Sociedad melillense

El niño “reservado” que un día apareció en la cárcel por las galerías subterráneas

Juan Díez (1966) vivió hasta los seis o siete años en el barrio del Hipódromo, lindando con la playa y el cuartel de Caballería, en la misma calle que tíos y primos por parte de madre.

Lo primero que le viene a la mente son los militares tocando el tambor y la trompeta y, sobre todo, la playa. Allí pasó días y días, sobre todo en verano. Los llevaba su padre cuando volvía de trabajar y más tarde su madre les acercaba la comida. Eran otros tiempos, cuando uno podía dejar las puertas de su casa abiertas con la seguridad de que nadie iba a entrar.

Él sólo observaba, pues empezó a hablar con cinco o seis años, “casi por necesidad”. Sus padres lo iban a llevar al médico aquel día preocupados por su silenci. Él, “¿adónde vamos?”, y dijeron “pues ya no vamos”.

Sobre 1972 se fue al barrio de la Victoria, donde permaneció hasta que se casó, en 1997, con un paréntesis entre 1975 y 1983, cuando estuvo en Barcelona y Málaga tras aprobar su plaza en la Dirección General de Tráfico (DGT) y en Cádiz para la mili. Le costó volver a Melilla, como era su deseo, pero lo consiguió.

En el barrio de la Victoria es donde conserva probablemente sus mayores recuerdos por una cuestión de edad. “Al principio, le faltaban servicios. No había tiendas. Una mujer vendía el pan en un carro”, cuenta, y rememora que, para llegar al centro, no había autobuses, ni siquiera escaleras, y su madre una vez se cayó.

No había rótulos para las calles y la gente se guiaba por el número de portal y de bloque. Su bloque era el 15, pero no se acuerda del portal.

Sus primeros colegios, la academia Aguilar, primero, y San Luis Rey después. Empezó más tarde de lo que le tocaba, por lo que le pusieron a dos chicas “unos cuantos años mayores” que él para que lo ayudaran y lo “llevaran de la mano”. “Me gustaba eso de que me cogieran de la mano”, suspira con honda, pero no triste, añoranza. Aún hoy día ve a una de ellas de cuando en cuando y recuerda que fue ella que le enseñó a leer y a escribir.

Juan no pudo recuperar el retraso que arrastraba al llegar al Bachillerato. En esa época, la única opción para estudiarlo era el IES Leopoldo Queipo, adonde tenía que llegar por la falda de Camellos o por los “arbolillos” que había donde ahora se encuentra la Comandancia de la Guardia Civil. No había otro instituto en aquella época. Él era “callado, reservado y tartajoso” y a veces lo pasaba “mal”.

Por las tardes, ayudaba a su padre en un taller de pintura de coches y, aunque podría haber pensado en quedarse con el negocio, siempre tuvo claro que “no valía” para ello, por lo que su única salida, “si quería sobrevivir”, era estudiar, y a eso se dedicó.

Asegura que la diferencia entre la Melilla de entonces y la de ahora era “bárbara”. Como ventaja de antes, se podía aparcar en cualquier sitio, si bien Juan admite que “la ciudad era un poco fea, no tan cuidada como ahora”. Según su versión, había zonas sin edificar y los coches “eran viejos y destartalados y se oxidaban mucho”, sobre todo si se aparcaban cerca del mar.

Ello le da pie a hablar del Paseo Marítimo, “un descampado incluso con colectores que vertían directamente en la playa”. Mir Berlanga aconsejó invertir allí a su padre, quien por desgracia “no tenía un duro”.

¿Y a Marruecos? Se podía pasar tranquilamente porque no había alambrada hasta que se colocó en la década de los 70, coincidiendo también con dos epidemias de cólera en años casi consecutivos.

En cualquier caso, Juan dice que, al ser “reservado”, casi siempre estaba en casa y, cuando jugaba, era con los amigos de su primo. Cuando no, leía el periódico, ya desde pequeño. Si no estaba haciendo nada de esto, estaba ayudando a su padre con la pintura de los coches. Tanto él como su padre leían el periódico. Éste lo hacía en la cama y luego se iba a trabajar hasta medianoche prácticamente. Cuando cumplió siete años, Juan empezó a ayudarlo, porque ya no veía bien. Hacía recados, compraba pinturas o lijas, acudía a las compañías de seguros o hacía las facturas en la máquina de escribir, aunque tardara más de la cuenta.

Su Melilla favorita, la de los 80 y 90 del siglo pasado. Hay que tener en cuenta que, cuando él regresó a la ciudad, en 1983, entró a formar parte de la Asociación de Estudios Melillenses, donde conoció a “un montón de gente”, incluida a quien hoy es su mujer. Tenía coche y salía a Marruecos a hacer turismo los fines de semana. Aún no llega a comprender cómo podía regresar más blanco que cuando se marchaba.

A finales de los 80 Juan conoció a Francisco Carmona, un coleccionista de fotografías y de postales que lo trató “como a un hijo”. Le proporcionó contactos en Madrid y Barcelona y Juan empezó a hacer intercambio de material con ellos. Una vez se llegó a gastar 800.000 pesetas –algo más de medio millón de euros- y, claro, a la hora de casarse, sin dinero y sin préstamos del banco.

Juan no olvida aquella época, cuando, casi todas las noches, salía con los amigos a tomar una cerveza. Había varias opciones. Las más comunes, la asociación de vecinos de El Pueblo, en la calle San Juan, donde ahora está la Casa de Ceuta en Melilla, y otro donde actualmente está la verja de entrada a la Ensenada de los Galápagos. También podía ir a El Real. Y todo ello sin problemas para aparcar.

Y ha hecho muchas otras cosas Juan. Ha hecho “un montón” de biografías de gente de Melilla. Entre ellas, cita la de Ramón Varea, un almacenista de víveres de los años 20, el padre de dos niños que se abrazan en una sepultura del cementerio de La Purísima Concepción. Daba donativos a los obreros, colaboraba en prensa, escribía libros, era “un manitas” y trabajaba en el Ayuntamiento en asuntos relacionados con fontanería. “Era de la zona de Algeciras y, de niño, con un zapato mató a otro niño en una pelea”, cuenta Juan que se dice de Ramón. Entre esas biografías figuran también la de Fermín Requena o la de Vicente Rodilla.

Durante su conversación con El Faro, Juan hace mucho hincapié en el periodismo, una profesión que parece sentir como suya. Era el medio que tenía la gente famosa en aquellos tiempos de retransmitir sus andanzas, como sucede hoy día con Facebook. Además, no duda en aseverar que, al menos hasta la década de 1930, los periodistas tenían “un peso comparable al de un político, metidos en todas las instituciones”. Juan colaboró con uno de ellos, Norberto Delgado, secretario de Cándido Lobera, en la elaboración del callejero de Melilla con la Asociación de Estudios Melillenses. Éste, a su vez, ayudó a Juan a realizar sus biografías. Entonces, el punto de información era el quiosco de Miguel Córdoba, en la Plaza de España.

También iba a la biblioteca de pequeño a leer libros de Melilla. Comenzó a interesarse por Melilla la Vieja y a recoger fósiles en la boca del león, junto a otro periodista, Vicente Almenábar.

Y no le faltó tiempo para recorrer las galerías subterráneas de la ciudad con sólo 15 ó 16 años. Cuenta Juan que, en una ocasión, a él y a sus compañeros de ruta alguien intentó primero robarles la linterna y luego asfixiarlos con fuego. Un chico que dice que trabajó con su padre, que luego fue policía local y guardaparques y que más tarde montó una tienda. Ya ha fallecido. Había otra persona con él y un perro que no solamente no los ayudó, sino que hubo que sacarlo en brazos.

Encontraron la salida “de casualidad”, justo debajo de la cárcel, tocando una de las paredes, donde había un cartón, que cedió y vieron la luz. Un guardia civil los descubrió y comenzó a hacerles preguntas. No debió de entender muy bien la respuesta de Juan, pues, según cuenta éste, le arreó un tortazo. Él no se enfadó. Era “normal”. Poco después el agente les preguntó si se querían quedar a comer arroz, pero los amigos de Juan no quisieron.

Al cabo de los años, volvió a pasar por ese lugar. Se encontró con otro guardia civil que casualmente le mencionó que por esa zona habían aparecido unos niños. “Era yo”, le contestó el protagonista de la historia, aunque el cronista oficial de Melilla, Antonio Bravo, manifieste, según Juan, que era “imposible” que él hubiera salido por allí, entre la parte trasera del Parador de Turismo y el recinto de la cárcel.

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