El derecho constitucional de los ciudadanos estadounidenses a poseer y portar armas, en virtud de la Segunda Enmienda a la Constitución de Estados Unidos aprobada el 15/XII/1791, no queda indiferente a nadie. Si bien, este derecho es objeto constante de discusión, tanto si algún hecho específico favorece esa disputa en un instante determinado como si no, se trata de un derecho que se encuentra fuertemente politizado, al ser inamovible por algunos grupos y es motivo extremo de inquietud para otros.
Y es que, como casi todo en esta vida, las armas pueden calibrarse en términos económicos: la ambición de la industria armamentística por reconocer suculentas ventas al público es contemplado como modelo de la preeminencia de lo económico sobre lo jurídico.
Con lo cual, la polémica sobre el derecho a la posesión de armas es apreciable en todo momento, tanto en el propio estado como al otro lado de sus límites fronterizos. Lo cierto es, que esta tormenta de réplicas a veces se centraliza en la perspectiva más importante de este derecho. Esto es su disposición de derecho constitucional integrante del llamado ‘Bill of Rigths’, o lo que es mismo, enmiendas de la primera a la décima de la Constitución estadounidense.
Con muchísima credibilidad nos hallamos ante el mandato jurídico más afamado, debatido y, por qué no, repelido, no ya solo en el interior del entramado norteamericano, sino en el mundo. A pesar de ello, esta prescripción no parece recibir un trato razonable, porque raramente sus enjuiciadores se paran a considerar los significados.
La Segunda Enmienda tiene múltiples elementos que pueden y deben ser examinados sucintamente. Lo primero que cabría realzar es que el derecho a poseer y portar armas rigurosamente, únicamente se muestra en la segunda mitad de la frase que acomoda la citada Enmienda.
Luego, ¿en cuantas ocasiones valedores o enjuiciadores de este derecho, valga la redundancia, van más lejos del derecho a poseer y portar armas y se detienen en la primera parte de la Segunda Enmienda? Es decir, en el menester de conservar una milicia perfectamente dispuesta para la seguridad de un Estado libre. La contestación es que en el mejor de los casos, extraordinariamente.
Ello no deja de ser paradójico si tenemos en cuenta que es obligatoriamente esa doble condición causa-efecto, la que armoniza una milicia inmejorablemente preparada como garante de la libertad del Estado, o la que fundamenta que el Pueblo esté en condiciones de obtener y portar armas. De hecho, el olvido sobre la primera parte de la Segunda Enmienda al plantear el derecho a las armas en EE.UU. es irreverente desde la configuración político-jurídica, ya que el derecho a las armas estuvo constantemente vigente para los padres fundadores de los Estados Unidos.
En este aspecto, Madison, Hamilton y Jay no dejan en el tintero la salvaguardia y el ejército permanente en los Federalist Papers que, como se sabe, es una serie de ensayos donde estos tres padres dejaron de lado sus indecisiones privadas y contrariedades, exhibiendo las virtudes de la nueva Constitución y replicaron a las objeciones que respecto a ésta, habían surgido en rotativos de Nueva York y en otros enclaves de los Estados Unidos.
En los ensayos que tejen los Federalist Papers se advierte la urgencia de equiparse de un ejército conveniente para protegerse de las intimidaciones externas, enfrentándose a la sospecha de una guerra interna donde los territorios más habitados podrían con poca dificultad, acometer a sus vecinos menos poblados.
Sin embargo, el derecho a las armas no era una cuestión exclusivamente de política exterior o de potencial confrontación entre estados. Asimismo, englobaba a la esfera que en nuestros días calificaríamos de política interior, aunque por aquel entonces aglutinaba un enfoque conquistador, pues ya estas facciones se empleaban con propósitos expansionistas, como confirma su manejo en las incursiones de esos momentos contra los autóctonos americanos.
“Como casi todo en esta vida, las armas pueden calibrarse en términos económicos: la ambición de la industria armamentística por reconocer suculentas ventas al público es contemplado como modelo de la preeminencia de lo económico sobre lo jurídico”
Justamente, el año en que la Segunda Enmienda se ratificó, el General Arthur St. Clair (1737-1818), al frente de unas tropas de dos mil hombres, hubo de combatir una fuerza combinada por británicos e indígenas americanos en tierra de la actual Indiana, donde el ejército norteamericano sufrió bajas de poco más o menos, el cincuenta por ciento de sus integrantes en la Batalla de Wabash (4/XI/1791).
Al hilo conductor de lo anterior, el derecho a las armas en EE.UU. no asume solo deferencias políticas o militares, sino como es incuestionable, jurídicas. Previsiblemente, lo que podemos designar como molde regulador de este derecho, ha sido y posiblemente será taxativo por el Tribunal Supremo, del que con todo el poder que le dispensa el artículo tercero de la Constitución, deriva jurisprudencia de vital trascendencia a la hora de tratar la legitimidad de los derechos de la ciudadanía, tal y como es el motivo del derecho a poseer y portar armas.
Obligatoriamente, esa aprobación es un tema esencial para interpretar la importancia de la Segunda Enmienda. Vislumbrado desde un plano estrictamente jurisprudencial, el punto de partida de cualquier derecho es su enraizamiento en la historia de EE.UU. y sus costumbres, tal y como el Alto Tribunal puntualizó en la sentencia de Washington contra Clucksger en 1997. Este lazo de unión entre el derecho a poseer y portar armas y la historia y hábitos de conducta, se evidencia en diversos pronunciamientos del Tribunal Supremo de aquel país, donde el derecho a las armas es distinguido como parte inherente.
Si acaso, deteniéndome en un derecho identificado en la Declaración inglesa de 1689, o lo que es igual, el ‘English Bill of Rights’, los ciudadanos protestantes podían tener a su alcance armas para su protección de conformidad a la ley, derecho que sería el precursor de la Segunda Enmienda.
El estudio desde un matiz cíclico de la jurisprudencia del Tribunal Supremo de EE.UU. con relación al derecho explorado en la Segunda Enmienda aporta componentes no solo de aquilatado valor jurídico, sino también histórico. Tómese como ejemplo, la materia de Estados Unidos contra Cruikshank en 1875, advirtiendo como el Tribunal Supremo tuvo que enfrentarse con el derecho a poseer y portar armas, tanteando el peso de los poderes del gobierno federal y estatal en el contexto de las incertidumbres raciales del Sur del país.
En este guion, el Tribunal encaraba el suceso de la Masacre de Colfax acaecida el 13/IV/1873, cuando un grupo de hombres de raza blanca armados con fusiles y un pequeño cañón, asesinó a más de cien hombres de raza afroamericana como desenlace de un altercado político.
En su veredicto, el Alto Tribunal dedujo que la Segunda Enmienda únicamente trataba de limitar las operaciones del gobierno federal y, por tanto, su contenido no era adaptable a los estados o ciudadanos. En otras palabras: mientras que para el Congreso le era insostenible contradecir el derecho individual a poseer y portar armas, la Segunda Enmienda no excluía que los Estados de la Unión recortaran este derecho.
Dando un salto en el tiempo, concretamente en la década de los años treinta del siglo XX, nos topamos con otra coyuntura en el que el derecho a las armas está subrayadamente interconectado con el curso histórico del momento. Me refiero a la negativa atribuida por la Enmienda XVIII a la Constitución de los Estados Unidos, más conocida popularmente como Ley Seca, ilegalizando la fabricación, transporte, importación, exportación y venta de alcohol para su consumo.
Dicha Ley que continúa en la pugna entre los cárteles de la droga, desencadenó una movilización de organizaciones mafiosas por la asignación y comercialización de alcohol. Estas guerras produjeron un choque desmedido que llevó al Congreso de EE.UU. a suscribir la Ley Nacional de Armas de Fuego promulgada el 26/VI/1934.
El Congreso consciente de sus reticencias y ambigüedades en alusión a la ordenación del derecho a poseer y portar armas, dispuso un procedimiento para condicionar el acceso a las armas. Paradójicamente, este método se asentaba en el mismo principio que envió a Alphonse Gabriel Capone (1899-1947), más conocido como Al Capone a la cárcel: los impuestos.
Ciertamente, el Congreso estableció un canon especial a las armas de doscientos dólares que, siendo en aquellos instantes una cuantía alta, trabajaba para hacer más gravosa la adquisición de cualquier arma, al mismo tiempo que adecuaba la vigilancia de quién o quiénes las obtenían y dónde.
El sumario se da por comenzado cuando J. Miller y F. Layton fueron detenidos por no sufragar el impuesto antes mencionado, lo que a la postre trasladó al Tribunal Supremo a prescribir la constitucionalidad de la Ley Nacional de Armas de Fuego en el asunto Estados Unidos contra Miller.
En el fallo prescrito de modo unánime, los magistrados del Supremo decretaron sin inconvenientes que el derecho registrado en la Segunda Enmienda no asumía un alcance individual, sino que, por el contrario, se definía a la milicia a la que la Enmienda concierne, no quebrantando la Ley Nacional de Armas de Fuego el derecho tratado en la Segunda Enmienda.
Posteriormente, el siguiente hito jurisprudencial del Tribunal Supremo enfocado al derecho a poseer y portar armas, nos transfiere a la primera década del siglo XXI. Para ser más preciso en lo fundamentado, los años 2008 y 2010, respectivamente, con las tramas del Distrito de Columbia contra Heller y McDonald.
En el primero de ellos, la incidencia que aparece en el Tribunal Supremo se suscita cuando tras el consentimiento por el Distrito de Columbia de un dictamen que imposibilita la propiedad de pistolas y exige que las armas de fuego que se poseyesen en el hogar se encontrasen inservibles, un oficial de policía demanda al Distrito un certificado para registrar una pistola que esperaba preservar en su domicilio y este le es rechazado.
El demandante cree que esta desaprobación incumple el derecho admitido en la Segunda Enmienda y procede ante el Tribunal Federal para el Distrito de Columbia que, concediéndole la razón, formula la ley inconstitucional al deducir que el efecto del derecho de la Segunda Enmienda es igualmente individual.
Considerando que este fallo vulneraba la magnitud que el Tribunal Supremo había conferido a la Segunda Enmienda, no es de sorprender que la autoridad competente apelase ante el Alto Tribunal norteamericano la determinación del Tribunal Federal para el Distrito de Columbia. De modo, que se desenmascaran dos principios que, cuanto menos, resultan chocantes.
Primero, estamos ante un proceso que sobresale por los guarismos elevados de ‘amicus curiae’, para detallar las presentaciones verificadas por terceros ajenos a un litigio, que plantean espontáneamente su opinión jurídica, explicaciones, demanda o exhorto jurídico vinculante de cara a algún punto de derecho u otro cariz afín, al objeto de participar con el Tribunal en la aclaración del proceso.
Y segundo, el Tribunal Supremo contabilizó con pelos y señales algunas palabras de la Segunda Enmienda tales como ‘armas’, ‘poseer’ o ‘portar’, por lo que al descomponer la acepción de estos términos, lo que el Tribunal concluía era saltar del titular del derecho a la sustancia del derecho, como ‘poseer’ y ‘portar armas’. En su dictamen, el Tribunal Supremo daba el visto bueno al Tribunal Federal y emitía anticonstitucional la prohibición de poseer armas y los requerimientos para la conservación de las armas de fuego que había asignado la Ley del Distrito de Columbia.
No obstante, el Tribunal Supremo afirmó que el derecho de la Segunda Enmienda no es indefinido y que, por consiguiente, pueden establecerse restricciones a su disfrute tal y como puede ser la pertenencia de armas en lugares explícitos, o la posesión de armas por parte de enfermos con trastorno de salud mental, o la denegación de usar armas calificadas como poco habituales y temerarias.
A la par, se halla encadenado al fondo comparado, porque la afinidad entre ambas materias es que la sentencia del Tribunal Supremo causó que un grupo de ciudadanos apelasen al Supremo la desestimación, por el Tribunal para el Distrito Norte de Illinois de su demanda anterior contra la prohibición de posesión de pistolas en la ciudad de Chicago.
Los peticionarios invocaban que la limitación les comprometía a tener sus armas almacenadas al margen de su localidad, por lo que se sentían desamparados ante las bandas organizadas que intervenían en sus distritos y de las que habían sido víctimas en repetidas circunstancias.
Entre las documentaciones expuestas en la causa ante el Supremo, se enfatizan las estadísticas que justifican que la anulación no había disminuido ni mucho menos los fallecimientos por armas de fuego, sino que a la inversa, las mismas aumentaron en más de un 60% desde que la prohibición estaba en vigor. Conjuntamente, la reclamación de los denunciantes iba más allá de la Segunda Enmienda, ya que lo que intentaban era que el Tribunal Supremo mediante un giro jurisprudencial, expusiese el derecho a poseer y portar armas como una prerrogativa de los vistos por la Enmienda XIV a la Constitución, en el sentido de que “ningún Estado podrá dictar ni imponer ley alguna que limite los privilegios o inmunidades de los ciudadanos de los Estados Unidos”.
Ni que decir tiene, que el calibre estriba en la petición de conceder al derecho reconocido en la Segunda Enmienda de la protección ya dada por la Enmienda XIV a los derechos del Bill of Rights.
Queda claro, que el Tribunal Supremo aceptó este amparo al derecho a poseer y portar armas, ya que como la sentencia emite, “las disposiciones del Bill of Rights que protegen un derecho que es fundamental desde una perspectiva americana, son de aplicación tanto al Gobierno Federal como a los Estados”.
Finalmente, me referiré al caso de Caetano contra Massachusetts, sobre el que el Tribunal Supremo de EE.UU. se pronunció en 2016. En esta ocasión el trasfondo del argumento es una resolución del Tribunal Supremo de Massachusetts, resolviendo conservar la limitación existente sobre la posesión de armas de electroshock o pistola eléctrica diseñada para incapacitar a un sujeto.
Previamente todo se inició cuando la Sra. Caetano víctima de violencia de género, exhibió a su expareja y agresor un arma de electroshock para impedir otro de los sucesos violentos contra su persona, logrando que el perturbador abandonase su proceder, pero la policía la detuvo al entender que su pertenencia infringía la Ley Estatal sobre la prohibición de este tipo de armas.
Pero sobre todo, el Tribunal de Massachusetts valoró que la restricción no atentaba el derecho validado en la Segunda Enmienda, ya que esta clase de armas no era habitual cuando la Enmienda se sancionó y, además, se introducía dentro de las condiciones al derecho a poseer y portar armas que el Tribunal Supremo había dado por sentado como constitucional en la sentencia del Distrito de Columbia. Ante ello, el Tribunal Supremo de EE.UU. acordó que la sentencia del Tribunal de Massachusetts “contradecía los procedentes de esta Corte”, devolviendo el caso para que el procedimiento permaneciera de una manera no inconsistente con la impresión del Alto Tribunal.
A resultas de todo ello, el derecho a poseer y portar armas está enraizado en la historia y tradiciones norteamericanas. Este arraigo no entraña que los individuos que aspiran hacer realidad el derecho de la Segunda Enmienda posean inclinaciones violentas y/o criminales.
Como se ha profundizado en el último apartado de los referidos, portar un arma puede ser la distinción entre persistir soportando violencia de género o no. Por lo cual, el mero alarde de un arma podría esquivar escenas de extrema violencia que por manipularse manualmente, no dejan de ser excesivas.
Aquí se ilustra la banalización que regularmente describe la controversia sobre el derecho a poseer y portar armas. Esta polémica aparece viciada por la forma en que frecuentemente se ha venido concibiendo. Esto es, como transmisión del Estado al ciudadano del monopolio a la violencia.
“El derecho a poseer y portar armas está enraizado en la historia y tradiciones norteamericanas. Este arraigo no entraña que los individuos que aspiran hacer realidad el derecho de la Segunda Enmienda posean inclinaciones violentas y/o criminales”
La tormenta de réplicas sobre el derecho a las armas ha de consumarse desde una vertiente racional, reflexionando la validez jurídica de ese derecho cuando el mismo está acreditado en la norma fundamental del Estado, o administrando los mandatos del Código Penal. De cualquier manera, la fuerza de gravedad de la Segunda Enmienda lo seguirá resolviendo el Tribunal Supremo de Estados Unidos.
En consecuencia, en un esparcimiento de los derechos de armas, el Tribunal Supremo de amplia mayoría conservadora, ha decidido que sus habitantes tengan el derecho de portar armas de fuego en público en defensa propia, en una medida extraordinaria que sorteará que los estados condicionen con normativa propia a las personas.
La sentencia se revuelve al voltear una Ley del Estado de Nueva York que impide llevar armamento en público. El auto incluiría implicaciones en otros siete estados con prescripciones análogas. Llámense Massachusetts, Hawái, California, Delaware, Rhode Island, Nueva Jersey y Maryland. Actualmente, la reglamentación que extracta esta impugnación es la Segunda Enmienda de la Constitución, que algunos entienden improcedente, mientras que otros la preservan por ser depositaria de su derecho sustancial.
A este tenor, la aplicación moderna de esta enmienda induce a un forcejeo entre los estadounidenses y la tergiversación aflora por su curiosa transcripción.
Primero, la conceptuación de milicia ha evolucionado desde la Revolución Americana (1775-1784). Algunos cuestionan que los autores de la Constitución de 1791 no querían ceder a los ciudadanos el derecho individual a poseer armas, sino instituir un derecho colectivo a la protección en cuanto a una amenaza externa.
Otra pormenorización diminuta suscita una disensión de considerable volumen: la coma que sigue a “Estado libre”. Esta apreciación descompone teóricamente el pasaje en dos partes, haciendo del párrafo “siendo una milicia bien regulada necesaria para la seguridad de un Estado libre”, en una especie de evento preliminar. La facultad de portar armas quedaría desligada de la pertenencia o no a una milicia.
Apuntalando esta tesis, un grupo anti armas expuso en 2001 un memorando donde interpretaba que el automatismo ‘inusual’ de la coma, simbolizaba que los ejecutores de la enmienda hacían alusión a las milicias, no a los individuos; y que en este sentido, el derecho a poseer un arma de fuego se establecía por la efectividad de milicias. Sin duda, un relato impropio que no tiene validez en una etapa de armas automáticas.
A lo largo y ancho de sus doscientos treinta y dos años de subsistencia, la Constitución de Estados Unidos en ningún tiempo ha sido retocada. Y al ser requerido sobre este matiz semántico, en 2008 el Tribunal Supremo respaldó a capa y espada el derecho exclusivo de los americanos a portar armas.
Sin embargo, siendo consciente de las innumerables disputas, en el entorno estadounidense la exigencia principal para adquirir un arma continúa estribando en cumplir 18 años para apropiarse de armas largas como una escopeta o un rifle; mientras que para armas de fuego cortas o de manos, 21 años.
Si bien, hoy por hoy, no queda más que la propia realidad: los estados disponen del medio para acomodar esta compilación. Y si no, contemplemos a Minnesota, Alaska, Vermont o Maine donde la edad autorizada para adquirir armas corresponde nada más y nada menos que a los 36 años.
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