Enrique Remartínez nació en 1958, cree que en el Hospital de la Cruz Roja, porque en aquella época cuenta que la gente ya no venía al mundo en las casas. Con un padre médico –de casta le viene al galgo-, su madre bastante tenía con hacer las labores de la casa teniendo en cuenta que eran, en total, ocho hijos los que llegó a tener el matrimonio, e incluso su padre luego tuvo dos más.
El caso es que a Enrique le habría gustado ser hijo único y tener su propio cuarto, pero, en una casa con tres dormitorios en la calle Teniente Coronel Seguí, junto al Parque Hernández, uno de ellos era para sus progenitores y los otros dos, uno para los cuatro hermanos y otro para las cuatro hermanas. Las camas, recuerda, se abrían de la pared.
Pese a la cantidad de niños en la casa, Enrique nunca jugó mucho con ninguno de ellos, porque la segunda era una niña y sus gustos eran “completamente distintos”, mientras que los varones eran bastante más pequeños que él, con lo que la edad era el obstáculo.
En el colegio La Salle lo pasó muy bien y tiene muy buenos recuerdos, con grandes compañeros y unos profesores –unos religiosos y otros seglares- que eran todos “en general, buenos”. No es de aquéllas personas a las que le quedara trauma del colegio pese a que en ocasiones los maestros, recuerda con una sonrisa, les daban guantazos o les pegaban con la regla. “No tengo trauma como ahora, que a un niño le chillan y le da una depresión. Estábamos criados de otra manera”, asume con nostalgia.
En La Salle, además, donde cursó desde párvulos hasta Bachillerato, formó parte del club de natación desde que tenía cinco o seis años. Al principio se entrenaban en el instituto y, cuando se hizo la piscina del colegio, se pasaron allí, incluso en años durante los que, en invierno, la piscina permanecía descubierta, con lo que hacía mucho frío. Un grupo de cuatro o cinco compañeros hacían gimnasio y más piscina, de noche, a la salida del colegio. Un año acudieron a un campeonato de España de natación para infantiles.
Y, como si el agua fuera su líquido elemento, también practicó vela con los cadetes en el Club Marítimo, adonde sí metió a sus hermanos, quienes solían acompañarlo a navegar.
Lo que predominaba en aquella época, hasta que Enrique cumplió los 13 ó 14 años, era jugar al fútbol en la calle, o también la visita diaria al parque, y “anecdóticamente” acudía al Club Marítimo o a La Hípica.
Eran tiempos en los que, a la salida del colegio, él y sus amigos iban a ver a las niñas cuando salían del colegio del Buen Consejo, en lo que hoy en día es la UNED. Aunque Enrique las califica como “novias virtuales” porque apenas las divisaban de lejos, para él se trataba casi de otro deporte.
Y más cosas, como las motos. De adolescente le gustaban mucho y practicaba motocross, trial, esas cosas… Hacía carreras con sus amigos en la Explanada de San Lorenzo o en un circuito que realizaron en La Purísima con Pepe Tello y mucha más gente. Confiesa que se lo pasaban muy bien y que “eran tiempos muy divertidos”.
En aquellos tiempos, cogían la bici o la moto y cruzaban a Nador sin problema. Él no tenía carné, pero poco importaba: iban por el camino de carros y salían del chalé del padre de Enrique o de otro próximo a la frontera y atravesaban Yassine “diciendo buenos días y se acabó”. O también, en la actual frontera de Beni Enzar, donde empieza el puerto marroquí, pasaban por un terraplén y entraban en La Bocana, en lo que se conocía entonces como la playa de Miami, y la recorrían en moto, o se quedaban tumbados por allí, o hacían lo que querían y volvían cuando les daba la gana.
Si iban en bicicleta, solían pasar por el río de Oro, igual que por Yassine, dando los buenos días. “No había frontera. Era otra cosa”, cuenta.
No podían faltar, cómo no, los guateques y los primeros bailes con esa pandilla de niños de 14 ó 15 años que era “muy divertida”. Los organizaban bien enfrente del colegio de las monjas, bien en casa de alguna amiga, o bien en lo que era Intendencia, porque el padre de una de sus amigas era comandante o coronel, no recuerda bien. También estaban las verbenas de La Hípica y del Club Marítimo.
Cuando, en 1975, le llegó el momento de estudiar el último año antes de la universidad, lo que entonces se conocía como COU, se marchó a Zaragoza. La razón hay que buscarla en que su padre, quien vino a Melilla con cuatro años, era maño. Siguiendo la tradición familiar, que, con él, es la cuarta generación de médicos –desde su tatarabuelo-, Enrique se quedó en Zaragoza a estudiar Medicina, por lo que en total permaneció allí siete años.
Los siguientes cuatro años los pasó en Granada haciendo radiología. Después estuvo varios meses en Estrasburgo y, nada más regresar a España, Enrique emprendió camino a Buenos Aires. Enrique dio “mil vueltas”, porque también estuvo en Florida, en Berlín o en París. “Mil sitios haciendo formación”, resume.
Excepto cuando se fue a la Argentina, nunca dejó de venir a la ciudad, sobre todo por vacaciones, por lo que Enrique nunca se desligó del todo de Melilla. Eso sí, para quedarse definitivamente no vino hasta 1989, es decir, 14 años después de su marcha a Zaragoza a completar sus estudios.
En ese momento, notó muchos cambios, y, aunque “la vida antes era mucho más divertida que ahora”, en el cómputo global Enrique piensa que la ciudad ha ido a mejor. Así lo describe él: “Un paso atrás para coger impulso. Melilla tenía muchas cosas buenas y muchas cosas malas. En el mundo infantil, idílico, que uno tiene cuando se dedica a jugar todo el día sin problemas, Melilla era ideal, pero indudablemente había muchos más problemas que ahora en cuanto a infraestructuras, la posibilidad de viajar o la cobertura social de la gente”, admite.
Frente a lo que había en los años 50 y 60, cuando cuatro hermanos en un dormitorio era lo normal –incluso en familias de clase media-alta como la suya-, “ahora, en cada familia de clase media, casi cada niño tiene una habitación y hace deporte de 40 clases”, anota. Melilla es hoy, asegura, “una ciudad mucho más moderna, más habitable de lo que era aquella”, y, rememorando su infancia, con varias piscinas cubiertas.
“Melilla ha mejorado muchísimo con los años. Es otra ciudad y, puestos a elegir, te quedas con la actual aunque añores la Melilla antigua, la juventud y todo eso”, ratifica.
Así pues, tiene Enrique lo que denomina “una nostalgia comedida”. Consciente de que se lo pasó muy bien, pero de que no todo el mundo disfrutó lo que pudo disfrutar él.
De cualquier manera, y aun prefiriendo la actual, admite que Melilla era “una ciudad estupenda” donde se lo pasó “genial” y donde “a la hora de hacer pandilla no había clases sociales”. Eran todos, dice, “amigos de cualquiera, de cualquier religión o credo” y, a diferencia de lo que sucede hoy, cuando es “otra ciudad”, todos se conocían entre sí.
En conclusión, aunque cada época tiene sus puntos positivos y negativos, Enrique opina que “Melilla está mucho mejor ahora que antes”. Y no cree que sea cosa sólo de la ciudad autónoma, sino algo que alcanza a todo el país. Un ejemplo, las comunicaciones: “Cuando yo estudiaba en Zaragoza, venir a Melilla era un calvario. Si venías en Semana Santa a pasar tres días, tenías que viajar tres días antes. Ahora no tiene nada que ver: te subes al AVE en Málaga y en cuatro horas estás en Zaragoza”.
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