Frías (1954-2013), así como en el proceso electoral desplegado, se constata un ‘Golpe de Estado’ del chavismo valiéndose de su dominio en las instituciones.
Y desde esta vertiente del Atlántico, las decisiones que desde los organismos europeos se enviaron ante los vaivenes en las direcciones de miembros de la Unión, bajo el paraguas de la crisis económica, han merecido dudas sobre su aplicación democrática y si no vaticinaban un golpe sagaz.
En esta envolvente, más allá de la efímera acción militar hondureña, no hay protagonismo ni nada que evoque remotamente a lo que proverbialmente se ha comparado con ‘Golpe de Estado’. Con asiduidad, se insinúa al golpismo para distinguir los sucesos que envuelven a esas alternancias dificultosas o experimentos de giro en el poder.
Podría tratarse de desconocimiento o de un estiramiento conceptual, que asumiría este fenómeno que nada tiene que ver con lo acontecido y que no es su determinación. Más bien, que, en los advenimientos aludidos, concurren severas dudas de su autenticidad y, por ende, de su vigencia.
Al mismo tiempo, hay un apasionamiento esforzado de los implicados por demostrar la legalidad y legitimidad de lo habido. Esa falta de carácter, cualidad o condición de lo que es legítimo, así como la obcecación por exteriorizar, valga la redundancia, que lo ocurrido es legítimo, si es inherente a la significación de ‘Golpe de Estado’, considero que por esta vía aflora la caracterización, analogía o error.
En definitiva, el ‘Golpe de Estado’ es casi imaginario o está en camino de recular a su comprensión, pero eso no entraña que las conspiraciones contra el poder ejecutivo se hayan esfumado.
A resultas de todo ello, éstas se han falseado y mutado para desaparecer y, superficialmente, retirarse del pensamiento acostumbrado, buscando obtener idéntico propósito: suplantar al titular para alterar el espíritu con irregularidades convenidas. Indudablemente, ello nos aproxima a la necesidad de una reconsideración en el ‘Golpe de Estado’ que admita componer estos nuevos paradigmas.
Fijémonos en los casos concretos de Mali, Chad, Guinea-Conakri o la República de Sudán, que han soportado ‘Golpes de Estado’ en los últimos meses, encontrándose entre los más pobres del mundo.
El cercano y victorioso ‘Golpe de Estado’ perpetrado en Sudán, el segundo en algo más de dos años, ratifica el despunte de la otra epidemia en el continente africano que converge con la crisis epidemiológica del SARS-CoV-2, ratificándose la inestabilidad de los procesos de democratización en África, en una situación sanitaria y económica nada halagüeña y de deterioro de la seguridad en la franja del Sahel.
El balance galopante en los últimos meses corresponde a cuatro ‘Golpes de Estado’ en el África Subsahariana, con diversas pretensiones y, entre ellas, las dos observadas en Níger y Sudán y de once en su totalidad, si nos remontamos al año 2012.
Mali, Chad, Guinea-Conakri o Sudán, algunos de ellos ‘estados fallidos’ o con gobiernos embadurnados de corrupción. Todos, con una peculiaridad en común: los obstáculos económicos y la insatisfacción popular, singularizada por las garras del terrorismo yihadista, la inmigración o el crimen organizado. Pero, no ya sólo es alarmante estos ‘Golpes de Estado’ en un mínimo espacio de tiempo, sino en su efecto dominó que repunta en otros territorios africanos ante la sombra de respuesta internacional.
Sucintamente, primero, Sudán, tras semanas dilatadas de protestas de cara al régimen de Omar Hasán Ahmad al Bashir (1944-77 años), el dictador que atesora treinta años de régimen autocrático, se ha visto forzado a dejar el poder en 2019. Un pacto entre civiles y militares ha llevado a la formación a un Consejo Soberano y un Gobierno mixto que tendría que estar en manos de la transición a la democracia, hasta la convocatoria de elecciones libres en 2023.
Para interpretar los conflictos internos africanos, como para percibir cualquier otro prototipo de conflicto social, es preciso vislumbrar su armazón innato: ver la forma en que se revela la competencia por hacerse con el control de los recursos, que, al ser insuficientes tiende a posturas extremas y violentas
Inicialmente, el sumario ha estado marcado por las turbulencias, y en este mismo año la dirección hacía naufragar un intento golpista que terminaba con la captura de cuarenta militares.
Si bien, el Presidente del Consejo Soberano, el General Abdel Fattha Abdelrahman Burhan (1960-61 años) no patinaría, porque de un parpadeo diluía las entidades de la transición, además de detener al Primer Ministro Abdalla Hamdok (1956-65 años), inhabilitaba varios artículos de la Carta Magna y establecía el estado de emergencia.
Las críticas en las calles no se hicieron esperar y cientos por miles de sudaneses defensores de los valores democráticos se opusieron con repulsas. Por su parte, la Fuerzas de Seguridad no tenían reparo a la hora de reprimirlas con más de una decena de muertos y casi dos centenares de heridos.
Segundo, Chad, tras el fallecimiento del dictador Idriss Déby Itno (195-2021) desde 1990, en el frente de guerra y protagonizando una ofensiva militar contra los rebeldes del Norte, su hijo Mahamat Idriss Déby (1984-37 años) se hacía con las riendas como Presidente del Consejo Militar de Transición.
Asimismo, quien hasta no hace mucho ejerciera de Jefe de la Guardia Presidencial, dilapidaba el Gobierno y la Asamblea Nacional, dando su palabra de “elecciones libres y democráticas” en un intervalo aproximado de dieciocho meses. Sin soslayarse, que nuevamente ha avisado que la fase transitoria podría alargarse si no se efectúan ciertas condiciones.
Tercero, Mali, en los meses de intensas manifestaciones sociales, el Presidente Ibrahim Boubacar Keïta (1945-76 años) era finalmente expulsado del poder por los militares en 2020.
La destitución de Boubacar designado en 2013, meses más tarde de otro golpe militar y ratificado en 2018, es aplaudido por una gran parte de la sociedad maliense. Ya en octubre se formó un ejecutivo de transición con la premisa de restablecer el poder a la sociedad. Pero, transcurridos nuevo meses del fatal desenlace que lo extrajo del poder, los militares volvían a retractarse y acabaron con otra algarada y el punto de mira puesto en la Administración para la transición.
El 24/V/2021, los militares detenían al Presidente Bah N’Daou (1950-71 años) y al Primer Ministro Moctar Ouane (1955-66 años), horas antes de proclamar el nuevo ejecutivo. Mientras, el Coronel Assimi Goita (1983-38 años), Jefe de la Junta que encabezó el ‘Golpe’ y segundo de N’Daou, se convertía en el Presidente interino. Pasado más de un año desde la marcha de Boubacar, los malienses continúan esperanzados en que se produzca algún cambio de dirección.
Y, cuarto, Guinea-Conakri, el penúltimo de los ‘Golpes de Estado’ de este año convulso de 2021 se desencadenó en septiembre, con el Presidente Alpha Condé (1938-83 años) ratificado en 2020 para un tercer mandato en medio de fuertes protestas y acusaciones de la ciudadanía, fue detenido por los militares, quienes desbarataron las instituciones, anularon la Constitución y ordenaron el cierre de las fronteras a cal y canto. Igualmente, conduciendo el frente del pronunciamiento se halla el Coronel Mamady Doumbouya (1980-41 años), que asegura regresar el poder a los civiles tras un período de vaivenes indeterminados. Queda claro, que el futuro del país es inconstante e irresoluto.
Por lo tanto, África, es un continente decadente, inconsistente y deleznable. Ni mucho menos, no son tres rasgos desunidos, porque se avivan recíprocamente. La carestía y las desdichas procedentes del subdesarrollo y de la colonización económica son un acicate responsable de los muchos conflictos, pugnas y tumultos que plasman el desequilibrio. Los cuales, a su vez, problematizan y entorpecen un posible progreso creciente y extendido, contribuyendo a diversas fórmulas interesadas de mediación externa.
A pesar de todo, África, no ha de contemplarse como un todo único desde el enfoque que pretendo en las líneas aquí desarrolladas, como es profundizar en la oscilación interna, fundamentalmente, cuando ésta se muestra en forma de conflicto armado, inquieta o puede perturbar a la seguridad o a las sugestiones del universo desarrollado, esencialmente, a Europa y su culminación política en la Unión Europea.
En esta perspectiva, al menos hay que entrever, tres Áfricas específicas: la primera, atañe al área Norte Mediterránea y árabe, elocuentemente más próspera, sólida y autónoma que el resto del continente; la segunda, hace referencia al resto, lo que podría denominarse la África notoria y real que circunscribe el Sahel o el África Sahariana y el África Negra o Subsahariana, de la que es admisible descartar las islas Surafricanas que, en cierto modo, es la tercera África reconocible desde la probable exportación de mutabilidad.
De cualquier manera, para interpretar los conflictos internos africanos, como para percibir cualquier otro prototipo de conflicto social, es preciso vislumbrar su armazón innato: ver la forma en que se revela la competencia por hacerse con el control de los recursos, que, al ser insuficientes tiende a posturas extremas y violentas. O lo que es igual, síntomas de conflictos armados enmascarados en el poder político, local, nacional o regional, hasta instituir e imponer leyes, normas y reglas de juego que en teoría auspician el dominio económico.
Pero, por encima de todo, estos grupos en liza que opinan y personifican la segmentación horizontal de la urbe de distintas superficies o territorios y su parcelación vertical en estratos sociales, que en otras partes, mayormente en el ámbito desarrollado al que incumbimos, se modula bajo las banderas de diversos Estados e ideologías, conformadas en religiones, movimientos y fuerzas políticas, o en ambas a la vez, tienen en África un eslabón extendido y predominante: su ingrediente identitario en el que terminan absorbiéndose las lealtades estatales, ideológicas y religiosas.
Comprensiblemente, este signo identitario de los conflictos es, en la amplia mayoría de las ocasiones, un legado histórico nacido de los límites fronterizos dispuestos por los procesos de descolonización de las décadas de los cincuenta, los sesenta y los setenta del pasado siglo, que se extiende en los estilos secesionistas e irredentistas de sustrato tribal que surgen coligados a muchos de ellos.
Otra de las variables del mapa geopolítico y étnicamente indefinido de África que toleró la descolonización, tiene correlación con los intereses de los actores coloniales y que los de los poblados autóctonos, forma parte de la composición de potencias locales directas, contrapuestas en los múltiples conflictos que tantísimo obstruyen sus probabilidades de resolución, al andar con cien ojos en una escala tan heterogénea de intereses confrontados.
No sólo es paradójico el estado africano en el que no combaten y contienden diferentes tribus o etnias por hacerse con el dominio, sino que anómalo es el punto fronterizo en la que una misma tribu o etnia no se establece a ambos lados de ella, dosificando su acatamiento a una nación u otra, según los pactos o tratos del momento.
Curiosamente, lo que ha impedido numerosas guerras interestatales, excepcionalmente irrisorias en la historia del África independiente, porque muchas de estas colisiones se resuelven desconcertando la estabilidad del vecino, consintiendo que las tierras sean empleadas como santuario de sus grupos revolucionarios y disidentes, hasta nutrirlos financiera, diplomática y armamentísticamente.
Algo así, como grupos insurrectos que recaen en etnias mayoritarias de la patria defensora, y que tampoco es inverosímil que posea en el interior de su territorio algún otro movimiento carismático y rebelde amasado por alguna etnia adversaria. Ejemplo de ello es la triple fachada congoleña-ugandesa-sudanesa a modo de lindero con la disputa de la soberanía, que los caprichos políticos acontecidos en la segunda mitad de la década de los años ochenta del siglo XX, van a agitarla hasta erigirla en uno de los focos de la conocida ‘Guerra Mundial Africana’ (1998-2002).
En consecuencia, en un abrir y cerrar de ojos, cualquier democracia imperfecta ganada a base de sudor y sangre tras años de tiranía, o digámosle, autocracia, perece de un plumazo con un puñado de díscolos que hacen voto de retornar el poder al pueblo, con un discurso ladino e ingenioso blanqueado en la depravación.
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