Las empresas –las familiares, también– necesitamos varias cosas que permitan no solo nuestra supervivencia sino nuestro crecimiento; entre ellas, una fiscalidad adecuada, una mayor seguridad jurídica y una simplificación y agilización de la burocracia.
Todos los empresarios –los de las empresas familiares, también– nunca nos hemos negado a contribuir con nuestro esfuerzo impositivo a facilitar el desarrollo de las políticas sociales (Sanidad, Educación o el bienestar social) y a mantener una sobredimensionada –a mi parecer– estructura de la Administración Pública del Estado o permitir las inversiones públicas o privadas que favorezcan el desarrollo de nuestra nación. Lo que no queremos son impuestos confiscatorios ni que se incrementen los mismos solo para no tener que disminuir los costes improductivos de la Administración pública o por simples razones ideológicas.
Llevamos unos meses escuchando y leyendo comentarios sobre la reforma fiscal en la que está trabajando un grupo de expertos designados por el Gobierno y la impresión es que se pretende que sus conclusiones coincidan con los intereses o preferencias de quien los ha designado. Por lo que había podido trascender hasta ahora, la propuesta es no solo que no desaparezca definitivamente el Impuesto extraordinario sobre el patrimonio sino que se eliminen algunas de las bonificaciones que están establecidas para proteger e incentivar el ahorro – la no distribución de beneficios – de las empresas familiares que permiten la continuidad de las mismas, la autofinanciación –en la que se basa principalmente nuestra ahora ‘famosa’ resiliencia–y la posibilidad de nuevas inversiones que nos permitan crecer en tamaño, por cierto, una de nuestras asignaturas pendientes. El jueves se ha publicado el ‘Libro Blanco para la Reforma Fiscal’ de casi 800 páginas que habrá que analizar con detalle antes de opinar, pero una primera lectura confirma lo que se esperaba de este Comité de Expertos, lamentablemente.
Este impuesto sobre el patrimonio, además de tratarse de un impuesto –a veces, confiscatorio– sobre el ahorro, produce múltiples casos de doble imposición. Todo bien patrimonial que posee una persona proviene de su trabajo o actividad profesional (gravada por el IRPF), bien como rendimiento o ganancia derivada de inversiones financieras o inmobiliarias (también sujetas al Impuesto sobre la Renta), o bien como consecuencia de una donación o de una adquisición hereditaria (sujetas al impuesto sobre sucesiones y donaciones). Pues bien, mientras por una parte se insiste en la necesidad de ahorrar, y se incentivan los modelos privados de previsión social, o se reconocen las dificultades por las que atraviesan las pensiones, se piensa mantener impuestos como el de Patrimonio que suponen una barrera al ahorro, la inversión y el crecimiento.
El Tribunal Supremo ha dictado varias sentencias favorables a los beneficios de que disfrutan las empresas familiares, citando la doctrina de la preocupación por la continuidad de las empresas familiares, también avalada por la Unión Europea en la recomendación de la Comisión de 7 de diciembre de 2004. Por otra parte, queda pendiente que el Defensor del Pueblo decida interponer un recurso de inconstitucionalidad del impuesto sobre el patrimonio a petición de la patronal en base al informe elaborado por el bufete de Roca Junyent, uno de los ‘padres’ constituyentes.
Y si la intención es conseguir una armonización fiscal, fijémonos en la europea. En ella, actualmente, el impuesto de patrimonio solamente existe en España dentro de la Unión Europea. Por tanto, en 26 de los 27 estados de la Unión Europea este impuesto no existe. Y en cuanto a nuestro país, la facultad que tiene cada Comunidad Autónoma para fijar los tipos impositivos, los mínimos exentos o la bonificación en la cuota ha dado como resultado una distinta imposición en cada una de ellas y, curiosamente, la única Comunidad que se ha armonizado con el resto de la Unión Europea es la de Madrid a la que tanto se ataca por un supuesto ‘dumping’ fiscal. Una fiscalidad adecuada mejora de forma inmediata el clima empresarial, el entorno en el que se desarrollan las actividades empresariales y el mercado de trabajo. La ‘prueba del algodón’ está en el mayor crecimiento de la economía de la Comunidad madrileña o andaluza. Esta armonización ‘a la europea’ es la que compartimos y no otra.
Pero, además, las empresas necesitamos una seguridad jurídica pues como ha expuesto recientemente mi compañera Victoria Plantalamor, presidenta de la Asociación de la EF de Madrid’. “La seguridad jurídica para las empresas extranjeras y nacionales es fundamental porque vas a decidir una inversión en función de un retorno y si el marco jurídico a nivel nacional cambia cada cuatro años o cada dos es muy difícil”, No podemos estar a expensas de un cambio legislativo cada pocos años, máxime en un escenario de incertidumbre y en plena recuperación de la crisis. Ante la inseguridad jurídica las inversiones se retraen y, en estos momentos, hay mucho por hacer y por invertir.
Y la tercera ‘pata’ que necesitamos las empresas –las familiares, también– es una simplificación de los trámites administrativos, reducción de la burocracia y más agilidad en la aprobación de los proyectos de inversión. Algunas Comunidades ya han empezado a hacerlo. Ejemplos de ello, la decisión de la Madrid de no exigir los requisitos que habilitan a una empresa para ejercer una actividad si ya se cumplen en otra Comunidad o la aprobada por la Junta de Andalucía en el Decreto–ley 26/2021, por el que se adoptan medidas de simplificación administrativa y mejora de la calidad regulatoria para la reactivación económica en Andalucía –que junto a los dos ya aprobadas anteriormente– conforman un conjunto de 400 medidas de simplificación y mejora de la regulación, además de un centenar de normas agilizadas. Este es el camino y no otro.
El favorecer la existencia y la permanencia de las empresas familiares no es cuestión baladí para cualquier Gobierno pues somos más del 90% de las empresas privadas, generamos casi el 70% del empleo no público y aportamos cerca del 60% del PIB nacional. Todos sabemos que las empresas familiares –con nuestras luces y sombras– tenemos unas características distintas a otro tipo de empresas pues damos estabilidad y generamos riqueza en los territorios a los que estamos vinculados, tenemos una visión a largo plazo y –en casi todas ellas– pretendemos que se mantenga viva nuestra empresa como legado a las siguientes generaciones.
Por todo ello, las empresas familiares –desde nuestras respectivas Asociaciones Territoriales– reclamamos una reducción de la carga fiscal y más justa, mayor seguridad jurídica y una simplificación en las normas, porque todo ello favorece y atrae la inversión, genera empleo y riqueza para nuestras regiones y nuestra nación.