Setenta y cinco años más tarde, el dilema que se expande en Israel es fruto de objeciones extremadamente inoculadas de carácter políticas e ideológicas dentro del Estado sionista, sustentada por las progresivas divisiones entre la clase trabajadora y la élite gobernante en una de las naciones más desiguales del planeta. Y es que, la creación de Israel esconde sus raíces en la tragedia que se degradó sobre los judíos en las décadas de 1930 y 1940, respetivamente, aconteciendo con la aniquilación de seis millones de personas en el Holocausto tras el cataclismo de la clase obrera a manos de la tendencia fascista.
Subsiguientemente, el establecimiento de Israel como Estado judío fue viable gracias a la cooperación de un pueblo que sondeaba un refugio seguro de cara al acoso y crueldad de una muerte anunciada: la expulsión inapelable de casi un millón de palestinos y la apropiación de sus tierras en una feroz campaña de limpieza étnica.
Las ficciones suscitadas por el sionismo encierran las tesis de que los judíos habían retornado a su ‘tierra prometida bíblica’ de la que habían sido desterrados, y que la instauración de un Estado capitalista judío facilitaría una tierra sin pueblo, para un pueblo sin tierra. A decir verdad, esta última aseveración era una farsa diáfana, pero políticamente oportuna. Tras la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), las recién fundadas Naciones Unidas herederas de la Sociedad de Naciones que confirieron un mandato de veinticinco años a Gran Bretaña para controlar Palestina con la premisa de la independencia, plantearon la desmembración de ésta en dos Estados árabes y judíos espaciados y no anexos, con Jerusalén bajo control internacional.
El plan reaccionario que jamás se aprobó, produjo una conflagración civil entre judíos y palestinos y la guerra árabe-israelí de 1948 en la que intervinieron Jordania, Irak, Egipto y otros países árabes. Esta última siguió a la proclamación del Estado de Israel el 14 de mayo, tras el final del Mandato Británico.
En otras palabras: Israel se hizo con el dominio de más de un tercio del territorio conocido en la propuesta de partición, mientras que los palestinos fueron expulsados mayoritariamente.
Curiosamente, cuando se constituyó Israel, los judíos formaban un tercio del conjunto poblacional de la Palestina del Mandato, con 1.157.000 palestinos musulmanes, 146.000 cristianos y 580.000 judíos. Dos años después, existían unos 200.000 palestinos que residirían bajo un régimen militar hasta 1966.
Miles de palestinos fallecieron, mientras que al menos 700.000 fueron expulsados o desaparecieron, convirtiéndose en refugiados en los territorios colindantes, donde hallaron amparo en campamentos imprevistos con tiendas de campaña. A continuación, se desencadenaron varias masacres y entre las vicisitudes de barbaries se concretan las de la aldea de al-Dawayima y Saliha.
Simultáneamente, a los palestinos desalojados junto con sus familias se les impidió volver a sus casas y sus propiedades quedaron incautadas por el Estado israelí. Desde entonces, Israel ha rechazado reconocer la ‘Nakba’, ‘catástrofe’ o ‘desastre’ y su limpieza étnica, o admitir el derecho al regreso de los palestinos, confirmado en el derecho internacional y en la Resolución 194 de la ONU, suscrita en 1948 durante la guerra árabe-israelí hasta nuestros días. Por el contrario, la Ley del Retorno de 1950 y la Ley de Ciudadanía de 1952, otorgaban a los judíos el derecho a la ciudadanía inmediata a su vuelta a Israel. En los tres años siguientes tras la operaciones beligerantes, un millón de judíos se desplazaron, algunos de los escombros del Viejo Continente, pero especialmente de Oriente Medio y el Norte de África.
"Barreras, empalizadas y paredes a modo de muros infranqueables, independizan un territorio del otro, con insignificantes puntos de control que inspeccionan y regularizan el movimiento de palestinos a Israel e impide el acceso de israelíes a tierra palestina, aunque la milicia israelí empuña el poder de acceder cuando lo considere pertinente"
Desde su formación, Israel ha edificado sobre la supresión infalible de los palestinos y en guerra con sus más inmediatos, fue orgánicamente incompetente para desplegar una sociedad democrática. Más bien, floreció como un Estado enteramente militarizado cercado de vecinos contrapuestos y asentado en la salvaguardia del exclusivismo religioso. Al mismo tiempo, tendió apresuradamente capacidades nucleares, transformándose en el ornato fuertemente financiado del imperialismo norteamericano, con el ejército como columna central de la comunidad.
Cuando más se acrecentaban sus victorias militares y políticas, más se ratificaba la línea derechista y antidemocrática. Israel, que no pocos la contemplaban como la morada de una población que había padecido espantosas iniquidades, a su vez, se convertiría en la fuerza militar más relevante y en la única potencia nuclear de la zona.
En 1967, con el sostén de Estados Unidos, Israel irrumpió en Egipto, Siria y Jordania, adueñándose de Cisjordania, Jerusalén Este, los Altos del Golán y la Franja de Gaza, y dando paso a un nuevo enjambre de refugiados. Este conflicto daría a luz el epíteto de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) bajo el protagonismo de Yasir Arafat (1929-2004), y como no, a una lucha enquistada entre Israel y los palestinos.
De la noche a la mañana, el paisaje político se transfiguró junto con la vida económica y social. Los avatares de la guerra y la construcción de asentamientos revelaron una política expansionista del ‘Gran Israel’, con una derecha resurgente que a todas luces reclamaba que los territorios ocupados quedaran bajo soberanía israelí como las tierras de Judea y Samaria. Amén, que esto inducía a una limpieza étnica incesante de los palestinos y asentamientos judíos de tipo colonial. En seguida se dispuso el detonante para el estruendo inquebrantable de diversos choques, abarcando la guerra árabe-israelí en 1973, la agresión militar contra Siria, Líbano e Irán y los reiterados asaltos a los desamparados y arruinados palestinos en los territorios ocupados que llevaron a nuevas oleadas de refugiados y desplazados internos.
Las fuerzas políticas ultraortodoxas de Israel, fundamentalmente, a tenor de concentraciones periódicas de inmigración judía, se erigieron en una fuerza centrífuga, exigiendo la ley religiosa judía en superficies precedentemente consideradas laicas y resolviendo la plasmación de gobiernos cada vez más derechistas. El entresijo infranqueable entre judíos laicos y ortodoxos se ha erigido en una particularidad de la vida cotidiana en todas las esferas.
He aquí el caldo de cultivo que originó la base para el surgimiento de inclinaciones fascistas dentro del plantel político y militar. Como ha expuesto literalmente el ‘World Socialist Web Site’, un periódico en línea del movimiento trotskista internacional, “estas son las fuerzas que ahora dictan la política gubernamental y amenazan no sólo a los palestinos, sino a la mayoría de los israelíes con una represión brutal”.
Los años sucedidos desde la década de los sesenta, de la misma manera fueron espectadores de un drenaje asombroso de la riqueza social hacia arriba y del incremento de una pobreza exasperada. Fijémonos detenidamente en 2010, cuando unas veinte familias israelíes dominaban poco más o menos, la mitad del mercado de valores y eran poseedores de una de cada cuatro empresas israelíes. Así, diez grupos empresariales, en su amplia mayoría en posesión de individuos acomodados, dirigían el 30% del valor del mercado de las empresas públicas.
En el extremo contrario, Israel es el segundo país más diverso de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo (OCDE). Posee la tercera tasa de pobreza más elevada de la OCDE, por detrás de Bulgaria y Costa Rica y su índice de pobreza es con escasa diferencia el doble de media. La proporción de pobreza atañe a más del 27% de los israelíes y más de un tercio de los niños. A ello hay que añadir, que más del 10% ha de enfrentarse a una peliaguda inseguridad alimentaria. Obviamente, esto impulsó a protestas masivas a raíz de la Primavera Árabe, autoras de la convulsión política que ha estallado contra la reforma judicial de Benjamín Netanyahu (1949-73 años).
Omitiendo la ‘Nakba’, el derecho al restablecimiento, la disposición de Jerusalén como capital de una entidad palestina y el devenir de los asentamientos sionistas, Oslo implantó la Autoridad Palestina (AP). Por otro lado, un gobierno nominal en interrogante que no disponía del control sobre sus límites fronterizos, con aparente plena jurisdicción sobre Gaza y únicamente el 18% de Cisjordania (Área A), y jurisdicción conjunta con Israel sobre el 22% (Área B). Además, el 60% de Cisjordania (Zona C) donde se localizan la mayoría de los asentamientos, continúa bajo el control militar israelí.
Su desempeño central consistía en ejercer vigilancia sobre la oposición palestina a Israel, y el primer ministro Yitzakh Rabin (1922-1995) preconizó al pie de la letra el hecho de que la AP “no permitirá ninguna apelación al Tribunal Supremo e impedirá que la Asociación Israelí de Derechos Civiles critique las condiciones allí existentes negándole el acceso a la zona”.
Esta parodia de Estado era un estigma para Ariel Sharon (1928-2014), Netanyahu y su partido de centroderecha ‘Likud’, alentando a las masas que exclamaban por la sangre de Isaac Rabin (1922-1995), pocos días antes de que este fuese matado por un entusiasta israelí de derechas. Y en idéntica sintonía, en Camp David, el primer ministro laborista Ehud Barak (1942-81 años) dejó suficientemente claro que un repliegue propuesto de partes de Cisjordania y Gaza dejaría a los palestinos únicamente el 15% de la Palestina original. Como era de presumir Arafat se negó a estampar su firma y el proceso de paz llegó a su consumación. Y por si fuese poco, la visita de Sharon al complejo de la Mezquita de Al-Aqsa y el Monte del Templo era un ejemplo de ello que indujo a la detonación de la segunda Intifada o insurrección popular.
A partir de este momento las fuerzas sionistas plantearon políticas enfocadas a neutralizar la dificultad demográfica y ensanchar el control sobre Cisjordania. Hoy, en Israel-Palestina residen alrededor del mismo número de judíos israelíes y palestinos y en breve los palestinos se convertirán en la mayoría absoluta.
Si el Estado de Israel se contrastara por el contexto de la población cuyo destino prescribe, incluiría no ya los 9,3 millones de israelíes que habitan dentro de sus fronteras internacionalmente adentradas anteriores a 1967, de los cuales, no sólo 2 millones son palestinos, sino asimismo a unos 5,4 millones de palestinos de los territorios ocupados y apresados en el conflicto árabe-israelí que viven como buenamente pueden bajo el régimen militar israelí.
De este modo clarividente, el aspecto demográfico y la decadencia arrastrarán a un espacio territorial/estado con un dominio musulmán y una minoría judía. La réplica del sionismo a lo que entiende como una intimidación existencial es propiamente la guerra y la limpieza étnica. Para ser más preciso en lo fundamentado, Sharon manifestaría en 2002 que “había que expulsar a los palestinos de los territorios ocupados para dejar sitio a los asentamientos judíos”, mientras que Netanyahu protestaba diciendo: “vamos a limpiar toda la zona…”.
Sharon manejó la segunda Intifada como apología para edificar el ‘Muro de Separación’ entre Israel y Cisjordania con el aval de los laboristas. En el proceso, Israel se hizo de hasta dieciocho kilómetros de tierra dentro de Cisjordania, abarcando los principales bloques de asentamientos y permaneciendo con el 9% del territorio e incomunicando a unos 30.000 palestinos en la parte israelí. Sin soslayar, los 230.000 palestinos de Jerusalén Este en el lado cisjordano. Si bien, la vigilancia israelí del acuífero occidental, afectación del ‘Muro de Separación’ y del 80% de las aguas subterráneas de Cisjordania, ha desencadenado una crisis en toda regla para millones de individuos y una disminución de la cantidad de tierras agrícolas de regadío, que sorprendentemente ha pasado del 14%, a menos del 2%. Hay que decir al respecto, que el matiz anterior es visto como legal por el Tribunal Supremo de Israel. Toda vez, que Gaza quedó todavía más retraída en 2005 con el procedimiento de retirada de Sharon, predestinado a obtener el beneplácito de Estados Unidos para la posterior expansión y afianzamiento de los asentamientos en Cisjordania.
Cuando Hamás consiguió hacerse con el control del territorio en 2007, la maniobra de sujeción de Israel se transformó en un cerco económico, porque en el proceso Cisjordania se ha tornado en un gueto debilitado y Gaza en un presidio. Ahora bien, la punta de lanza principal del conflicto entre la coalición gobernante de Netanyahu y el bloque de la oposición, es su negociación en todo lo que concierne. No es una predilección imprecisa por la democracia, sino la conservación pertinaz del sionismo y de los intereses sociales de la burguesía israelí lo que ha contrapuesto a los líderes de la desaprobación con la irrupción al Tribunal Supremo.
Los criminales de guerra no culpados, como el cabecilla de la oposición Benny Gantz (1959-63 años) y el ministro de Defensa Yoav Galant (1958-64 años), sospechan que Netanyahu y sus patrocinadores fascistas, al cargar con una agenda en ascenso de limpieza étnica, como una incursión religioso-cultural y diversas artimañas para librar a Netanyahu de prisión, estén minando la aparente tapadera democrática facilitada por el Tribunal Supremo y el Poder Judicial durante décadas de inclementes agresiones a los palestinos.
Perturbar la sociedad israelí concediendo la iniciativa tanto a los supremacistas judíos como a los reaccionarios religiosos, ha socavado el apoyo a Israel en todo el mundo, englobando a la comunidad judía de Estados Unidos, la mayor que descansa en que Washington y las capitales occidentales muestran a Israel como la única democracia de Oriente Medio. Digamos, que ha languidecido los esfuerzos por reflejar la oposición al sionismo como una fórmula de antisemitismo de izquierdas que atribuye a Israel reglas de juego que no se aguardan de similares democracias liberales e instala un ilusorio paralelismo entre Israel y Sudáfrica bajo la segregación racial.
Sobre todo, esto coacciona la política militar acometedora de Washington en la zona, donde Israel interviene como una especie de perro de presa en busca de sus atracciones geoestratégicas.
En la esfera nacional, aunque el dietario del movimiento de protesta está en este momento impuesto por la burguesía sionista y reciba el apoyo de parcelas de la clase media urbana, la fluctuación política corre el riesgo de ocasionar una deflagración de luchas sociales contra la reprobación de los derechos democráticos y las políticas económicas de austeridad obligadas para compensar la ocupación y la guerra y engordar a los oligarcas israelíes.
El sionismo que impulsa un Estado asentado en la identidad religioso-cultural y en un presumible interés nacional común para los judíos, ha dispuesto durante un largo período de tiempo la base para objetar no ya sólo la defensa de los derechos palestinos, sino cualquier aseveración de los intereses sociales y políticos independientes de los trabajadores.
Echemos un vistazo a la Federación Sindical Histadrut que resultó como institución estatal, regulando el sector de servicios de Israel, sus mayores conglomerados, el banco nacional y las entidades sanitarias y médicas. La liberalización económica y las privatizaciones causaron que la cifra de afiliados cayese empicada, pasando de unos 1,8 millones a menos de 200.000. Su convocatoria a la huelga durante los reproches masivos que descartaba a los trabajadores árabes y migrantes, se materializó en combinación con Netanyahu para lidiar el riesgo de que las huelgas se desenvolvieran fuera del control burocrático.
El sionismo laborista, ideología precursora del Estado de Israel, ha experimentado un síncope a mayor escala que su brazo sindical, ya que sus intenciones socialistas han fracasado ante un Estado y una sociedad cimentada en el capitalismo y el exclusivismo religioso sectario. Setenta y cinco años después, la conmoción política que agita a Israel demuestra que se dan las condiciones precisas para luchar por una opción socialista revolucionaria. Pero mientras no se deliberen los principios básicos del sionismo, el trance del dominio burgués se solucionará sobre la base de un vuelco a la derecha.
Lo más alarmante de todo es que la progresión de la crisis política está acarreando un desplazamiento cada vez más inesperado hacia la represión militar de los palestinos y la agravación de la guerra con Siria e Irán. Con Israel manipulando una actuación central en la campaña militar del imperialismo norteamericano para certificar la influencia que se prolonga desde la guerra de facto con Rusia en Ucrania hasta el gigante asiático, el aviso de una conflagración que involucre a Oriente Medio está cada vez más próximo.
La quimera sionista de un Estado nacional en el que los judíos pudiesen recibir amparo, ha llevado a un declive acelerado hacia maneras de gobierno de Estado policial, el advenimiento del fascismo, la detonación de la guerra civil y la discordia con los palestinos y los vecinos árabes de Israel. La vía a seguir reside en agrupar a la clase obrera judía y palestina, en una pugna conjunta contra el capitalismo y por el socialismo.
"Setenta y cinco años más tarde, el dilema que se expande en Israel es fruto de objeciones extremadamente inoculadas de carácter políticas e ideológicas dentro del Estado sionista, sustentada por las progresivas divisiones entre la clase trabajadora y la élite gobernante en una de las naciones más desiguales del planeta"
Los trabajadores judíos encarados a la amenaza de la extrema derecha deben poner énfasis en la afirmación de Karl Heinrich Marx (1818-1883) de que “una nación que esclaviza a otra forja sus propias cadenas”. E igualmente para los palestinos ha de tenderse una comprensión de que no consta un pasaje capitalista nacional hacia la liberación de la opresión, como ha justificado la historia poscolonial de Oriente Medio y África, así como la AP.
En consecuencia, desde que Netanyahu y su bloque de extrema derecha tomaron el poder, su dirección se ha dispuesto a reforzar su dominio a expensas del Poder Judicial para abrir la puerta a la desaparición de la disidencia social y política. El gobierno aspira allanar el camino en dirección a la anexión permanente de la Cisjordania ocupada y ejecutar cruentas acciones militares no sólo contra los palestinos, sino asimismo contra Irán y sus aliados. La coalición de Netanyahu proyecta incapacitar a los componentes palestinos de la Knéset para formar parte del parlamento israelí e impedir a sus fuerzas políticas presentarse a las elecciones, desposeyendo el derecho al voto al 20% de la ciudadanía israelí.
Esto aseguraría los cambios constitucionales de carácter apartheid concentrados en la Ley Básica de Israel de 2018, la Ley del Estado-Nación que aplica la superioridad judía como cimiento jurídico del Estado. La Ley promulga “el derecho a ejercer la autodeterminación nacional en el Estado de Israel es único para el pueblo judío”. Además, expresa el apoyo a la anexión inmutable de Jerusalén ‘completa y unida’ como capital de Israel y defiende la edificación de asentamientos como ‘valor nacional’.
Cómo han declarado diversos grupos de derechos humanos, lo anteriormente señalado y la exclusión del árabe como lengua oficial del Estado, fija un estatus de segunda categoría a los ciudadanos árabes de Israel.
La oposición oficial a estas inclinaciones está protagonizada por un grupo variado de partidos sionistas burgueses cuyas disconformidades con Netanyahu muestran el desasosiego de que ponga en peligro los intereses del Estado. Mismamente, contradicen inexorablemente cualquier coyuntura de la amenaza fascista emergente en Israel con la oposición a la sofocación de los palestinos y los árabes israelíes. Si hay que localizar una manera de encarar el peligro de dictadura y guerra que se amplificaría más allá de Israel-Palestina, entonces este es el matiz que hay que desencallar.
En paralelo, si Israel hubiera admitido el calendario gregoriano, la conmemoración de su fundación se habría producido la jornada antes al ‘Día de la Nakba’, un despojo que marca la expulsión o huida de gran parte de la población palestina de sus hogares. Únicamente tanteando la conexión entre estos dos hechos, los trabajadores judíos y árabes podrán precisar una contestación política al infausto escenario en la que el sionismo los ha soterrado. Con lo cual, el fundamento del Estado de Israel se nutrió en la vivacidad del movimiento nacional sionista, que avistó sus empeños por el Gobierno Británico de la ‘Declaración Balfour’ (2/XI/1917) y en las resoluciones de la ONU. No obstante, la lucha del territorio entre Israel y los residentes árabes de Palestina ha originado numerosos combates en un conflicto que sigue vivo y coleando.
Finalmente, barreras, empalizadas y paredes a modo de muros infranqueables, independizan un territorio del otro, con insignificantes puntos de control que inspeccionan y regularizan el movimiento de palestinos a Israel e impide el acceso de israelíes a tierra palestina, aunque la milicia israelí empuña el poder de acceder cuando lo considere pertinente. Bajo estas peculiaridades, todos y todas, enardecen sus incomodidades y resentimientos y la ansiada paz, con el inexcusable reconocimiento mutuo y pleno queda todavía mucho por hacer.
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