Opinión

El plan de repliegue progresivo que acabó por quedar en papel mojado

Un año más tarde de la caída de Kabul y de la instauración del Emirato Islámico de Afganistán, por aquel entonces, el país despuntaba en el fracaso y la frustración de dos enclaves que a duras penas venían resistiendo una inminente toma, me refiero a Jalalabad y Maidan Shahr. Esta última habría sido rendida jornadas antes, pero resguardada in extremis por una contraofensiva de fuerzas progubernamentales de cara al acuerdo de rendición.

Lo cierto es, que tras menos de veinticuatro horas desde el retroceso de la milicia KDF, los talibanes ingresaban en la ciudad de Khost dirigiéndose a la prisión. Al mismo tiempo, se ocasionaba la pérdida de Bamiyán, capital de la provincia homónima, al Oeste de Kabul, afamada por sus budas monumentales devastados por el régimen talibán y rehechos en 2001 tras la invasión.

Posteriormente, se acometería la Base Aérea de Bagram, al Norte de Kabul y la capital de su región, Charikar. Poco después, se contendría la fuga de líderes locales de Mahmud-i-Raqi al Norte de Kabul.

De esta manera, en tan solo nueve días la organización militar islamista deobandi de Afganistán se hacía con su capital número treinta y el Ministerio del Interior afirmaba que los talibanes habían penetrado en Kabul. Lo que rápidamente se contradijo con un comunicado confirmando que no iban a abordar la capital por la fuerza, dando paso a una transición ordenada. Entretanto, el líder del parlamento afgano y un grupo de dirigentes políticos escapaban a la República Islámica de Pakistán.

Y cómo no, el Aeropuerto Internacional de Kabul se atestaba de arriba abajo de personas despavoridas y atemorizadas, así como se formaban interminables colas ante las embajadas y bancos. Minutos después, una representación talibán comparecería en el Palacio Presidencial para convenir un gobierno de transición que, a la postre, se contradeciría. Asimismo, tras el motín del día anterior, el Centro de Internamiento Nacional era abordado para lograr la puesta en libertad de sus incondicionales.

Simultáneamente, se verificaba el desmoronamiento de la Base Aérea de Bagram de primer nivel para los estadounidenses y en cadena, la capital de su región, Charikar. Transcurridas algunas horas, desde las provincias de Nuristan y Panjshir llegaban informaciones de su entrega.

Y entre tantos reportes mezclados con acusaciones, se conocía la desaparición inminente del Presidente Ashraf Ghani Ahmadzai (1949-73 años) hacia Tayikistán. Obviamente, esto podría apuntar que la negociación con la delegación talibán para constituir un gobierno de transición conjunto se había malogrado. Los talibanes ratificarían la toma de la capital de Nuristan, Parun, a continuación de la salida de Ashraf Ghani.

Corroborada la ausencia del gobierno y el vacío de seguridad cuestionado por los talibanes, éstos se adentrarían en Kabul y se acondicionaría el anuncio del futuro régimen, como su forma y plazos determinados. A las pocas horas se constataría la ocupación del Palacio Presidencial, mientras el escenario en la vía pública se erosionaba y EE.UU. exigía que no se aglomerasen en torno a la Embajada y el aeropuerto. Si bien, más adelante esta indicación se suprimiría.

En la última etapa el aeropuerto de Jalalabad también cayó. Con Kabul, ya eran ocho las localidades interceptadas el día 15/VIII/2021, rebasando la marca del día catorceavo. Tan sólo el valle del Panjshir estaba fuera del control talibán, contrastando el único reducto dada su complicada topografía, permitiendo su retraimiento, aunque una capitulación podría relativizar la trascendencia de Panjshir.

Ashraf Ghani, tras dirigirse a Tayikistán habría marchado a Omán, mientras su Ministro de Defensa se encaminaba a Emiratos Árabes. Si bien, según crónicas periodísticas, Ismail Khan (1946-76 años) desde Herat se habría dirigido a Irán.

Los talibán manifestaban que no entreverían ningún riesgo para los extranjeros en plena evacuación y, tras acceder al Palacio Presidencial eliminaban las banderas de la República de Afganistán. Esa madrugada iba a ser bastante agitada en el aeropuerto tras la cancelación de vuelos comerciales y la intervención norteamericana, con disparos al aire, carreras y algunos muertos entre la muchedumbre pretendiendo alcanzar un avión, incluso encaramándose sobre el fuselaje. Y desde el destierro, Ashraf Ghani, en un comunicado admitía el triunfo talibán, aunque no lo valoraba legítimo.

Con la más que predecible proclamación del Emirato Islámico de Afganistán, acabaría una campaña de acoso y derribo que habría conseguido ganar la suma de las capitales en escasamente nueve días. Ahora, en un abrir y cerrar de ojos, el declive desenfrenado de Kabul a merced de los talibanes y la reinstauración de su gobierno, ponían el punto y final a dos décadas de progreso social y cimentación del Estado de derecho, pero el nuevo enigma residía en la hechura de la dirección que habría de llegar.

Un año más tarde y a pesar de los muchos conatos, nadie ha reconocido oficialmente al régimen talibán. Como tampoco se le ha combatido al grupo. Únicamente la épica resistencia en el valle del Panshir comandada por Ahmed Masud, el heredero del ‘León de Panshir’, Ahmed Shah Masud, concerniente a la dinastía combatiente con los talibanes, ha sido capaz de oponer resistencia.

En el reverso de la misma moneda, como protagonista contradictorio del control y mando talibán, se halla el ISIS-K, el Estado Islámico del Gran Jorasán o Estado Islámico de Afganistán, la filial del Dáesh en la comarca. Éstos han perpetrado varios atentados terroristas, el último de ellos consumado contra una mezquita kabulí que dejó decenas de fallecidos y heridos.

En estos últimos trescientos sesenta y cinco días, el pueblo afgano ha sido testigo directo de un encadenamiento de situaciones que han punteado infaliblemente el segundo paso por el poder de los talibanes.

Hay que comenzar proponiendo que la institución de un régimen de corte íntegramente radical, como era lógico a pesar de las cantinelas que proponían cierta inclusión; o el retorno de la policía religiosa con un severo sometimiento de los afganos en base a las más inexorables observaciones de los preceptos coránicos; ha de sumársele el cruento acosamiento contra las minorías, fundamentalmente, la chií de los hazaras; o el propio capricho de la naturaleza con terremotos catastróficos y abundantes sequías; o el quebrantamiento de la libertad de expresión y prensa con la reprobación a los disidentes y periodistas, son algunas de las principales evidencias que en este momento digieren quiénes allí residen.

Ni que decir tiene, que las divergencias del primer mandato talibán entre 1996 y 2001, y el presente, son prácticamente ilusorias. Las ideas, el modo de asignarlas y el punzón de gobernanza continúa siendo idénticos. Las detenciones improcedentes, más las torturas y ejecuciones sumarias contra opositores y críticos son métodos acostumbrados, pero la represión se ceba con las mujeres.

En el Emirato Islámico de Afganistán, las mujeres difícilmente practican sus derechos, ni los más esenciales. Y por si fuese poco, las niñas no tienen el más mínimo acceso a la Educación Secundaria. De hecho, es el único régimen de la aldea global que lo imposibilita, algo inédito en los tiempos que corren.

Además, con anterioridad a la toma del poder talibán los indicadores económicos seguían a la baja. La crisis epidemial que no cesa, sumado a la pérdida de confianza en el ejecutivo de Ashraf Ghani o el empobrecimiento radical del gasto militar proveniente del exterior, predispuesto por la retirada augurada de EE.UU. y la amenaza latente de seguridad, empeoraron el panorama económico.

Amén, que la irrupción de los fundamentalistas la trasladó directamente al colapso: más del 90% de los afganos padecen inseguridad alimentaria desde agosto de 2021 y millones de niños sienten desnutrición aguda.

Con estos antecedentes preliminares, el asalto final a la capital afgana formaría parte del último trebejo de ajedrez que puso Occidente, de cara al espejo de la frustración de lo que se inició como una misión de la guerra contra el terror, y que quiso convertirse en una tarea fracasada civilizatoria.

Sin embargo, el control de Kabul no supone la primera vez que el grupo terrorista interviene y se hace con la capital afgana. Toda vez, que son diversos los componentes que causaron esta facción política-paramilitar y es significativo tenerlos en cuenta para intuir adecuadamente la esencia talibán.

Así, durante más de cuarenta años, Afganistán se ha erigido en un tablero singular con elementos móviles de juego de las grandes potencias internacionales. Uno de los intervalos clave en esta partida geoestratégica fue 1979, momento en el que se originó el ingreso de la Unión Soviética en Kabul bajo el mandato del Presidente Leonid Ilich Brézhnev (1906-1982).

De este modo, se preveía la punta de lanza de la Guerra Fría (1947-1991) y una nueva escalada de tensión entre la URSS y Estados Unidos se cernía. Lo que se entabló como una acción consignada a conservar el control e influencia soviética en el país, se transformó en un conflicto que persistió diez años y supuso una maraña para los rusos: el repliegue de las fuerzas soviéticas ha sido históricamente conjugado con el procedimiento en que los estadunidenses abandonaron Vietnam.

De la misma manera, si a mediados de los setenta había comenzado una inclinación de redimir la pureza del islam asentándose en los matices fundamentalistas, en los ochenta, lo que engarzó a los estados fue precisamente la premisa de la eliminación de los soviéticos.

En esta realidad surgía Al Qaeda, como organización terrorista, paramilitar y yihadista, y con nombre que hace referencia a ‘fortaleza, cimiento y base’, en consonancia con un campo de entrenamiento de jóvenes muyahidines pensado para combatir contra la URSS, entre ellos, su líder Osama bin Laden (1957-2011). Los guerrilleros islámicos contaron con el apoyo incondicional y económico de Estados Unidos y Arabia Saudí, que no iban a consentir que un territorio con la importancia estratégica de Afganistán quedase en manos soviéticas. Es así, como los muyahidines ayudados por la CIA, la inteligencia saudí y los servicios secretos de Pakistán, consiguió en 1989 la retirada rusa.

Sobraría mencionar que el abandono de las tropas soviéticas dejó a las milicias islámicas envalentonadas, confiadas que no habían combatido por ninguno de los estados que les habían asistido, sino únicamente por Dios al que concedieron el triunfo. Justamente es desde instante cuando el andamiaje talibán empieza a tomar forma.

Una vez que los soviéticos desisten a Afganistán, el país encara una guerra civil en la que diversos grupos políticos bregan por el poder central. Y en esta coyuntura numerosos señores de la guerra se valen del entorno y tratan de lucrarse a costa de las disputas entre las tribus y etnias.

El marco que subyace queda fuertemente realzado por el vacío de poder, los muyahidines que habían combatido contra los soviéticos gradualmente se reforzaron, dando luz verde a una doctrina islamista modernista que objetaba tanto el desgobierno de aquellos años como el influjo occidental.

Sería en 1994, cuando en la provincia meridional afgana de Kandahar, este movimiento integrista heredaba el nombre oficial de talibán. Y años después, se hicieron con el dominio en Kabul, cabiendo destacar, que en principio estaban respaldados por el pueblo afgano cansado de discordias. Pero su praxis radical desenvuelta en ejecuciones públicas o la transgresión sistemática de los derechos de la mujer, predispuso su descrédito a nivel local, regional e internacional.

Sin soslayar, que las mujeres pasaron a estar totalmente postergadas a un papel engañoso en el hogar, porque tienen impedida cualquier tarea laboral o que tuviese cualquier vínculo con la educación.

Más de dos décadas más tarde, los talibanes marcan territorio con su vuelta al gobierno entre la evacuación enmarañada de las tropas norteamericanas y europeas. Tal vez, Occidente profundizó en algunas lecciones aprendidas de su hecatombe, pero los episodios más severos los están sobrellevando en el país bajo la segunda reproducción del Emirato talibán en Afganistán.

Con lo cual, la volátil situación del Emirato cumple un año de mandato sujetando las riendas del poder con mano implacable sobre un estado demolido, deshecho y desintegrado y golpeado por la sequía, la hambruna, la violencia y una crisis económica sin precedentes.

El anhelo de que la cúpula política talibana atenuase sus posiciones parece más distante que en ningún otro momento. La condescendencia brindada para los patrocinadores del régimen anterior todavía no se ha producido. Ni tan siquiera, el respeto hacia los derechos de las mujeres o las minorías étnicas. Los paladines del nuevo Afganistán han incrustado el país en un bucle viciado que lo ha reportado de regreso al régimen teocrático de 1996, con todo lo que ello significa.

Y es que, lo que el mundo contempla con estupor es el avasallamiento institucionalizado y sistemático de las mujeres. En estos doce interminables meses de asfixia colectiva e incrustados en una nebulosa cronificada, más de la mitad poblacional ha dejado de existir: contra todo pronóstico, la mujer retrocede para asemejarse a un objeto perdido que se compra o se vende, desecha y violenta a sus anchas.

De hecho, no son pocas las mujeres que han perdido cualquier atisbo de aliento, al ser conscientes de primerísima mano que otras han sido detenidas y torturadas, pero las manifestaciones prosiguen bajo la seña de identidad del pan, el trabajo y la libertad.

Las condiciones que circulan por este territorio fantasma es que para los talibanes el tiempo ni mucho menos ha transcurrido. Con la vuelta del Partido Talibán al poder, las mujeres vuelven a estar en el ojo del huracán en su versión más radical del Ministerio para la Promoción de la Virtud y la Prevención del Vicio, formando parte del organigrama general y cuyo designio es implementar la sharía por medio de la policía religiosa, la cual sale a las calles en la indagación de cómplices a los que les atraiga afeitarse, o beber, escuchar música, hacer deporte o rebatir su enfoque extremo del islam. Aunque, sobre todo, se procura mantener a la mujer apartada de la parcela pública.

Entre algunas de las prescripciones, so pena de prisión, castigo físico e incluso la muerte más atroz, vuelve a ser de obligado cumplimiento el cubrirse la cara, efectuar largos desplazamientos a solas o visitar parques en los días señalados para los hombres. Pero el arma arrojadiza más mortífera contra su futuro, sigue residiendo en escindir cualquier tentativa a la educación, porque las niñas tienen vedada la escuela secundaria y las mujeres el acceso a la universidad.

Conjuntamente, el ostracismo internacional es un peso que pasa factura, al no ser reconocido administrativamente el Emirato talibán, pese a docenas de contactos con estados de todo tipo y el recelo de que la República Popular China o los países del Golfo como Arabia Saudí, Bahréin, Emiratos Árabes Unidos, Kuwait, Omán y Qatar, estarían dispuestos, y cómo no, el estancamiento de los fondos para la ayuda humanitaria, sobre todo, Estados Unidos, que siguen desgarrando la economía.

La inflación del 80% ha catapultado cualquier intento o probabilidad de salir a flote económicamente. Fijémonos en estos tres detalles: primero, los mercados de Kabul están llenos de personas poniendo en venta sus patrimonios; segundo, el precio de los alimentos se dispara y muchos han perdido sus empleos y no tienen con qué vivir; y, tercero, los niños se llevan la peor porción porque alrededor de 14 millones tienen problemas de inseguridad alimentaria.

Recuérdese al respecto, que el Emirato Islámico de Afganistán es un país donde el 41% del conjunto poblacional tiene menos de 15 años, guarismo que confirma un infortunio sin parangón, al llevar a muchas familias a extremos insólitos, las cuales, no tienen más remedio que poner en venta a sus hijas, tal y como han revelado varias organizaciones humanitarias.

Para ser más preciso en lo fundamentado, el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia, más conocido como UNICEF, hace hincapié en que al menos “tres millones de niños sufren inseguridad alimentaria extrema y alrededor de un millón está en riesgo de morir por malnutrición severa”.

A la elevada tasa de mortalidad debido al hambre y la desnutrición, hay que añadir los azotes de la sequía extrema y el crudo invierno, cuando todo se paraliza. Y un sistema sanitario paupérrimo y a los mínimos, con una acuciante carencia de expertos de la salud, destacando que los talibanes no dejan que futuras profesionales sanitarias realicen sus estudios pertinentes.

Por lo demás, la guerra no ha cesado con la caída de Kabul. Por un lado, percute la rivalidad interna entre los grupos talibanes, en su mayoría anexos a un jefe que domina una región o distrito. Los altercados territoriales se zanjan con las armas, al igual que las disensiones ideológicas entre el bando más extremista, el cual ha adoptado el nombre del Estado Islámico y el propio Emirato, que ha de conservar cierto ‘statu quo’ para gobernar.

Asimismo, Afganistán vuelve a ser un hervidero en ebullición, porque el terrorismo yihadista está orgulloso de recuperar su santuario, ahora mejor blindado, gracias a la desenfrenada retirada internacional. El reciente fallecimiento del líder de Al Qaeda, Ayman Al-Zawahiri (1951-2022) deja abierta su sucesión y plantea un evento traumático. Por otra parte, como en los años noventa, los rebeldes antitalibanes se han vuelto a echar al monte para combatir sin medios.

De momento, la antítesis armada es poco más que una aguja en un pajar, como el caso concreto del Frente de Liberación de Afganistán, intenso en el Sur, donde los talibanes son más potentes, materializando pequeños atentados y asaltos relámpago contra vigilancias policiales.

El grupo más poderoso es el Frente de Resistencia Nacional, sucesor de la vieja guardia de la Alianza del Norte y liderado por Ahmad Massoud, que continúa sugestionando acérrimos y cuyas palabras literales predicen una hipotética escalada del conflicto: “El pueblo afgano no puede esperar a ser salvado por un líder mesiánico que les traiga justicia. Quieren que el sistema sea justo, no que un solo hombre lo sea”. Y por lo tanto, como testificó en otro comunicado “no hay otra opción que luchar contra los talibanes”, en su mayoría formado por afganos de origen tayiko, una de las minorías étnicas más castigadas en Afganistán.

En consecuencia, el desbarajuste geopolítico y de los gentíos en fuga que sin palabras transmitían pánico ante la barbarie talibán, sus ofrecimientos han caído en saco roto y no han titubeado en lanzar cientos de indirectas contra cualquier conducta que quebrante su visión de la sharía. O séase, con sus luces y sus sombras, Afganistán, ahonda en su involución tras la reaparición de los talibanes en régimen de aislamiento internacional, amordazando a periodistas y acallando sus protestas, con la sospecha de proteger a los miembros de Al Qaeda.

Sin lugar a dudas, aquel desconcierto de la evacuación resalta en mayúsculas la degradación de Estados Unidos como un punto de inflexión histórico que estigma la decadencia de Occidente y sus valores, o del espíritu de la Ilustración a la democracia liberal, haciendo patente la imposibilidad de Washington para desplegar su liderazgo, tras veinte años de ocupación, el régimen impuesto por los ejércitos extranjeros se ha desplomado sin apenas oponer resistencia, estableciéndose una teocracia virulenta que intimida a las mujeres y rehúsa cualquier indicio de libertad.

Hoy, esta conmemoración prácticamente al margen de los focos de interés por la invasión rusa de Ucrania, vuelve a poner en énfasis este escenario y exige a la Unión Europea a tomar conciencia del menester de forjar una política de seguridad y defensa común independiente de los intereses de Estados Unidos, por mucho que continúe siendo un aliado indispensable para la conservación de la estabilidad global.

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