Queridísimos: Desde luego, no hay nada más cursi que empezar un artículo con una frase en latín. Bueno, yo me expongo a que así me consideren, aunque yo sé que no lo soy, como no soy tantas cosas y sí soy otras de las que sólo conoce uno. Es decir, y ya me callo, a falta de otras virtudes, yo sé perfectamente lo que soy; mucho del Gran Poder, currista y bético. Por este orden de prelación y sin subordinadas de subjuntivo.
Viene todo esto, porque hoy, domingo de Resurrección, domingo en el que acaba el gozo, yo experimento, en la tarde vacía, apagados ya los tambores y el galleo de las trompetas de los días pasados, el horror al vacío. Es decir, experimento ese horror, lo que los antiguos llamaban el ‘horror vacui’, y mi preferido Góngora lo definía al “miedo” que sentía por no decorar los versos con palabras ornamentales y ostentosas, aparte del excesivo uso de formas cultas el lenguaje.
Ya sé que es “el domingo más grande del año” y todo porque “Cristo ha resucitado”. Eso es verdad indubitable para los que somos creyentes. Resulta, empero, que todos tenemos el alma repleta de entresijos y recovecos. Vamos, que no somos como los que levantan piedras o se empeñan en hacer añicos troncos de árboles allá en las vascongadas, actividades que deben ser muy salutíferas, pero cuyos beneficios para la fisiología de nuestro organismo, sin duda por mi natural torpeza, no acabo de comprender.
En la tarde de este domingo, la ciudad tiene la vibración apagada de una indefinible sensación de tristeza. No me pidáis explicación, porque no la tengo. Surge entonces el interrogante en el vano esfuerzo de despejar la paradoja de por qué, si es el día más glorioso del año, nos invade esa sensación de melancolía, o de tristeza, al caer la tarde. El cansancio de las tardes de domingo ya las describió magistralmente Rafael García Serrano en ‘Los domingos por la tarde’, novela, como el autor, mezquinamente olvidados. A lo mejor el olvido es debido a que García Serrano era falangista. ¡Vaya usted a saber!
Pero es así y ese es el núcleo central de la eterna paradoja. Muchos no se atreven a confesarlo porque temen ser tachados de herejes y enseguida llamarían a fray Luis de Torquemada o algunos de sus modernos y más peligrosos colaboradores, para que procedieran a nutrir en las hogañas hogueras del pensamiento único, a tanto contumaz desviado de la razón. ¡Menudo sentido del humor, tienen los prendas!
En este domingo por la tarde yo noto las calles ruidosamente vacías. Como las tribus europeas nos han vuelto a marear con el cambio de horario, el lubricán de la tarde se estira y ese periodo vespertino que va desde que se pone el sol hasta que anochece, parece que no llega nunca. También el estertor de la claridad se rebela contra la nostalgia que empieza.
Decía más arriba que el alma tiene muchos entresijos y recovecos. Tantos que nunca la he considerado única e indivisible. Seguramente es otra herejía que en mi debe tengo y lo digo ahora tan pancho aprovechando que Bergoglio ha decretado que el infierno no existe y que tan solo es un lugar del corazón. Con lo cual si Lutero, Marx, Hitler, están fuera ya de tan ingrato lugar, no creo que, en el lejano futuro, me fuera a pasar nada.
Por esos entresijos y recovecos camina la melancolía esta tarde, mientras yo sigo contemplando la fugacidad de las cosas que duran desde la cruz de guía a cuando ya no alcanzamos a ver un paso de palio que huye por la esquina.
P.D.
La próxima semana hablaremos del gobierno.
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