El mes de la luz, de esa luz única que solo el frío que ya asoma sabe convertirla en días de única y límpida claridad. En la levedad de las jornadas más cortas del anuario tiene la virtud decembrina, cuando el aire del oeste o el viento de tierra imperan, de concentrar una luminosidad, sobre todo matutina, que únicamente el entrañable artificio que nos anuncia la Natividad por calles y rincones, se atreve a retar.
Por donde se deambule, la Navidad, sin duda la tradición más cosmopolita y seguramente las que más emociones y sentimientos concentra, acompaña. Al ser universal, trasciende la creencia y supera, que no aparta, a su religiosidad intrínseca. Es un trecho mágico, preñado de liturgias y costumbres que, además de difícil explicación (ahí radica su sentir mayestático), fácilmente abarca a todos sin igual.
Pero cabe, igualmente, en diciembre la contradicción. Desde sus comienzos, desde hace 46 años, la Constitución Española ocupa un lugar de privilegio en su memoria y vigencia. Si la Carta Magna es símbolo de concordia, un hito de acuerdo entre la historia de moderna española del consenso, en esta ocasión en la que se recuerda la efemérides y dada la polarización política y el enconamiento, ha sido paño para la disputa muy preñada de reproches.
Desde siempre, formaciones políticas del arco parlamentario y de rigor nacionalista e incluso independentista (no todas por igual, claro) denostaron de la Constitución y por ende de la fecha. Su ausencia y crítica siempre, como lo es, fue patente. Pero si es de esta Norma Fundamental, entre otras circunstancias, de donde emanan las instituciones, la representatividad, las oportunidades en la gestión pública, el ejercicio de la política y la defensa de idearios o el cobro de las retribuciones por los cargos públicos a los que acceden vía electa o vía digital, ¿Por qué el “negacionismo” no renuncia a todo ello?, seguirá siendo una contradicción por más que se adorne y argumente tal actitud.
Tampoco faltó, como antaño pero ahora con más furor, en el marco de la celebración y desde una aparente defensa de la homenajeada herramienta, el seguimiento rígido a las directrices del partido contra los adversarios políticos más que llamar y recalar en ese espacio común que fue, como lo es, la Constitución. La ocasión lo pedía o casi lo exigía. Al fin y al cabo, pero de manera más aviesa, eso ya constituye y forma parte de la liturgia de diciembre, lamentable.
Adviento, en su casi ya medianía, nos va transportando a la Natividad, allá donde la tradición marca la victoria de la luz sobre la oscuridad. En tiempos en los que hay sombras que dominan, pero que no someten, siempre hay lugar para la esperanza. Hechos como la recuperación titánica de Notre Dame de Paris, de gran simbolismo, hacen confluir hacia ella, hacia una confianza que aunque relativa, en esta última etapa del año intenta retomar esa estación de combustible y avituallamiento emocional como lo es diciembre.
Un mes de luz, con sus penumbras pero en el que los recuerdos brillan más, la memoria se acentúa y ella, en no pocas ocasiones, se adentra en la nostalgia cuando no en la melancolía de las ausencias.
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