De entre las muchas anécdotas que se le atribuyen a Napoleón Bonaparte, escuché en una ocasión durante una conferencia una de ellas la cual me llamó poderosamente la atención, más que por la historia en sí, por la moraleja extraída de ella. Se cuenta de él que antes de convertirse en el personaje conocido por todos, huía a la desesperada de sus enemigos que querían darle caza. En su huída, el joven Napoleón se topó con una casita en medio de la nada donde encontró refugio a manos de un señor que allí vivía. Napoleón se escondió bajo una pila de mantas de lana tejidas artesanalmente por este hombre intentando así salvar su vida. Los soldados entraron en la casa, buscaron y buscaron, e incluso iban clavando sus bayonetas por donde podían, y esta pila de mantas no se salvó tampoco de las afiladas lanzas. Desistieron de su búsqueda y se marcharon. Salió Napoleón de entre aquellas mantas al borde de la muerte, exhausto y con apenas aire para poder seguir respirando. Tomó fuerzas y se repuso para poder seguir su camino.
Años más tarde y convertido ya en el Napoleón por todos conocido, visitó junto a un batallón de soldados a aquel hombre que años atrás salvó su vida.
¿Me recuerdas? ¿No te acuerdas de mi? Soy aquél joven perseguido al que salvaste la vida hace años. ¡Gracias a ti hoy estoy aquí! ¡Soy el hombre más poderoso del mundo! ¡Pídeme lo que quieras que te lo daré! El hombre no salía de su asombro y al cabo de unos segundos reaccionó. ¡La verdad, sí que quisiera algo! ¿Qué se siente cuando la muerte está tan cerca? Napoleón no daba crédito a lo que estaba escuchando y enfurecido le contestó: ¿Pudiendo pedirle al hombre más poderoso del mundo cualquier cosa esto es lo que me pides? ¡Una pregunta! ¿Acaso dudas que te lo pueda dar? ¡Es un insulto! Hizo que arrestaran al hombre y que fuera conducido a un calabozo donde su ventana daba al patio de ejecuciones. Allí mismo ordenó que se construyera una horca y durante tres días que duró dicha construcción, el reo fue obligado a ver su destino, haciéndole saber que finalizada la horca, su cuello sería quien la probara. Llegó el día y el hombre fue conducido hacia la horca. Colocada en su cuello y ajustada perfectamente, el verdugo le pregunta: ¿Con los ojos tapados o prefiere ver? ¡Quiero ver! Y cuando los tambores redoblaban, Napoleón gritó: ¡Alto! Se acercó al compungido hombre y acercándose al oído le susurró: ¡Esto es lo que se siente cuando la muerte está tan cerca!
No sé si esto llegó a ocurrir realmente o no, es una de tantas historias que sobre este personaje se cuentan. Lo cierto es que poco importa si ocurrió o no porque lo realmente importante es la moraleja que de ella extraemos, la cual deberíamos aplicar como máxima en nuestra cuestión. Políticamente hablando, calzarse los zapatos del prójimo haría de la clase política servidores más sensibles respecto a las necesidades ciudadanas. Este tendría que ser el ideal político y / o político ideal, que no son lo mismo aunque lo parezca pues lo primero hace referencia a los ideales, metas o aspiraciones que buscan de forma intencionada la perfección. Mientras que lo segundo hace referencia a la propia persona del político. En definitiva, Napoleón “nos enseña” el ideal de la gestión política, aquella que sabe hacer suya la necesidad real de la sociedad.
Si bien es cierto que del dicho al hecho hay un gran trecho, parafraseando el refranero español, no es siempre posible llevar a la práctica aquello que se promete, sí que lo es el intentarlo. La historia política de todos los países está lamentablemente repleta de promesas incumplidas, muchas de ellas por omisión y otras tantas porque verdaderamente no se calcula la posibilidad real de llevar a la práctica con los medios al alcance dichas promesas. En síntesis y para terminar, lo haré con un dicho Talmúdico el cual reza así: “No hagas al prójimo aquello que no te gusta que te hagan a ti”, por ello y “calzando los zapatos ajenos” quizás calcular más y mejor hasta donde puede la clase política prometer, nos permitiría no incumplir esta máxima la cual viene a decirnos básicamente: Señores políticos, procuren no prometer aquello que sinceramente no hayan sopesado bien y despejado cualquier posibilidad de incumplimiento. Esto no asegura cumplir lo prometido pero sí que la promesa no sea un frágil castillo de naipes.
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