La llegada de la televisión a todos los hogares y, más recientemente, la proliferación de plataformas que ofrecen en riguroso estreno numerosas series y películas, han contribuido a que las tradicionales salas de cines se hayan ido vaciando de espectadores, razón por la que muchas han tenido que cerrar. ¿Ha cambiado la forma de recepción cinematográfica? Sin duda, aunque las sesiones de cine que cada espectador puede disfrutar desde la pantalla doméstica (televisor, PC, tablet, móvil…), el día y a la hora en que él mismo decide programarlas, sin salir de su propia casa, nada tienen que ver con ese rito tan especial que -por suerte, todavía- implica un desplazamiento para asistir en una sala de cine (en día y hora previamente fijadas) a la proyección de una película.
Luis Mateo Díez, nuestro Premio Cervantes 2023, evoca en su último libro esta peculiar situación que vive cada espectador rodeado de otras personas que, como él, se aprestan a formar parte de un colectivo. ¿Es la sala de cine un espacio más? Ciertamente no: durante la proyección, se opera una transformación en la cotidianeidad de nuestras vidas, mediante la ruptura de esas barreras, esas fronteras entre la vida real y la ficción cinematográfica: inevitablemente la fantasía se adueña de la rutina de nuestras vidas; llega, incluso, a suplantarla mediante una subversión de papeles: los espectadores nos comportamos como los personajes de la cinta mientras que éstos cobran vida traspasando la pantalla; el espacio en el que se desarrolla la película se adueña de la sala, incluso rompe sus muros para invadir las calles, la ciudad entera.
Probablemente muchos recordamos La rosa púrpura de El Cairo, esa película de Woody Allen estrenada en 1985 en la que Alice (Mia Farrow), que intenta olvidar su triste rutina diaria acudiendo al cine, termina viviendo un romance con el arqueólogo Tom Baxter (Jeff Daniels), que ha salido de la pantalla pero que también introduce a la misma Alice en la ficción cinematográfica. Dejemos aquí la hechizante complejidad de esta obra que nos sirve de ejemplo para sumergirnos en estos doce capítulos en los que Luis Mateo Díez, a través de una narración en primera persona, nos introduce en otras tantas salas de cine cuyos nombres dan título a cada una de las narraciones que conforman el libro: “Crisol”, “Claridades”, “Borneo”, “Zodial”, “Bahía”, “Cosmo”, “Bristol”, “Cobalto”, “Condado”, “Caledonia”, “Morlay” y “Pagoda”. Cada una con unas características y un pasado diferentes, en las que se proyectan películas de distintas modalidades (amor, terror, ciencia ficción, persecuciones policiacas, asesinatos…). Todas estas salas, sin embargo, cumplen una misma función: lograr que el espectador transforme su vida real en otras vidas no menos reales, aunque diferentes a la suya, desdibujando con total naturalidad cualquier línea espacio-temporal.
Es, sin duda, un homenaje que Luis Mateo Díez dedica a los cines. En cada uno de sus relatos pone de manifiesto que no hay nada más real que la ficción llevada a su último grado. Y para ello construye una serie de situaciones absurdas, haciendo gala de una expresión sencilla que nos transmite lo verosímil que puede llegar a ser un mundo fantástico, con un lenguaje, por otra parte, cargado de numerosos recursos humorísticos. Acertadamente, califica a estos lugares de “limbos”, esas zonas desdibujadas en las que confluyen -sin incompatibilidad alguna- la verdad con la ficción, lo trágico con lo cómico, la vida con la muerte, lo real con lo inexplicable. Y, sobre todo, se trata de lugares en los que la imaginación hace que el espectador pueda tener el privilegio de vivir -como propias- tantas vidas y situaciones ajenas.
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