Cada segundo de la Historia de Salvación, es una muestra más del amor infinito de Dios que se hace actual en cada hombre y acontecimiento de la vida. Un momento de especial calado de esta proximidad es la Celebración de la ‘Epifanía del Señor’, conocida como el ‘Día de los Santos Magos’ que tiene sus raíces en el relato evangélico de la infancia de Jesús pormenorizado en San Mateo 2, 1-12. Adelantándome a lo que fundamentaré, aquí queda el reto de prosperar como lo hicieron los emisarios de Oriente, buscando a Dios manifestado en cada una de las epifanías cotidianas.
Ya, en la Liturgia Católica, esta solemnidad se enmarca en las postrimerías del Tiempo de Adviento, en concreto, en la Octava de Navidad, habiéndose iniciado con la ‘Natividad del Señor’ en la Casa del Pan, mostrándonos en el pesebre a Dios hecho hombre y a las que le han acompañado una sucesión de gracias espirituales como la figura de ‘San Esteban’, el entorchado de los mártires al inaugurar el martirologio; o ‘San Juan Evangelista’, el manantial inagotable de vida en Cristo y el discípulo amado; la ‘matanza de los primogénitos de Belén’, contemplados como los primeros cristianos con un bautismo de sangre; a las que le han seguido el esplendor de la ‘Sagrada Familia de Nazaret’, donde todo lo humano se diviniza; el regocijo de ‘Santa María, Madre de Dios’, que nos une al cordón umbilical de su hijo amado y, posteriormente, alcanzar la fiesta del ‘Bautismo del Señor’, pero, no sin antes, experimentar al Mesías esperado como el Salvador Universal de todas las razas, lenguas, pueblos y naciones, y al que nuevamente descubrimos en quienes llegaron in situ hasta la cuna del Niño para discernir su contenido teologal.
La Iglesia Católica en su servicio a los hombres, considera la obra de la Redención más en su sentido místico, valga la redundancia, que en su sentido excesivamente realístico. Porque, más que el hecho histórico en sí, le atrae el Sacramento y Misterio. En cierta manera, la Iglesia podría decir como San Pablo: “Si conocimos a Cristo según la carne, ahora ya no le conocemos”. En otras palabras: con la inauguración del nuevo Año Litúrgico, allá por el 29 de noviembre, intuimos la razón de ser y el fin de sus acciones.
¡Cuántas veces confiesan los evangelistas que mientras vivió Jesús, no comprendieron la trascendencia y magnitud de sus actos! Y Cristo nos declara: “Lo que yo hago no lo comprendes ahora, lo verás después”.
En esta concepción de la labor salvífica de Cristo, tal vez, numerosos fieles se atinan ante el mayor obstáculo para experimentar en su plenitud la Liturgia oficiada: encadenados peyorativamente de pies y manos a la ley, escritura, historia o a cuantas vicisitudes se describen, quedan errantes en lo más importante de las visiones panorámicas del poder de la Palabra de Dios.
Al fin y al cabo, la esencia de la ‘Navidad’ de origen occidental, concretamente romano, es único y clarividente como su nombre latino ‘Nativitas’ lo indica. En cambio, en la ‘Epifanía del Señor’, la designación griega surgida en Oriente es reservada; además, su propósito es complejo. Luego, no es de extrañar, que la ‘Navidad’ no pase de ser una feliz nochebuena con villancicos al Niño Jesús, y la ‘Epifanía del Señor’ quede limitada a la Fiesta de los Reyes Magos con el consumismo desproporcionado de la sociedad.
Hoy por hoy, es un instinto espontáneo de Occidente el revertir los misterios en devociones, que en ocasiones no articulan más que aspectos secundarios de los mismos, pensando más en el sentimiento que la razón. A pesar de todo, ‘Navidad’ y ‘Epifanía’ confluyen en el generador de la santificación: el advenimiento de Dios al mundo, pero con un matiz; la primera de estas conmemoraciones lo hace desde el prisma histórico; y la segunda, en lo que atañe a la posición teológica e ideológica.
Cuando en las postrimerías del siglo IV (301-400 d. C.) Roma admitió el culto oriental el día 6 de enero y el Oriente el romano el 25 de diciembre, ambas mantuvieron su propia idiosincrasia y recíprocamente se complementaron.
“Cada segundo de la Historia de Salvación, es una muestra más del amor infinito de Dios que se hace actual en cada hombre y acontecimiento de la vida. Un momento de especial calado de esta proximidad es la Celebración de la 'Epifanía del Señor', conocida como el Día de los Santos Magos”
La ‘Epifanía’ reproduce el desarrollo íntegro de la ‘Navidad’. San León Magno (390-461 d. C.) dice literalmente: “El que aquel día nació de la Virgen, hoy ha sido reconocido por el mundo entero”. Dios ha aparecido entre nosotros, no solamente tomando carne mortal, sino exponiéndose ante los hombres, presentando sus obras y tomando posesión de su Pueblo, al igual que los primeros reyes lo hicieron con sus tierras.
Sin duda, con la ‘Epifanía’, más tarde, ‘Teofanía’, todo se ha considerado en la sucesión de los tiempos pasados como un tesoro incrustado en la Liturgia de esta dedicación. Porque, en la ‘Adoración de los Magos’ al Niño de Belén, los Padres de la Iglesia admiten la presencia de Cristo a los paganos y al orbe; como en el ‘Milagro de las Bodas de Caná’ con la revelación de su gloria, y en el ‘Bautismo del Jordán’ purificando al hombre viejo nacido al hombre nuevo, hasta ser cabeza visible de su Iglesia y de cada una de las almas.
Este es el triple depósito de la ‘Epifanía del Señor’, que incomparablemente recapitula la Antífona del Benedictus, permitiéndonos distinguir el componente sacramental de la primera piedra instituida por Pedro: “Hoy la Iglesia se ha unido al Esposo celestial, pues en el Jordán, Él la lavó de sus crímenes. Los Magos corren con sus presentes a las nupcias reales y los invitados se regocijan del agua convertida en vino”.
En este rezo memorable se nos da a degustar la estancia de Dios bajo el símbolo nupcial, tan utilizado en el Antiguo y Nuevo Testamento para encarnar la alianza de Dios con su Pueblo: Yahveh, es el esposo y el Pueblo de Israel, su esposa.
En paralelo, Cristo es el esposo y la Iglesia la esposa. Amén, que la esposa de Yahveh le fue infiel y, por tanto, repudiada por Dios.
La esposa de Cristo, limpiada de sus perversidades en las aguas del Jordán mediante el Sacramento del Bautismo, como reina, sin arruga ni mancilla, camina con los Magos al convite real que le prepara su esposo; sentándose a la mesa donde se nutre de su cuerpo hasta colmarse de deleite con el vino de su sangre.
Sin ir más lejos, aún permanecía acentuada esta idea de las nupcias reales en la Eucaristía con el prodigio de la multiplicación del pan y de los peces, que durante muchísimos siglos se rememoraba en la jornada de la ‘Epifanía’.
¡He aquí la significación de la manifestación de Dios al hombre en su máxima extensión y profundidad! Dios, como esposo divino, sale de los tálamos eternos para darse a entrever con su amor y gracia sacramental, irrumpiendo en lo recóndito del alma, a la vez que se une más íntimamente que el esposo a la esposa; en cierto modo, encarnándose en ella. Esta fusión es el desenlace decisivo de los dones espirituales que nos aporta la ‘Epifanía del Señor’.
Y, es que, para desentrañar los frutos de este gran misterio, hay que amasarlos en lo más introspectivo del corazón, meditándolo como lo hizo María y nos lo reseña en el Evangelio San Lucas. Pero, mismamente, como lo hace la Iglesia, que conforme se distancia de este deleite, parece descubrir más insondables y nuevas perspectivas de Aquel que habría de llegar: Dios hecho hombre.
Partiendo de la base que es imposible exponer en estas líneas el abundantísimo alcance de la ‘Epifanía del Señor’, es preciso incidir, que por circunstancias añadidas, ha quedado estereotipada su magnificencia espiritual por el orden y raciocinio de la antigua Roma; pero ello, no ha dejado de quedar circunscrito con el carisma de la unción cristiana. Con lo cual, no se trata de oír una historia, acaso sabida; o doctrina o exhortación; o quizás, un capítulo de exégesis de dogma o moral, sino a Jesucristo presente en su Palabra, que nos predispone al Sacramento de su Cuerpo, donde lo intrínseco nos reconforta a la Vida Eterna.
Con estos precedentes preliminares, la inmensidad de la luz que existe en Dios, Palabra que se ha hecho carne para alumbrar a todo hombre, ha desbordado la totalidad del universo. Porque, la Palabra en la que palpita la vida se aproximó a los suyos y los suyos no lo acogieron. Sin embargo, hubo personas que hospedaron esa luz y hallaron a Jesús de Nazaret como el verdadero sentido de sus indagaciones vitales; gentes que no eran de los suyos, pero que lo atendieron y aceptaron.
Sorprendentemente, a ellos y ellas, se les concedió ser hijos de Dios, llenándole la existencia de misericordias, hasta cambiar sus estilos de vida y apuntalarlos en sintonía con Jesucristo.
Obviamente, entre esta multitud deberíamos identificarnos. El Apóstol San Pablo expone que el misterio escondido se nos ha mostrado en la Carta a los Efesios 3, 6: “los gentiles sois coherederos, miembros del mismo Cuerpo y partícipes de la misma Promesa en Cristo Jesús por medio del Evangelio”.
Por ende, la ‘Epifanía del Señor’ preconiza el testimonio de Jesús como el Hijo de Dios y el Mesías para todos los hombres y mujeres de cualesquiera de los tiempos concurridos. Toda vez, que posiblemente, hayamos perdido en el punto cardinal la señal inconfundible de los Santos Magos, porque, sus semblanzas son como las de cualquier hombre o mujer del siglo XXI, prestos a dejarse inundar por los signos y la providencia de Dios, lanzándose al desafío de avanzar siguiendo una estrella; pero nosotros, al encuentro de Dios para recibir la claridad que anhelamos.
Primero, los embajadores de Oriente observaron un indicio sin precedentes, en este caso una estrella e inmediatamente se pusieron en movimiento. Disponiéndose a dejar sus seguridades y comodidades, porque en el fondo, no detectaron la interpretación de su relato existencial. Y ante un indicativo de estas peculiaridades que va más allá de sus subjetividades, se lanzaron a seguir los augurios que Dios le iría marcando a lo largo de un camino no exento de dificultades.
Segundo, las mentes y corazones de los Santos Magos son como la tuya y la mía, no renunciando en ningún instante a sus propósitos, pese a dejar de advertir el rumbo del fulgor celestial. Indudablemente, creyeron en lo que rastreaban y cuando aquello no era intuitivo, mutuamente se interpelaron e interrogaron. Porque, ante todo, esperaban averiguar de primera mano quien era capaz de darlo todo por ellos. Por eso, sin complejos, estaban dispuestos a adorarlo.
Y, tercero, en auxilio y favor de estos hombres, adquirió protagonismo la Palabra de Dios reorientando esa búsqueda, hasta brindarles con otras configuraciones que no entraban en sus imaginarios y llevarlos ante un Niño llamado a ser ‘Rey de Reyes’ y ‘Señor de los Señores’.
Textualmente, ‘Epifanía’ se traduce por ‘manifestación’, en el griego antiguo ‘epifaneia’ y las terminologías análogas comportan en su enfoque religioso el descubrimiento perceptible, o aparición de una deidad que reportaba la salud a la población. Los cristianos adaptaron este vocablo con la presencia salvadora del Hijo de Dios.
En Jesucristo, Dios se ha revelado para acoger, preservar y salvar a su Pueblo y la humanidad. Su venida desde antaño estaba anticipada en las Sagradas Escrituras, como se constata al pie de la letra en el Libro de los Números 24, 17: “Lo veo, aunque no para ahora, lo diviso, pero no de cerca; de Jacob avanza una estrella, un cetro surge de Israel”.
Ya, en las epístolas paulinas atribuidas a San Pablo y redactadas en el siglo I, como corpus de escritos representativos del cristianismo paulino que acabaron por completar el canon bíblico, hacen referencia a la entrada de Cristo como el emperador que comparece para instalarse en su reino, en latín ‘adventus’, el Tiempo de Adviento como introducción a la Navidad. A partir de esta acepción, la expresión ‘Epifanía’ se implementó en Oriente para subrayar la prueba de Cristo en la carne, dándose a conocer a diferentes personas y en diversos momentos.
Ciñéndome sucintamente en los orígenes de la ‘Epifanía’ como fiesta luminosa del Señor, es preciso echar una mirada a la Iglesia de Oriente, en contraste con el Viejo Continente, porque el 6 de enero tanto en Egipto como en Arabia se celebra el solsticio, homenajeando al sol triunfante con reminiscencias míticas inmemoriales.
Epifanio de Salamina (310-403 d C.) escritor bizantino, considerado Padre de la Iglesia y defensor de la ortodoxia contra aquellas enseñanzas heréticas, durante la dificultosa época del cristianismo que le siguió el Concilio de Nicea (20-V/19-VI del 325 d C.), comenta que los paganos festejaban el solsticio invernal y el incremento de la luz, justamente a los trece días de producirse esta variación. Conjuntamente, Epifanio incide en la realización de una ceremonia suntuosa en el templo de Coré.
En idéntica dinámica, Cosme de Jerusalén, detalla que los paganos dedicaron un sinfín de celebraciones antes que los cristianos con prácticas nocturnas en los que aclamaban: “la Virgen ha dado a luz, la luz crece”. Simultáneamente y desde mucho antes, corrientes paganas honraban en esa misma fecha otras dedicatorias con el mismo nombre, como ocurría en Grecia el 6 de enero en honor de Dioniso, dios de la fertilidad y el vino; o en Alejandría, la noche del 5 al 6 de enero, para revivir el nacimiento de Aion o Eón, dios supremo e imparcial del tiempo eterno y la prosperidad, no teniendo comienzo ni final.
Entre los años 120 y 140 d. C., sectas judías y cristianas trataron de cristianizar estas fiestas oficiando el ‘Bautismo de Jesús’. Manteniendo la ideología gnóstica, los cristianos de Basílides enaltecían la ‘Encarnación del Verbo de Jesús’ cuando fue bautizado. En tanto, que Epifanio intentó otorgarle más agudeza cristiana, divulgando que Cristo demuestra ser la auténtica luz y los cristianos rememoran su natividad.
Además, en épocas remotas, la ‘Epifanía’ se encaja en una de las liturgias cristianas establecida a fines del siglo III (201-300 d. C.) y a lo largo del IV, en distintas iglesias orientales.
En la misma tesitura que la ‘Navidad’ de Occidente, la ‘Epifanía’ emerge en Oriente, como réplica de la Iglesia al suceso solar pagano que pretende reemplazar, pasando a denominarse ‘Hagia phota’, la ‘santa luz’.
Si bien, Jesucristo brilla en distintas situaciones, la Iglesia exalta tres eventos convenientemente como epifanías: la ‘Epifanía de los Magos’ contada en el Evangelio de San Mateo 2, 1-12; la ‘Epifanía de San Juan Bautista en el Jordán’, narrada en San Mateo 3, 13-17; y, por último, la ‘Epifanía de los discípulos y comienzo de Su vida pública con el milagro de las Bodas de Caná’, descrita en San Juan 2, 1-12.
En los inicios del siglo IV, la conmemoración aglutina en una única recepción los episodios anteriormente mencionados.
Después, en Roma, la recapitulación de aquella triple Epifanía se dispuso en tres jornadas litúrgicas características: primero, el 6 de enero, para despertar con la aptitud de los Magos el llamado de todas las naciones a la fe, manteniendo el nombre de ‘Epifanía del Señor’; segundo, el 13 de enero, ‘Día Octavo de la Epifanía’ se ofrece el Bautismo de Jesús; y, tercero, el domingo consecutivo al susodicho, se pormenoriza lo que Cristo hizo de sí mismo en el ‘Signo de Caná, el primero de sus milagros.
Por esto mismo, la ‘Epifanía’ encuentra en Occidente un fuerza típica: Jesús, nacido en Belén, se exhibe a los paganos como el Salvador, siendo admirado por los sabios que vienen de Oriente a adorarlo y contemplarlo como Rey mesiánico, el gran Rey que era aguardado y había de establecer el reinado divino.
No ha de soslayarse, que en la amplia mayoría de culturas circundantes, la utilización del poder de los gobernantes, se vinculaba a las facultades o cualidades determinadas de éstos. La apertura como rey en sus desempeños, estaba singularizada por un protocolo que manifestaba las competencias especiales del soberano. Para ser más exactos, en el Antiguo Testamento se reitera la praxis de elección de los gobernantes a través de la unción.
Tómese como ejemplo los dos primeros reyes de Israel, Saúl (1075-1007 a C.) y David (1040-966 a C.) ungidos por Samuel (1100-1010 a C.) a petición de Dios. Igualmente, el heredero de David, su hijo Salomón (988-928 a C.) fue proclamado por el profeta Natán en el torrente Cedrón y desde allí ascendió a Jerusalén en la mula de su padre, como nuevo rey de las doce tribus de Israel. De esta forma, la población tuvo conocimiento de quién era el rey legítimo.
Queda claro, que los signos del rito eran en toda regla una Epifanía del sucesor elegido.
En otros lugares como Egipto, los nuevos mandatarios debían transitar por costumbres y prescripciones mortuorias, hasta reaparecer recubiertos de grandiosidad y dejar de ser tratados como simples mortales.
La ‘Epifanía’ que actualmente solemnizamos abraza los rasgos de la presentación de un Mesías, aunque no directamente vinculada al gobierno de Jerusalén. De hecho, en el oro, incienso y mirra se evidencia el simbolismo propio de quién y para qué, se manifestó Cristo.
El oro, aquilata la dignidad regia, el descendiente de David prometido por los profetas; el incienso, la naturaleza divina, porque nos estamos refiriendo al Hijo de Dios entre nosotros; y la mirra, como fragancia suave que dignifica a Jesús como el Mesías y la condición mortal, con el papel determinante que su Muerte deja en el plan de la Salvación.
En consecuencia, quedando en pausa el cierre de la primera parte de este texto que prosigue en otra narración, deja a expensas del lector una reflexión sosegada y serena sobre la ‘Epifanía del Señor’, de indudable cuño cristiano que realza la virtud moral de la generosidad, al compartir y transmitir la universalización de la Salvación encarnada en el Niño Dios, en nuestros días, visibilizada en la impronta imborrable de los Santos Magos de Oriente.
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