Hoy no es un día cualquiera. Hoy el tiempo se ha parado por fin y el sonsote de la lluvia ha marcado la melodía de un tiempo muerto que da juego a la viveza. Es un desangrado son corazón, que cantaría la canción al ritmo de la letanía de Silvio Rodríguez.
En estos tiempos, de enfrentamientos extremos, de antesala de unas elecciones en la que se juega el máximo poder en esta ciudad, porque, no nos equivoquemos, la Ciudad Autónoma es el máximo proveedor, el que más contrata y, a fin de cuentas, la mayor empresa melillense; tampoco en cuestión que por tan máximo motivo sacrifiquemos lo que más nos importa, tal cual es nuestra propia vida, nuestro pasado y nuestro presente, nuestros recuerdos y nuestras raíces. Ese todo que forma una amalgama con la ciudad misma y del que no podemos desprendernos porque ni queremos ni tampoco es posible.
Dirán ustedes que este no es el tono habitual de la columna, que me ha entrado un yuyu inexplicable. Es posible. Todos somosiguales al fin y al cabo, tan vulnerables, tan humanos, tan plenos en nuestras grandezas como pequeños en nuestras miserias. La lluvia tintinea y a mí no me apetece hablar de otra cosa, porque como dije el pasado jueves, en el marco de la tertulia que Antonio Ramírez conduce en Cope Melilla, qué desgraciada he sido si he contribuido, queriéndolo o no –que nadie está libre de culpa- en promover ese enconamiento personal extremo que domina nuestra vida pública o la política simple y llanamente si así prefieren que la denomine.
La lluvia cae y aunque no me moja me empapa por momentos de melancolía, me recuerda el garbo propio de mi padre, Ignacio Flores, hijo del Mantelete, como yo, alumbrándome la vida allá por donde me pasee. Los ojos se me llenan de lágrimas sólo con recordarlo, y la figura de mi madre se me dibuja en la entretela de un recuerdo insuperable. Y qué somos, me pregunto, para tener estas cuitas tan extremas, donde nos rasgamos las vestiduras para después revolvernos a coserlas de cualquier modo, a veces tan malamente.
Sólo creo en una ciudad, la nuestra, la única posible, hija de sus orígenes y de la evolución innata a todo hijo viviente. Por qué jugamos tan gravemente al enfrentamiento extremo.
Desearía más que nunca que se aliviaran para siempre estas diferencias tremendas entre quienes se han conocido tanto como para no poder resolverlas fácilmente.
Posiblemente, los ciudadanos, los llanos hombres y mujeres que forman nuestra tierra, sean capaces de dar lecciones a todos los que se han erigido como nuestros próceres. Si se confiara más en ellos, si se escuchara más las distintas voces, contrapuestas, diferentes, pero únicas y propias en todos los casos de esta ciudad nuestra, aprenderíamos más y mejor a saber qué queremos y qué podemos hacer para mejorar esta Melilla nuestra.
No voy a tomar partido, no estoy dispuesta a hacerlo. En esta confesión vibrante, fruto de este día de lluvia en el que escribo a trasmano, sin ganas, porque no me queda otra, sólo puedo decir cuanto pienso y lo que pienso, y no deseo otra cosa que una mirada más constructiva, ajena a los problemas políticos judiciales que deben tener su curso y solución en el ámbito correspondiente.
No somos más de los que somos, somos al fin y al cabo los mismos de siempre y me pregunto si es necesario por ello tanto enfrentamiento a espuertas, in extremis. La Justicia hablará cuando le toque, pondrá a cada uno en su sitio. Para qué tanta anticipación. Dejemos que los hechos sigan su curso y hagamos de las elecciones un ejemplo de democracia. Parece un canto a la utopía, pero debería ser lo más natural. ¿Tan difícil es?
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