He tenido la oportunidad de leer durante este mes de agosto el documento publicado por el Dicasterio para la Doctrina de la Fe del Vaticano que lleva por título 'Declaración Dignitas Infinita sobre la dignidad humana'. La última versión del documento, iniciado en marzo de 2019, fue presentada al Santo Padre, el Papa Francisco, el pasado 25 de marzo y hecho público el 2 de abril, en el décimo noveno aniversario del fallecimiento de San Juan Pablo II.
El documento comienza por establecer una posible cuádruple distinción del concepto de dignidad. Así, identifica la “dignidad ontológica”, que pertenece a la persona, como tal, simplemente porque existe y es querida, creada y amada por Dios. También identifica la “dignidad moral”, que se supedita a cómo las personas ejercemos nuestra libertad, ya que, según este ejercicio se aproxime o se aleje de los dictados de la recta conciencia, los actos que de dicho uso de nuestra libertad se deriven, pueden ser considerados como dignos o indignos. A ellas añade la “dignidad social”, referida a la calidad de las condiciones de vida de una persona y la “dignidad existencial”, no tanto referida a sus condiciones de vida derivadas de su entorno social, sino las implícitas en sus condiciones personales como consecuencia de enfermedades, discapacidades, adiciones u otras, que hacen que su vida se considere digna o indigna a pesar de no carecer de nada significativo desde el punto de vista material o social.
Sigue la Declaración con una extendida disertación sobre la perspectiva estrictamente cristiana de la dignidad humana, que la Iglesia Católica considera como esencial en el mensaje de Jesús de Nazaret y sobre la que, en consecuencia, asume la centralidad de su consideración, destacando que, a nivel social culminó en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. A ella se ha referido el Papa Francisco manifestando que «en la cultura moderna, la referencia más cercana al principio de la dignidad inalienable de la persona es la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que San Juan Pablo II definió como una «piedra miliar en el largo y difícil camino del género humano» y como «una de las más altas expresiones de la conciencia humana»»
El documento culmina con una exposición de lo que define como “algunas graves violaciones de la dignidad humana”. Para ello se apoya en las enseñanzas del Concilio Vaticano II, que subrayó que «todos los atentados contra la vida misma, como el homicidio, el genocidio, el aborto, la eutanasia y el suicidio voluntario» deben reconocerse como contrarios a la dignidad humana, así como que «todas las violaciones de la integridad de la persona humana, como la mutilación, la tortura física y mental, las presiones psíquicas indebidas», también atentan contra nuestra dignidad. Por último, denunció «todos los atentados contra la dignidad humana, como las condiciones infrahumanas de vida, los encarcelamientos arbitrarios, las deportaciones, la esclavitud, la prostitución, la venta de mujeres y niños, las condiciones degradantes de trabajo en las que se trata a las personas como meros instrumentos de lucro en lugar de como personas libres y responsables», mencionando también la pena de muerte.
Expone, seguidamente su propio listado de “graves violaciones de la dignidad humana”, que, tras expresar la intención de no ser exhaustivo, incluye, específicamente, “el drama de la pobreza”, “la guerra”, “el trabajo de los migrantes”, “el tráfico de seres humanos”, “los abusos sexuales”, “la violencia contra las mujeres”, “el aborto”, “la maternidad subrogada”, “la eutanasia y el suicidio asistido”, “la marginalización de las personas con discapacidades”, “la teoría del género”, “el cambio de sexo” y “la violencia digital”.
Vaya por delante que respeto profunda, modesta y sinceramente los criterios de la Iglesia Católica, que, en su peregrinación por el mundo como pastora del rebaño de los que, en ella, tienen depositadas sus expectativas de orientación para el bien hacer, trata de guiar a sus fieles para que se conduzcan de la manera más adecuada y conveniente para cooperar con la construcción de un futuro de la humanidad digno y coherente con los principios del mensaje evangélico.
No obstante, me permitiré opinar sobre lo que, a mi juicio, constituye una contradicción en este interesante e importante documento. Se refiere al descarte del término de “guerra justa” al hablar del atentado contra la dignidad humana que, sin duda, constituye la guerra, que tanto afecta a sectores muy amplios del género humano, especialmente concentrados en áreas ya de por sí empobrecidas.
Desde mi punto de vista, los autores del documento incurren en una contradicción cuando tras manifestar que “mientras se reafirma el derecho inalienable de la defensa propia y la responsabilidad de proteger a aquellos cuyas vidas se encuentra amenazadas”, afirman que “no podemos seguir pensando que la guerra es una solución porque sus riesgos serán probablemente mayores que sus supuestos beneficios y que a la vista de ello es muy difícil hoy invocar los criterios racionales empleados en siglos pasados para hablar de la posibilidad de una “guerra justa”. Omiten los autores del documento el hecho de que la guerra, en ocasiones, resulta inevitable, porque, a pesar de los esfuerzos que se puedan hacer para disuadir a eventuales agresores, si la disuasión falla, hay quien trae la guerra a nuestra realidad y en aplicación del criterio de defensa propia y de la responsabilidad de proteger a aquellos cuyas vidas se encuentren amenazadas, anteriormente citados, debemos estar en condiciones de asumir esa realidad y plantearnos la inevitable necesidad de afrontar una “guerra justa”. Pudiera ser que los autores quisieran referirse, exclusivamente a quienes promueven las guerras, pero no hacen matices. Simplemente, ninguna guerra es justa, ni siquiera aquella que pueda librarse en aplicación de los principios de defensa propia.
Deberíamos ser capaces de distinguir entre fuerza y violencia, entre bien y mal y entre defensa y ofensa. Creo que por este camino llegaríamos a la conclusión de que, en determinadas circunstancias límite, de las cuales no se podría salir sino mediante el empleo de la fuerza, no podemos eludir la eventual existencia de una “guerra justa”.
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