Enero debería ser el mes de la paz. Comenzamos el año con abrazos, besos, deseos de paz y felicidad a propios y extraños y terminamos el mes recordando el día 30 a Mahatma Gandhi, un pacifista en el más amplio sentido de la palabra, un hombre que supo vivir en paz consigo mismo y que fue capaz de generar dinámicas de paz en su entorno. En su honor UNICEF propone celebrar en todos los centros escolares la Jornada de la No Violencia y la Paz.
Miles de escolares en toda España se suman a esta Jornada y celebran en los centros es-colares el Día de la Paz. Este año, UNICEF nos pide poner el foco en una "vacuna del buen trato".
Lo malo es que entre el 1 y el 30 de enero la realidad, que es tozuda, se empeña en demostrarnos que algunos planes, programas y campañas institucionales son un parche. Peleas entre hermanos, agresiones entre iguales, matonismo en el colegio, acoso en las redes sociales, violencia de género, actitudes machistas, homófobas o de odio entre los más jóvenes o deterioro de la salud mental… son ejemplos que evidencian que queda mucho por hacer.
“¡Dónde vamos a llegar!”, “hay que hacer algo”, “hemos perdido el norte!” o “el mundo está loco”, son algunas de las letanías con las que echamos balones fuera pensando que nada tenemos que ver y nada podemos hacer para que cambie el mundo. Basta ya de discursos lastimeros.
Educar no es dar charlas, escribir, artículos cómo este o proclamar discursos manidos sobre la bondad humana. Hacen falta modelos, testigos que muestren el camino; porque el bien solo se siembra y solo aparece obrando. Y no un día, sino a lo largo de todo el año.
Cada vez que aparece un problema en la sociedad decimos que “esto es un tema de educación”. Los problemas de tráfico, la obesidad o la salud bucodental son, entre otros, temas de educación; y en el colegio hay que aprender a comunicarse con asertividad, el valor del volun-tariado, los fundamentos de economía financiera… Todo va a parar al colegio y con ello dele-gamos nuestra responsabilidad como padres, hermanos, tíos, vecinos, ciudadanos, políticos…
Reza el dicho africano que “para educar a un niño hace falta una tribu”. Nélida Zaitegi advierte: “Para educar bien a un niño hace falta una buena tribu”.
Quizá haya llegado el momento de recordarnos que nuestra responsabilidad es ser buenos ciudadanos, comprometidos en el día a día en formar una buena tribu y en dar ejemplo a los niños y niñas para que sean bien educados.
Lamentablemente, el ejemplo que damos algunas veces deja mucho que desear: en casa las prisas, los nervios o la frustración nos llevan con facilidad a un mal gesto o una mala palabra y, por comodidad, convertimos a tertulianos, youtubers e influencers en modelos que enseñan que dialogar es lo que ellos hacen; que cuidarse y tener una vida saludable es seguir sus consejos y que la felicidad es el mundo maravilloso que venden a base de filtros, trucos de cámara y horas de producción. Y como no podemos llegar a todo y tenemos que centrarnos en lo importante, delegamos nuestra labor de educar confiando en el colegio y apostamos por ellos cuando “todo va bien”, y renegando de todo cuando las cosas no van todo lo bien que quisiéramos. Si nos dicen que el niño o la niña de 16 años “molesta” en clase, el de 14 se pega con un compañero o el de 12 manda mensajes inapropiados en las redes sociales, hablamos con él; eso sí, para recordarle que él tiene derechos y para decirle lo ineptos, incapaces y poco preparados que están sus profesores.
Y vamos a la tienda o al supermercado y, como pagamos, exigimos, quizá sin darnos cuenta de que nuestras exigencias con el frutero o con la cajera van más allá de lo que se merecen. Y nos acercamos a la prensa para ver a quienes dirigen nuestros destinos, y nos calentamos con facilidad al ver lo mal que hacen las cosas los que no son de nuestra cuerda. Lo hacen todo tan mal que nos sentimos con el derecho a dejar salir por nuestra boca todo lo que llega de las vísceras sin poner ningún filtro. Y los cumpleaños, las fiestas familiares, los fines de semana y en el tiempo libre nos desinhibimos convenciéndonos de que es normal: la vida es tan dura que hay que “matar las penas”, “darse alguna alegría” y disfrutar. Y en todo ello, ellos, los niños, niñas, adolescentes y jóvenes que tanto nos preocupan, están delante.
La educación para una paz duradera y la vacuna del buen trato son temas de educación. Y nos quedamos tan anchos. “Echamos balones fuera” y, paradójicamente, la patada adelante se vuelve contra nosotros, pues en el ejercicio inconsciente de buscar responsables, confundimos “educación” con lo que pone en los libros de nuestros hijos, lo que dicen las leyes educativas, la ministra y su ministerio y nuestros periodistas y tertulianos de cabecera, con el buen trato, el respeto, la cultura y la educación que cada cual tiene y que hacen de nosotros, como sociedad, una buena tribu.
Las vacunas del buen trato no se ponen en los centros de salud y la paz duradera no se aprende solo en los colegios. Tú, yo, cada uno de nosotros somos educadores de buen trato y paz duradera en la medida en que somos portadores de paz: paz con uno mismo y paz con los que están a nuestro lado.
Pongamos en foco de la paz –y, por qué no, de la felicidad– en la vacuna del buen trato, como dice UNICEF. Tratémonos bien nosotros mismos y luego, tratemos bien a los demás: seríamos una sociedad más saludable.
Sigamos fortaleciendo los cimientos de nuestra bella ciudad en la que conviven diferentes culturas y religiones entendidas bajo un mismo idioma universal: la tolerancia.
Apostemos por una paz duradera: la que comienza por estar en paz con uno mismo y luego, sembrar paz en y entre los demás.
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