La ‘Guerra del Rif’ se desencadenó en una coyuntura representativa dentro del proceso de codificación de la ‘Ley Humanitaria Internacional’, en lo que atañe a los automatismos y aplicaciones del conflicto y a la asistencia de las víctimas. Así, como se ha expuesto en el texto anterior y al que este pasaje sigue sus indicios, esta evolución se emprendió a mediados del siglo XIX y sus líneas fundamentales se completaron en la segunda mitad del siglo XX.
En torno a ello, concurren dos vasos comunicantes o, si cabe, dos avances legislativos afines: el primero, en lo que se ha dado en denominar la ‘Ley de la Haya’, que se vincula al engranaje de la guerra ‘Ius in bello’; y segundo, la ‘Ley de Ginebra’, inclinada por la protección de los afectados.
A día de hoy, las diferenciaciones existentes entre ambos argumentos legales en sus connotaciones, han quedado aminoradas tanto cualitativa como cuantitativamente, porque la ‘Ley Humanitaria Internacional’ ha optado por ensamblar los diversos entramados que contienen el conflicto armado.
Recuérdese al respecto, que la ‘Ley de la Haya’ se acomodaba esencialmente de medidas sobre lo que entraba o no, en la hipotética normalidad de la guerra; además, de las técnicas utilizadas y los límites de acción. Esta naturaleza propia de la reglamentación, circunscribe preceptos emanados del derecho de la guerra y pactos de diversas Conferencias Internacionales, principalmente, las que competen a la Haya celebradas en los años 1899 y 1907, respectivamente.
Entre algunas generalidades dignas de señalar, se hallaron la restricción del empleo absoluto de la fuerza, englobando disposiciones exclusivas en atención a determinadas armas y proyectiles y su manejo en períodos de combate.
En la misma sintonía, la experiencia acumulada de la ‘Primera Guerra Mundial’ o ‘Gran Guerra’, encajaron otros matices de cara a la ‘Ley de la Haya’, entre los que se introdujo la desaprobación del uso de los gases o armas químicas.
Posiblemente, la peculiaridad más elocuente de la etapa de entreguerras o interbellum (11-XI-1918/1-IX-1939) en paralelo con la ‘Ley de la Haya’, estribaría en la insignificante mejora observada, como consecuencia de la tendencia preponderante encarnada en la Sociedad de Naciones, que más que dedicarse en reducir la guerra y sancionar sus prácticas, estaba empeñada en abolirla de raíz.
Tal vez, como en años precedentes, las tentativas para desenvolver la ‘Ley de la Haya’ quedase en agua de borrajas. Si acaso, el único progreso manifiesto tras el fiasco de la Conferencia de Washington de 1922, incurrió en el Protocolo de Ginebra de 1925, impidiendo expresamente las armas químicas y bacteriológicas. Toda vez, que la ‘Ley de Ginebra’ hacía alusión a la asistencia de las víctimas y en el proceder a la hora de mitigar sus tormentos, con la tarea denodada del ‘Comité Internacional de la Cruz Roja’, abreviado, CICR, que desde sus comienzos no cesó en su empeño.
Un año más tarde del establecimiento del Comité y gracias a su ahínco, se determinaron reglamentos en virtud de las personas afligidas por la guerra, entre los que se incorporaron la neutralidad de los hospitales en que éstos se hallaban y de aquellos otros que los cuidaban.
Cómo se ha expuesto inicialmente, el entorno en que se ratificaron estas medidas, pretendía retratar el criterio de ‘víctima’ únicamente con los soldados y combatientes, inclinación que diferiría en los tiempos transitados hasta desarrollarse en la compilación internacional.
Contrariamente a la inactividad de legislaciones, la concepción de las personas a las que debía proporcionarse auxilio en conflicto, había comenzado a evolucionar en el seno del CICR, particularmente, después de la hecatombe de la ‘Primera Guerra Mundial’.
Ya, en 1921, con la ‘X Conferencia Internacional de la Cruz Roja’ celebrada en Ginebra, año en que se precipitó el conflicto del Rif, en las conclusiones del encuentro se circunscribieron varias cláusulas que asentaban la ayuda humanitaria del Comité, y que desde entonces estaban abiertas a las víctimas civiles, admitiendo a los evacuados, desplazados y refugiados, a quienes se les proveería de protección y un servicio de correspondencia oportuno.
Luego, en los preámbulos de los años veinte se iban generando pequeñas modificaciones en las formas de concebir la conceptuación de ‘víctima’, interesada en hacer prolongable esta deferencia a los damnificados, mayormente, los individuos procedentes del escenario civil.
Desde esta visión, la ‘Guerra del Rif’ se convirtió en el ‘Talón de Aquiles’, como el retrato imprevisible para ver cristalizada esta realidad, o por el contrario, fracasar en su intento ante la nueva proyección de ayuda humanitaria. No obstante, la idea de ‘víctima’ no era la única que maniobraba en el CICR, porque las consideraciones sobre el tipo de conflicto en los que la ayuda humanitaria se materializaría, igualmente se examinaban en profundidad.
En otro orden de materias, existía una clara distinción entre conflictos internacionales y conflictos nacionales, calificando los primeros como los más apropiados para el beneficio de la ayuda humanitaria. Pero, en las postrimerías del siglo XIX, objetivamente la misión del CICR ya había franqueado estos términos, en lo concerniente a entrever cualquier conflicto, admitiendo tanto guerras civiles como otras presiones internas que derivasen como aspiración preferente las garantías de la ayuda humanitaria.
En los trechos preliminares a la ‘Gran Guerra’, numerosos enfrentamientos armados de carácter nacional tuvieron la colaboración del CIRS, como las ‘Guerras Carlistas’, que si bien comprendieron el período 1833 hasta 1876, la cooperación se cuajó entre 1872 a 1876; o la insurrección de Herzegovina, 1875; o el levantamiento de Macedonia, 1903.
Esta dedicación creció en el CICR en cuanto a la responsabilidad, dando un paso al frente. Me explico: como antes referí, en la ‘X Conferencia Internacional de la Cruz Roja’ se tendió la mano a las víctimas de guerra y a los civiles afectados, implantándose oficialmente la servidumbre de intermediar en los conflictos de índole interna en consonancia a un protocolo de actuación.
Con ello, la decisión de demandar el amparo del CICR a un combate producto de una oposición o rivalidad prolongada, debía partir de la Sociedad de Naciones de la ‘Cruz Roja’ o del ‘Creciente Rojo’ del territorio, denominación de esta organización en los países árabes, en la que se ocasionase el conflicto, normalmente promovido por la carencia de recursos para responder a esa situación extraordinaria.
Una vez recibida la solicitud, el CICR contactaría con la administración del estado influido por la intemperancia de la hostilidad, con el ánimo de obtener su conformidad para participar. Si el gobierno no autorizaba su presencia, éste facilitaría la difusión de sus negociaciones con el mismo, al objeto de dar transparencia a su posición en el conflicto y hacer presión para el posterior envío de ayuda humanitaria.
Obviamente, en las demarcaciones en las que no hubiera una Sociedad Nacional de la ‘Cruz Roja’ o del ‘Creciente Rojo’, el teatro de operaciones era más complicado.
En todo caso, cuando fuese permisible, el CICR, requeriría de la Sociedad Nacional del país más próximo su mediación y respaldo, proporcionando sus servicios y asistencia. Amén, que ante el impedimento, operaría directamente con el régimen obligado para lograr el consentimiento de su intervención y, simultáneamente, impulsar la creación de una Sociedad Nacional en este territorio.
En definitiva, como conclusión de la ‘X Conferencia Internacional de la Cruz Roja’, se instauraron unas instrucciones mucho más concretas con relación a la contribución del Comité en conflictos internos. Y, una vez más, la ‘Guerra del Rif’, se erigió en un acontecimiento dotado de los antecedentes fundamentados para poner en movimiento todo un mecanismo enfocado a los más necesitados.
Llegados hasta aquí, la progresión en la clarividencia de las víctimas y en las eventualidades de los conflictos armados, alcanzó una oportunidad privilegiada de hacerse visible a lo largo de la ‘Guerra del Rif’, una de las primeras beligerancias en las que estos caracteres se limaron en su máxima expresión.
Adelantándome a lo que subsiguientemente justificaré, las peticiones de envío de ayuda humanitaria del CICR en favor de las personas con quebrantos físicos, morales, materiales o psicológicos, no se ligaban explícitamente a los combatientes, también lo hacía en aquellos otros inmersos en la contienda, en ocasiones, de difícil emplazamiento entre las franjas de ofensiva y los sectores de paz.
En lo que concierne a la apreciación del conflicto, el CICR inmediatamente lo valoró como una crisis interna que obligaba su concurso, aunque el protocolo de actuación en Marruecos plantease algunas singularidades específicas. Con la premisa, que la Sociedad Nacional de la ‘Cruz Roja’ o del ‘Creciente Rojo’, quedaban distantes de su protagonismo en este territorio al otro lado del Estrecho de Gibraltar, aunque la Cruz Roja española y francesa lo hacían desde 1912, al constituirse un Protectorado conjunto en Marruecos.
Este Protectorado, comúnmente denominado ‘Marruecos español’, era la figura jurídica destinada a una serie de territorios del Sultanato, según los acuerdos franco-españoles suscritos el 26/XI/1912 que permanecieron efectivos hasta los años 1956 y 1958, aunque no podía discutirse la legitimidad del Sultán, soberano del país, ni sus prerrogativas; si bien, algunas de sus competencias como la dirección de las relaciones internacionales, quedaban a merced de las potencias hegemónicas.
El detonante del conflicto surgió en 1921 hasta inocularse en la zona española, e influir en la extensión francesa en 1925. En el Rif se instauró una entidad política, o séase, la ‘República del Rif’ con el mando de un líder local, Abd el-Krim (1882-1963), que mantuvo contactos con algunos agentes europeos mediante sus representantes, con el pretexto de construir lazos comerciales y diplomáticos.
Asimismo, prevalecía una franja que no pertenecía ni al Protectorado español ni francés; lo que se constituyó en la zona internacional de Tánger, bajo la observación de una comisión compuesta por diversas cancillerías europeas.
A la luz de los documentos de Ginebra, se desprende que la oficiosidad del CICR en la ‘Guerra del Rif’ fue mínimamente acertada. Cuantiosas gestiones, como iniciativas, propuestas y proyectos se desvanecieron ante la imposición de las autoridades españolas y francesas, dejando interrogantes por responder sobre el deber de la ayuda humanitaria en tiempos de conflicto, y en el modo en que ésta se formalizó en los preludios de los años veinte.
“Las eventualidades de los conflictos armados, alcanzó una oportunidad privilegiada de hacerse visible a lo largo de la Guerra del Rif, una de las primeras beligerancias en las que estos caracteres se limaron en su máxima expresión”
Evidentemente, de ello pueden extraerse irregularidades en la recogida de información; o en el modus operandi de los protocolos, o el plante conformista y resignado que drásticamente redujo la validez de la ayuda humanitaria derivada de la imparcialidad política; y por último, en las objeciones y faltas confirmadas con el secretismo de las actividades, reflejado en la esmerada dosificación de información en las gestiones del Rif.
En consecuencia, llegados hasta aquí, este análisis requeriría de un recorrido muchísimo más amplio para desgranar en su justa medida el tema en cuestión, de lo que realmente me otorga el texto, dejando a expensas del lector la premura irrevocable de suscitar una reflexión honesta, serena y sensata sobre la ‘Guerra del Rif’ en el que la significación de ‘víctima’ estaba zigzagueando en el humanitarismo internacional, tras la apesadumbrada lección de la ‘Primera Guerra Mundial’.
Con un tono conciso y claro, en estas páginas no se han ocultado los inconvenientes inherentes a las normas del ‘Derecho Internacional Humanitario’, en los que irremediablemente no hay que perder de vista su ideal precursor, que no es otro, que salvaguardar la dignidad del ser humano en el marco de los conflictos armados.
El reparo de los combatientes maltrechos como víctimas de los derechos mínimos e inderogables, ha sido una constante en la Historia de la Humanidad, que gradualmente ha racionalizado y reorientado la inclusión de las víctimas civiles entre los principales afligidos. Esta mutación se postergaría unos años hasta implementarse en la reglamentación internacional, pero en instituciones como el CICR, su preeminencia se hacía notar.
A todas luces, lo que se concatenaba se amoldaba a la ‘Guerra del Rif’, tanto por las condiciones inverosímiles en las que se desenvolvía el conflicto, como el lastre en la disparidad de combatientes y no combatientes; además, de las operaciones materializadas en un pugna asimétrica que arrasó amplias porciones del estrato civil.
El conflicto del Rif impuso esta novedad de mentalidad en el CICR, cuyos trabajos se encaminaron prioritariamente en atenuar la angustia de las víctimas. A lo lejos, se atisbaba un vasto proceso de reforma institucional, que habilitara a las sociedades posconflicto con mecanismos eficaces de prevención. Conjuntamente y en un intervalo de transición, aconteció lo que versa a la tipología de conflicto sobre el que la acción humanitaria podía prosperar.
La segmentación tradicional entre los conflictos internacionales y nacionales, con el enfoque de los primeros como característicos para la puesta en escena de la ayuda humanitaria, comenzaba a trenzarse a la sombra de las consternaciones cosechadas a escala planetaria con la ‘Primera Guerra Mundial’.
Una vez más, el CICR, desniveló la balanza como reveló la ‘Conferencia Internacional de la Cruz Roja’ de 1921, en la que se ratificó de manera pública la consagración a la ayuda humanitaria con el supeditado socorro, tanto para los conflictos internos como externos.
Y, como no podía ser menos, la ‘Guerra del Rif’ con variables dependientes, independientes, identificativas e intervinientes, como la revuelta contra el Sultán, se superponían con los flecos internacionales, llámese la intromisión de estados patrocinadores como un modelo anticipado de interés para el CICR, que amplificaba la ayuda humanitaria a cualquier tipo de conflicto.
Sin embargo, la praxis humanitaria desplegada en un contorno aislado y desfavorecido como el Rif, cobró trascendencia relevante, que dio cuenta a las expectativas del movimiento pacifista europeo del período de entreguerras, en los que prevalecían los máximos exponentes sobre lo que el CICR podía valerse.
Estos factores a modo de limitaciones, desenmascaraban las lagunas de la organización, como la discordancia intrínseca entre los logros humanitarios y universalistas amparados por el Comité y los artificios de la política internacional, de las que el CICR no era ignorante.
En esta encrucijada de fuerzas concéntricas se aclararía el espinoso y serpenteado camino que el CICR ejerció en Marruecos, aprisionado por los reproches de la opinión mundial y de las asociaciones de la ‘Cruz Roja’ y el ‘Creciente Rojo’, sin inmiscuir, la censura de España y Francia para dar luz verde a su intervención.
Entre tantas evasivas y tergiversaciones, el CICR no tuvo el ingenio para apuntalar la estrategia del envío de ayuda humanitaria en el conflicto. Como deducción, su papel se vio refutado en el movimiento de la ‘Cruz Roja’ y eclipsado por la diligencia de otras entidades con capacidades aminoradas, pero que le sobrepasaron en intuición e imaginación.
Finalmente, en un pasado que quiere hacerse actual, de la ‘Guerra del Rif’ se desentierran los ecos de una ayuda humanitaria frustrada. Acaso, las lecciones aprendidas ponen el acento en el menester de revisar insistentemente los protocolos de actuación en el impacto fatídico de los conflictos, habida cuenta de las incontables guerras fratricidas que, hoy por hoy, castigan al mundo.
Dichos protocolos son las piezas de un puzle que discriminan la tormenta perfecta para la impugnación, fundamentalmente, en lo que incumbe a la neutralidad política y la consecución de los acuerdos previos, para un cuerpo normativo que indaga imponer reglas de juego en los procesos de violencia a través de la prohibición de ciertos medios y métodos de combate.
Pero, sobre todo, la celeridad de adecuarlos a los requerimientos concretos de los conflictos internacionales, auspiciado en el siglo XXI como uno de los retos más apremiantes a los que hay que acudir.
Echemos un vistazo en lo retrospectivo del Rif con la autocrítica, que no es menos que la reflexión y la esperanza, porque prevaleció el deseo injustificado de no enemistarse con España y Francia, alimentando una dudosa reputación internacional, dando la impresión de imperar la ayuda humanitaria y el socorro a las víctimas de la guerra.
Así de sencillo, nacerían ante el olvido, las ansias de superación en las generaciones más recientes, guardando con respecto la memoria viva de las víctimas: años más tarde, satisfechas en la conciencia histórica de Marruecos.
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