Hace unas semanas veíamos en los Medios de Comunicación el dilema que tenía el pueblo americano sobre el candidato al que debía votar en las nuevas elecciones presidenciales. Mientras una parte de ciudadanos demócratas observaba con desilusión que el fantasma de Donald Trump no había desaparecido del panorama político, otra parte le aclamaba como su líder salvador. No es fácil, pues, entender esta dicotomía política en la que se ve inmerso este país, acostumbrado a salir adelante de situaciones convulsas e intrincadas, creadas por sus líderes políticos, y que ahora vuelve a estar dividido, porque el que fuera presidente de este país durante cuatro años, se ha presentado de nuevo como candidato a la presidencia, tal y como lo había anunciado, y ha salido vencedor, a pesar de ser un personaje conflictivo, pues es conocido en todo el Planeta más por su paranoico e irreflexivo proceder, que por sus plausibles y encomiables actuaciones. De entre todos los presidentes estadounidenses que conocemos, Donald Trump es, sin ninguna duda, quien se lleva la palma por la controvertida gestión realizada en la política interior y exterior de este país y porque ha sido también el presidente americano que menos tiempo tardó en llevar a cabo sus irracionales promesas electorales, en su primer mandato como presidente, debido a la inaudita tozudez que le convierte en un ser peligroso. El inusitado y extravagante paroxismo de este magnate de las finanzas, que no estadista, ha sido uno de los mayores problemas al que se enfrentó el pueblo americano, al elegirle presidente hace ocho años. Recordemos cómo al día siguiente de su toma de posesión como presidente de los Estados Unidos de América, el 20 de enero de 2017, comenzó a ejecutar los primeros cambios como inquilino del despacho oval, firmando sus primeras normas dictatoriales, tan desatinadas como arbitrarias, y tan insólitas como irreales. entre las que destacaban la anulación en la Casa Blanca de la web en castellano que, de la noche a la mañana, dejó de funcionar, a pesar de que los latinos representan el 17% de la población estadounidenses, y que el director de la RAE expresara de inmediato su indignación por esta medida tan arbitraria y desacertada, impropia de personas de talante democrático, y tan ultrajante para la importante población de habla hispana en los Estados Unidos , y con el descontento mostrado por la mitad de la población americana. Sin embargo, Donald Trump siguió en sus trece, porque su capacidad intelectual es tan corta y tan obtusa, que no le permitió reconocer el craso error que había cometido.
Hechos insólitos, que muestran la obsesión, la intransigencia y la insensatez de este nuevo iluminado— como él se cree—, cuyas consecuencias políticas han sido funestas para la Unión Europea y para algunos países iberoamericanos, de los que algunos de sus líderes políticos han abanderado también la llama del fanatismo atizando el odio visceral y la falsedad, el embaucamiento y la manipulación, para conseguir sus fines, porque han hecho del oficio sagrado de la Política un lodazal, donde prolifera el despotismo, la hipocresía y la mentira, justificados por la locura de creerse los auténticos y únicos salvadores de sus países, actitud que pone en peligro la estabilidad del Planeta.
Es obvio que ese excéntrico modo de actuar de Trump no fue una quimera, sino una realidad que se prorrogó hasta el final de su mandato, cuando los estadounidenses le dieron la espalda en las elecciones del 2021 y le hicieron volver a ocupar la ostentosa y hortera vivienda del ático de la torre Donald Trump— un apartamento adecuado al lujo y boato que exige un multimillonario tan extravagante como él y tan decimonónico como lesiva y antisocial es su política— y salir de la Casa Blanca, desde donde él dirigía el país a su antojo, como si se tratara de su cortijo privado.
Es evidente que en su mente solo hay tres objetivos: el poder, la egolatría y la ambición. Y lo vimos claramente tras ser derrotado en las elecciones del 21, cuando intentó por todos los medios aferrarse al estigma del orgullo, tan peculiar entre los tiranos— pero de manera contumaz y obsesiva en él—, que le obligó a abandonar la Casa Blanca. Por eso montó ese espectáculo tan chabacano, peligroso y antidemocrático, como el que tuvimos la desgracia de ver durante semanas, en el que la vergonzosa actitud de sus exaltados seguidores en las calles esgrimiendo la mentira de fraude electoral proclamándole vencedor de esas elecciones, y el asalto al Capitolio, son los protagonistas de esta insólita comedia “trumperiana”: uno de los mayores reality show a lo Donald Trump, en el que aparecía ante la chusma enloquecida de sus admiradores como el chivo expiatorio de un juego sucio, la víctima de una conspiración de los demócratas, que él, por méritos propios, no se merecía, porque era el Salvador de América y el único que podía salvarla, puesto que, según él, había salido milagrosamente vencedor del Covid- 19.
Esta fue la artimaña más deleznable que un político puede utilizar para difamar a su contrincante y desprestigiarle. Un verdadero estadista en su sano juicio no recurre a tal argucia. Pero Trump ni es político, ni estadista, ni está en su sano juicio. Incapaz de asimilar su fracaso con el talante y denuedo que corresponde a la persona que ha sido derrotada legal y democráticamente en las urnas, ha seguido aferrado a ese sinsentido manifestando durante cuatro años que hubo fraude y un complot para derrotarle, hasta que en estas recientes elecciones ha salido elegido presidente. Pero en esta ocasión, cambió su estrategia mostrándose apaciguado y hasta conciliador, pero se ha rodeado de multimillonarios y personajes polémicos y poco ortodoxos, a los que ha elegido para que le ayuden a llevar a cabo las ideas que tiene, y poner en marcha su polémico programa político.
Pero es evidente que una persona con ideas políticas tan desacertadas como irreales y tan antisociales como peligrosas no merece ser el líder de los norteamericanos, ni tampoco el de otro país. Tengamos en cuenta que negó el problema del Covid-19 y niega el cambio climático, que es enemigo visceral de los migrantes, porque es racista y xenófobo, se opone al aborto, al reconocimiento de la diversidad sexual expresada por el colectivo del LGTBI, está en contra de un sistema sanitario justo y para todos, un hecho que una gran mayoría de los americanos no están dispuestos a consentir ni a seguir viendo cómo aumentan los problemas internos en su país, cómo se desprecian los derechos humanos, pero— y esto es lo que más les preocupa— cómo un personaje tan veleidoso y controvertido, tan fanático y agresivo puede seguir siendo su líder, mientras el mundo pide indignado y a gritos que deje de predicar el odio, la violencia y la segregación, que no lidere el fanatismo y deje de inocular veneno en sus discursos patrióticos, que no se aferre a la mentira, que abogue por la paz y haga que disminuyan las armas, para que las guerras no sigan originando tantas víctimas y dejen de causar tanto daño y dolor.
Pero como su cuadriculada cabeza de dictador le aconseja la violencia, y no admite todo eso que tanto preocupa a los demócratas, y su orgullo es incapaz de asimilar que la Casa Blanca no es de su propiedad, sino del pueblo americano, nos preguntamos con inquietud qué es lo que sucederá en estos cuatro años de mandato que nos esperan. No es difícil adivinar que seguirá en sus trece. Ojalá me equivoque. Pero estoy seguro de que hará todo lo posible para llevar a cabo su polémico y disparatado proyecto político y de que saldrá aún más engrandecido y poderoso tras enfrentarse a la Justicia, de la que se librará gracias a las hábiles artimañas de las que se vale y se ha sabido valer para volver a ser de nuevo el presidente electo de los Estados Unidos.
Que Dios salve al pueblo americano, que le ayude a soportar a tan grotesco y caprichoso personaje, porque sobrellevar diariamente su paranoia requiere grandes dosis de paciencia, y está claro que la paciencia no es infinita.
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