La existencia nos lleva por la vida, y nos hace deambular buscando, entre inevitables laberintos, los huecos en los que amainar el cansancio, o en los que recabar un lugar, al cobijo del tiempo y la intemperie.
En el espacio no existe el tiempo,
sólo la inmensidad.
El espacio es el espacio,
la totalidad llena de huecos,
un contrasentido histórico
que abarca todos los tiempos.
Sólo en lo infinito,
el tiempo devora el espacio.
¿Somos finitos?
Venimos, entre penumbras,
al otro lado del muro,
a las puertas del paraíso,
junto al vergel de las sombras.
Bebemos en las aguas del presente,
para apagar nuestra sed de futuro;
miramos los lejanos horizontes,
más allá de los límites profundos.
Queremos vivir: en las nubes,
en los cielos, en el limbo,
en cualquier rincón posible,
soñando con otros mundos
donde morar para siempre.
Nuestra soledad se siente,
sobre las hojas del otoño;
se agolpan en la mente:
los recuerdos de los años,
los ojos de los ausentes,
que huyen a las grupas de Pegaso,
flotando en arco iris transparentes.
Cuando lleguen los segundos,
al borde de los caminos,
la oscuridad y la luz...
se harán presentes;
los extremos del abismo,
se combarán en la noche;
se llenarán de estrellas las fuentes,
y todo se hará extenso,
inabarcable a los sentidos.
Si nuestro tiempo se apaga,
volveremos a ser espacio;
no existirá el pasado,
seremos el infinito.