Queridísimos: Os habéis fijado, porque sois inteligentes, que hoy el interludio no lleva numeración. Hay como una parada en seco para saborear el deleite. Ese deleite es parecido al que se experimenta cuando se saborean las yemas de San Leandro –besos de ángeles, según Cernuda– o los tocinos de cielo hechos por las adorables manos de las monjitas de cualquier convento de clausura, frescor de patio, silencio de torno, susurro de voz, al otro lado de la celosía.
Ese deleite no es otro que gozar del gozo. Así, con repetición, con pleonasmo sin rima pero con concierto, ahora que el Congreso de la Lengua hace de Cádiz el joyero espiritual del vínculo de nuestro ser, contrapartida necesaria a tantos aldeanos que se empeñan en enterrar bajo siete llaves, como Costa quería enterrar el sepulcro del Cid, el tesoro grandioso de nuestra Lengua.
Hoy ya, sin más proemio, es día de confesar que es Domingo de Ramos. Al pronunciar el nombre del día, se me introduce una carbonilla en los ojos, aunque ahora que reparo, ya no hay trenes de vapor y carbonilla, que de pequeño eran los responsables de que llegara lloroso a Jerez y a la antigua estación de Cádiz, entrada porticada a la tantas veces queridísima Sevilla, hija también del padre Hércules, aquel que, según Villalon, dividía el mundo en dos, Cádiz y Sevilla.
Hoy es día del gozo y no habrá pues marlaskas, ni belarras, ni monteros (ni doña Irene María, ni doña María Jesús), ni el Sánchez, ni el disoluto Simón, ni tantos integrantes del teatrillo que configuran los malhadados figurantes de la triste hora de España.
Hoy es Domingo de Ramos y quiero que mi alma y mi pluma se vistan del color de la verdad –si es que la verdad color tuviese–, para ser capaz de retratar ese fugaz momento de recuerdos de olores, colores, sabores, tactos, vistas, sonidos... de todo eso, en fin, que configura la vida y la verdad. Si Unamuno decía que la plenitud se alcanzaba llenando la vida de verdad y la verdad de vida, yo creo que pensaba, sin saberlo, en el estremecimiento gozoso de este día, en el que, como diría Laffon, asoma, por fin, a la evidencia profunda del cielo, la gran Luna infalible de la Semana Santa. Esa luna del gozo traerá sobre todos un tiempo solemne y deslumbrado.
Deslumbre y solemnidad propia de las procesiones en la mañana primeriza del día y del gozoso cansancio también, del lubrican de la tarde con las candelerías que a arder empiezan, y las traseras de los palios se alejan, demostrando la fugacidad de la vida que transcurre entre la Cruz de guía y el paso de palio.
Domingo de Ramos que me trae el dulce estremecimiento derivado de tantos recuerdos y añoranzas y también del hierro candente de la nostalgia que, como una venda pegada a la herida, tanto duele al despegarse.
Así como el Jueves Santo es exponente de las cortesías cofradieras ante el monumento, así el Domingo lo es también de impaciencias y gozos que de nuevo llegan desde los alminares de la infancia. Justificada creo que queda esta parada en el gozo, que llega como bálsamo para curar tantos días de aciaga lucha contra los jenízaros de las tribus bárbaras. Que nadie nos quite el gozo de este día en el que todo empieza y casi todo termina.
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