El panorama, aquejado (para bien) por el curso de la vida con sus avances, estancamientos o retrocesos y tan inapelable e impasible, es de tal polarización impuesta que raramente pueden encontrarse puntos de coincidencia fruto de una muy atildada bronca sostenida. Llevar la contraria no es tanto una cuestión de convicciones como de postureo ideológico cuyo fin último y primordial son las razones del poder, ese o que se tiene o que se aspira a tener.
La memoria, sobre todo en política, la interesada, es tan difusa y tenue que ha pasado a ganar muchos enteros de dominio en los terrenos de la irrelevancia. De ahí la panoplia de protagonistas en la vida pública que sin dejar indiferentes por tantos chirridos (unos más que otros) son en su mayoría intrascendentes para el bienestar común. Eso sí, ruido todo el que se quiera y para todos los gustos. Claro, que hay muchas excepciones, pero no producen estridencia.
En este tiempo excelso en eso de “llevar la contraria” a la otra orilla y justificado como ideología y llevada tantas veces hasta lo tragicómico, ella es la garantía, el aval, ante el préstamo que los líderes recibieron de sus seguidores y sobre todo los aduladores incondicionales. Frente a cualquier grieta interna que permita la entrada de luz ajena y complementaria se imponen el argumentario y la soflama que los hornos de dirección obran con denuedo y oportunidad. Y así, dependiendo del bando que fuere, todos y todas dicen lo mismo tras el pronunciamiento de quien lidere en su éxtasis de supervivencia.
Vestidos diferentes portavoces con trajes que con tanta frecuencia no les corresponden y menos se les ajustan, ungidos de aceites de gloria que tantas veces le es esquiva más allá del momento chirriante, urden, tras el visto bueno de la jefatura, el discurso para basarlo, sobre todo en la antítesis. No la contraposición con argumentos distintos pero que puedan recoger ideas de común compartición, no, la contraria radical. Lo negro ante lo blanco y viceversa, sin matices. Se trata, puede, no de convencer sino de vencer y, a ser posible de destruir y hacer desaparecer.
Viene al caso que, pongamos, si el presidente del Gobierno no se hubiese tomado unos “días de asuntos propios” para parar y pensar, los contrarios le hubieran afeado no haberlo hecho en pro de la reflexión imprescindible. Podría ser.
O, en otro orden de cosas, la “falta de oportunidad”, cundiendo el ambiente como cunde, al suprimir el Premio Nacional de Tauromaquia casi a sabiendas que se podría ideologizar por la otra parte (como parece ha sido) por encima de la salvaguarda de una tradición.
Tradición puesta en cuestión por mucha gente, puede que la mayoría, y que la ve como tortura animal más allá de la liturgia llamada cultural. Hay tradiciones que es necesario combatir desde la concienciación y la sensibilidad y en esta, en la taurina, brotan arraigos y entendidos como por ensalmo con demasiada apariencia de pose política recurrente. Concienciar más que suprimir, en ello las nuevas generaciones tendrán la palabra.
La competencia, la competición, en sí es buena cuando los que se encuentran son rivales, no enemigos. De ser los segundos, el desencuentro, dado por bueno y hecho, excluye de antemano cualquier esperanza de acuerdo. Poco parece tenga que ver con ese patriotismo de quienes dicen emanar por sus poros y menos de la búsqueda y protección del interés general. Difícil es de entender que quiera tanto a la patria y al mismo tiempo se le someta a una constante tensión para que corra el riesgo de acabar degenerándose.