Opinión

Encuentro

NO hay periodo de tiempo en el que el encuentro se vea más en su cisma. El encuentro de verdad, el sincero, el que nada tiene que ver con el interés político o comercial, términos entre lo que la fina línea que los separaba apenas ya es visible. La Navidad, luz de la esperanza, caudal de sentimientos y emociones, es sinónimo de acercamiento, aproximación. Pero esa invitación a la cercanía se topa también con el rencor y el resentimiento.

Que esa magia indescifrable, ese bello misterio que envuelve a la Navidad y que circula libremente por todos los confines no consigue permear en quienes han hecho de su razón de vida la intolerancia, también es una realidad; es la incapacidad de perdonar, como con frecuencia “atuendo” que persigue el respeto, sino el temor, del vasallaje. No ya aceptar la reconciliación en tantos espacios que lo necesitan y que de su negación hacen pura injusticia, sino a la razonable empatía en su desprecio solo consigue agriar las vísceras de quien o quienes las rechazan.

Siempre preferirán la crispación como alimento de ese odio al que le creen necesario e, incluso, identitario. Nunca le faltarán alientos en esa corte de sumisión en la que nunca se cuestiona y siempre se aplaude, incluso la iniquidad.

Esa generosidad, que la Navidad suele alumbrar, sirve para recordar aquello de “quien da no debe acordarse, quien recibe no debe olvidarse nunca”. Pero claro, la condición humana conlleva también el empecinamiento y la soberbia y frente a esto no hay estrella de Belén que le supere. Hacia un año que acaba, la Nochebuena, la Navidad, son el regreso y la memoria acentuados. Volver a casa, volver a alguien o tan solo volver a comunicarse unos instantes, aunque sea por una de las vías que la tenaz tecnología ofrece.

Lo que quedó atrás acecha a lo cercano y contamina lo venidero, sin duda al haber testigos que de forma pertinaz lo recuerdan, pero no hay afrenta que no pueda sucumbir a un “lo siento” que, aunque pueda ser derrotado, no debe infundir rencor. Al fin y al cabo somos lo que nuestras emociones dictan y ellas son para quienes creemos merecen, importancia o indiferencia las determina la inteligencia. La conciencia, aquella que hace balance en el silencio, es contable de cada cual y suele pasar factura.

En este recuento de sentimientos que la Navidad pergeña, de ahí su condición de universal, este bello enigma que, aunque basado en la tradición, abraza por doquier, se combate y pone a prueba nuestra resistencia a la estupefacción que distintas trágicas circunstancias que en el mundo sacan musculo. A fuerza de tan aguda tragedia no puede ir creciendo la insensibilidad.

Todos, cada uno de nosotros y nosotras, tenemos un niño dentro que, aunque mutó, el espíritu de sus necesidades, ilusiones, tristezas y alegrías permaneció. Nunca dejemos de sentir por el sufrimiento de la infancia, de aquella que nació en un pesebre y hasta nuestros días en medio de una huida, de la intolerancia y la codicia pero con un rotundo y grandioso mensaje. Al no perder jamás esa sensibilidad la esperanza no se dará por perdida, hay demasiadas injusticias.

Todos tenemos un entorno, con sus carencias y disposiciones, el mundo que vivimos nos acerca y nos hace olvidar a la vez raudamente al de los demás, por muy lejos que se hallen. Más allá de las felicitaciones al uso de los grupos o el directorio de whatsapp o similares, una mirada, un gesto de generosidad, por supuesto la compasión o la identificación con el otro seguirá haciendo el milagro para que la Nochebuena y su trasiego a la Navidad, siga teniendo como componente más poderoso, el encuentro. Así, ese primoroso milagro llegará y puede que se expandirá cada solsticio de invierno.

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