Opinión

Tres décadas del desplome traumático de la superpotencia comunista

El 25/XII/1991 el mundo era testigo de la consumación de setenta y cuatro años de predominio soviético en el Este del Viejo Continente, con el desmoronamiento de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, conocida por su acrónimo como la URSS. Sin duda, la resignación del Presidente Mijaíl Sergueievich Gorbachov (1931-90 años) sellaría un antes y un después en la inauguración de una espinosa transición política: en un abrir y cerrar de ojos, la insignia roja con la hoz y el martillo sería sustituida casi clandestinamente por la tricolor de la Federación de Rusia.

Ciertamente, tras décadas de progresos que reconfiguraron el mapa de los movimientos sociales, pero igualmente, de una represión severísima y numerosas desdichas, decidieron desvincularse punteando la descomposición definitiva de la URSS: la ‘Guerra Fría’ (1947-1989) y el establecimiento de la organización supranacional acomodada por diez de las quince exrepúblicas soviéticas, con la excepción de los tres Estados Bálticos, estos son Estonia, Letonia y Lituania, o lo que es lo mismo, la Comunidad de Estados Independientes, en adelante, CEI.

Es decir, lo que hasta ese instante conformaba la URSS mutó en quince Repúblicas, de las que únicamente una es distinguida como su sucesora legítima: la Federación de Rusia. Hoy, la amplia mayoría prosiguen en la órbita de Moscú y meramente las Repúblicas Bálticas han terminado integrándose en la OTAN y la Unión Europea. Sobraría mencionar, que en aquellos trechos rivalizó con Estados Unidos en una pugna ideológica que desmembró al planeta entre el paradigma capitalista liberal de los estadounidenses y el prototipo comunista de los soviéticos.

“Así, de un destello vertiginoso, se apagó y desapareció para siempre lo que en algún tiempo fue la todopoderosa Unión Soviética: la libertad de expresión ostentó y expuso su inmensa capacidad, facilitando la prueba fehaciente de una crisis global en toda regla”.

Aunque, la génesis de la URSS se asienta en la ‘Primera Guerra Mundial’ (1914-1918), además, de la ‘Revolución Rusa’ (1917) y fundamentalmente, en la ‘Revolución de Octubre’ (1917), no se desencadenará hasta que inmersos en la ‘Guerra Civil’ (1917-1922) surja la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, al federarse los territorios de Rusia, Bielorrusia, Ucrania y Transcaucasia, actualmente, Georgia, Armenia y Azerbaiyán, que hasta esa ocasión habían maniobrado de modo más o menos independiente.

A pesar de todo, las primeras auras de la Unión Soviética se definieron por ser confusas, al estar influidas por la concatenación de conflictos bélicos, las crisis económicas, las hambrunas y el reordenamiento político y social que respaldaba el nuevo régimen. Su afianzamiento como potencia comparecería a posteriori, durante la ‘Segunda Guerra Mundial’ (1939-1945).

Con estos mimbres, la frustración del socialismo como fórmula económica remolcó al andamiaje político, hasta desembocar en el desvanecimiento del Estado Soviético salido de la Revolución. Y como tal, el debilitamiento del poder central auspició el advenimiento de fuerzas centrífugas emergidas en las Repúblicas Federadas.

Así, desde terciados de 1990 hasta las postrimerías de 1991, respectivamente, el movimiento reformista de la Perestroika destinado a desarrollar una estructura interna, fue sobrepasado por la inclinación rupturista que personificaba al nuevo líder Borís Nikoláyevich Yeltsin (1931-2007).

Paulatinamente y admitiendo la soberanía nacional, las Repúblicas se distanciaron del centro de gravedad soviético, prescindiendo de contenido político a la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Y es que, valga la redundancia, cada República se transformó en un Estado Independiente, y para poner algo de orden ante el gran desconcierto, se estableció la CEI, a la que se incrustaron varias de las Repúblicas exsoviéticas.

Asimismo, la desintegración de la URSS condujo a una crisis económica generalizada que conjeturó el declive de la producción interior, principalmente industrial, con una merma del poder adquisitivo de la población en aquellos Estados donde se fundió el detonante de los conflictos étnicos o las guerras declaradas.

Acto seguido a un trienio angustioso (1991-1993) daba la sensación que el curso de los acontecimientos se estabilizaban. El existencialismo se impone y con grandes inconvenientes se abre paso a la cooperación económica que, al menos, afianzase la supervivencia como Estados de un importante número de Repúblicas que en su día constituyeron la antigua Unión Soviética.

En este entresijo de inseguridad, las reformas establecidas por Gorbachov como otras tantas de años precedentes, intentaban conferir más capacidad al sistema económico socialista, pero terminaron por perturbar aspectos esenciales del rumbo soviético. Eso sí, se emprendieron con la apertura informativa y la identificación de la gravedad del problema. Y entre tanto, la libertad de expresión daría pie a intensos debates y polémicas que destaparon los muchos desaciertos del sistema.

Conjuntamente, no transcurrió mucho tiempo para que los reconocimientos económicos que hasta entonces eran inmodificables, se saldasen en la disputa y el rechazo. Se desechaban explícitamente como ineficaces los planes quincenales que dibujaban el avance económico de acuerdo a unas preeminencias políticas predeterminadas, sin contar con los matices de la rentabilidad.

De esta manera, se planteó la admisión del dispositivo del mercado, concebido como un método de compensación. También, se alentaba al encaje privado y se impusieron pautas que proporcionaban mayor protagonismo a los tecnócratas frente a los burócratas, con el propósito de alcanzar más solidez, presteza y vigor en las actividades económicas. Estableciéndose incentivos salariales que optimizasen la producción y se intimidó con la regulación de plantillas.

Simultáneamente, se determinó reducir los gastos militares, conviniéndose el reajuste de armamento y el repliegue del Ejército Rojo de los territorios socialistas de la Europa del Este. Con ello, se proyectaba regularizar más volumen en las inversiones mirando a la industria y la agricultura. No obstante y pese a estos compases, el rompecabezas económico no se solventaba, al no cesar de divisarse otras complejidades que hacían insostenible el control de un entorno cada vez más enrevesado.

Pero, el dilema cardinal se trazó cuando se puso de manifiesto que la auténtica reforma económica, o lo que es lo mismo, el preámbulo de los elementos del mercado en el sistema socialista, eran inadmisibles sin la modificación del engranaje político que estaba en la base de los dogmas económicos.

De hecho, desde el inicio de 1987, se sacaba a la palestra el empobrecimiento del modelo económico y socio-político del socialismo. A raíz de aquí, la Perestroika dio un paso irrevocable, asumiendo una posición más globalizadora y contemplando la conjunción directa que los remedios económicos aparejaban con el sistema político.

El beneplácito evidente del desenvolvimiento de una economía centralizada y planificada hacia otra de mercado, se ratificó por el Sóviet Supremo o órgano correspondiente al poder legislativo. Y responsables de lo que ello presumía, los reformadores dieron por finiquitada la lección que tanto frenesí avivó desde la configuración del Estado Soviético tras la ‘Revolución’ de 1917.

Sin mucho menos aspirarlo, la Perestroika agilizó el mecanismo desintegrador del grandioso Imperio Soviético. La profunda metamorfosis de la economía preconcebida, vaticinaba la innovación del sistema político; una reposición que irremediablemente llevó a agitar la hoja de ruta del Partido Comunista y los vínculos territoriales entre las Repúblicas Federadas. En otras palabras: en cuatro años, Gorbachov contrajo la titánica labor de reformar la Unión, sin renunciar a los principios del socialismo y procurando no llegar a la ruptura.

Para ello, aspiraba a una restauración grandilocuente de la economía, la sociedad y el Estado Soviético. Toda vez, que los sucesos sobrevinieron tan precipitadamente, que los afanes por él desencadenados terminaron por sobrepasarle, induciendo al deterioro de un régimen político que aparentemente era firme, sin haberse instituido antes una estructura que apropiadamente lo reemplazara.

“El derrumbe de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas puede sintetizarse como un colapso aparatoso, que dejó indecisos a muchos y cuyas réplicas sísmicas no han cesado en el siglo XXI”

A tenor de lo dicho, repentinamente y con incuestionable asombro, se originó el desliz del ideal socialista y la decadencia desenfrenada del Imperio Soviético derivado de los zares. Claro está, que la Perestroika ocasionaba una perturbación absoluta de la economía, cuyos resultados inmediatos residieron en el desplome inquietante de la producción y el desorden de los circuitos comerciales. Al desgaste alarmante de la calidad de vida se ensambló la indisposición de los servicios públicos.

Con respecto a las coyunturas habidas entre las Repúblicas y ante los riesgos de poder en la que se hallaba la URSS, Gorbachov, hilvanó un ‘Nuevo Tratado de la Unión’ con la idea de implantar un armazón más claro y menos centralizado. La opción entreveía una verdadera unidad de Estados soberanos, o más bien, una confederación no más lejos de la intensificación de derechos de las Repúblicas y Autonomías, pero sin poner en aprietos el ámbito político y económico común.

Ante lo visto, el debilitamiento del poder central y el notorio naufragio del Partido Comunista de la Unión Soviética, por sus siglas, PCUS, se removieron aún más los nacionalismos y se extendieron las corrientes independentistas.

En resumidas cuentas, con anterioridad a la presentación del proyecto del ‘Nuevo Tratado de la Unión’ previsto para el 20 de diciembre, tanto Rusia como Ucrania y Bielorrusia dispusieron crear la ‘Unión Eslava’, firmando el 8/XII/1991 en Minks la ‘Unión de Estados Independientes’. Este Tratado se iba a aprobar el 20/VIII/1991, pero en la proximidad de su desenlace se promovió el ‘Golpe de Estado’ impulsado por el PCUS: su frustración no hizo más que urgir la causa desintegradora.

El 25/XII/1991 con el abandono de Gorbachov como Presidente, la URSS dejaba administrativamente de existir: era sucedida por un conjunto de quince países independientes que estrenaban su senda como Estados, debiendo de enfrentarse a innumerables atolladeros interétnicos y sumergidos en dificilísimas vicisitudes económicas.

Más que el argumento de los nacionalismos, el hundimiento del PCUS le reportó a la desestabilización sistemática. Hasta el ‘Golpe de Estado’, se quería explotar su traza para materializar proporcionadamente los cambios. Sin el dinamismo del Partido, la sociedad rehabilitó el talante político y, con la libertad de expresión, salieron a la luz las demandas nacionalistas hasta entonces contenidas.

En varios de los Estados el Partido Comunista fue reconocido como indebido. Amén, que en algunos de ellos, la nomenclatura se convirtió propiamente al nacionalismo y así pudo permanecer arrebatando el poder.

Al ceñirme en la eclosión de los nacionalismos y de los incontables laberintos interétnicos, hasta mediados de los 80 se imaginaba que en los enclaves de la URSS estaba zanjada la tesis de los orígenes patrióticos. En el Estado multinacional soviético todo parecía revelar que se había consumado la fase de fusión de los pueblos en el molde del esqueleto político federal del Estado socialista. Con todo, este indicio implicó ser más supuesto que efectivo.

El PCUS, contrafuerte imprescindible en la vertebración estatal, era básicamente ruso. Por medio de los flujos migratorios y de la enseñanza de la lengua, se llevó a cabo una carrera de rusificación acelerada por cada una de las regiones de la URSS, pero en el fondo persistían casi implacables los rescoldos y las desavenencias interétnicas. Ya, con los ahogos económicos y sumido en los desbarajustes, la astenia del poder central y la falta de proyección de la fuerza comunista se provocó, e instantáneamente, llegaría la estampida de las fricciones nacionalistas.

Primeramente, era fuente de inquietud para las previsiones de reforma, por su extraordinario potencial disgregador; más tarde, se erigió en el principal contratiempo para preservar la conservación de la URSS. La disociación enardecida por los nacionalismos intensificaron la confusión económica y promovieron la desaparición del Estado soviético que, a su vez, sin la mediación resuelta del ejército resultó imposible sortear.

Las Repúblicas Independentistas más punzantes recayeron en las tres Bálticas y Moldavia, las Caucásicas de tenaz temperamento étnico y poco rusificadas, y finalmente, Ucrania, con atracción por ver plasmada una vieja aspiración. Allende a lo que se podía especular, las cinco Repúblicas de Asia Central no resaltaron precisamente por sus pretensiones de liberación; a pesar de su naturaleza islámica estaban a favor del ‘Nuevo Tratado de la Unión’ que planteaba Gorbachov, tanteando la subordinación económica de las otras Repúblicas, particularmente, Rusia.

Pero, no todas las contrariedades étnicas quedaban satisfechas con la digresión de las Repúblicas. Digamos, que sucedió todo lo inverso, porque los nuevos Estados poseían minorías dentro de sus límites fronterizos que, mismamente, reclamaban su autonomía o independencia política. Ahora, las contrariedades se reprodujeron instando a la irresolución y bordando la desorganización. Algunas degeneraron en auténticas batallas campales y sumergieron a los Estados, donde se enquistaron en una crisis económica y social complicada de superar.

Justamente, por los motivos que la desataron se pueden diferenciar tres moldes de disyuntivas étnicas. Hay que empezar refiriéndose a las que asumen su umbral en requerimientos territoriales, estando afectadas con el dibujo de las fronteras dentro de la Unión Soviética o con deportaciones de pueblos, atribuidas por Iósif Stalin (1878-1953) al concluir la ‘Segunda Guerra Mundial’. Sobresaliendo la colisión del Alto Karabaj con mayoría armenia en la República de Azerbaiyán.

Esta maraña irresuelta desafía a dos poblaciones con viejas discrepancias: los armenios, cristianos e indoeuropeos, con los azeríes, musulmanes y turcófonos; la conflagración ha urgido al desplazamiento de unos 500.000 azeríes de Armenia y de poco más o menos, la totalidad de la urbe armenia de Azerbaiyán.

Otros dos han perturbado a Georgia: el de Osetia del Sur, República Autónoma dentro de Georgia que quiere incorporarse con Osetia del Norte. Y cómo no, el de Abjasia, República Autónoma al Noroeste, de fructíferos terrenos agrícolas y mayoría musulmana que determinó su inconexión de Georgia, avivando una guerra que cesó tras el respaldo ruso a favor de ésta.

Otra rivalidad de signo íntegramente territorial fue el que acometió la minoría rusa y ucraniana de Moldavia en la demarcación del Transniéster, resolviendo independientes los territorios al Este del Dniéster, ante la sospecha que Moldavia acabase articulándose a Rumanía por la similitud de sus residentes. Hay que subrayar, que el ejército ruso colaboró en ayuda de la minoría independentista, alcanzando su empeño de perdurar en los lazos con Rusia.

Del mismo modo, Ucrania ha neutralizado las exigencias de Crimea, habitada por el 65% de rusos que ambicionan un Estatuto de Autonomía o bien, la reunificación con Rusia de la que se separó en 1954.

Más enconada parece hallarse la situación de Tayikistán, donde ha prosperado y opera una guerrilla integrista secundada por los afganos: las disensiones políticas, étnicas y religiosas se combinan con los asuntos económicos, especialmente arduos en esta República. Mientras, en el Sur, nacionalistas e islamistas postulan la independencia de cara al Norte prorruso y laico.

El elevado fuste estratégico de esta frontera, esencialmente propicio para el tránsito de drogas y la inmigración ilícita, han coadyuvado a que Rusia medie en el conflicto y reserve a su milicia en la franja.

Segundo, otra estampa de enfrentamiento sociológico incluye su origen étnico en el delicado contexto socioeconómico apremiado tras el rompimiento de la URSS. Indiscutiblemente, son indicativos evaluados como propios del Tercer Mundo: el cataclismo de las estructuras económicas y comerciales han enardecido la llegada del desempleo y circunstancias sorprendentes de pobreza.

En esta miscelánea de variables intervinientes se ha dado una ola de xenofobia, al radicalizarse las pugnas interétnicas latentes de autóctonos contra extranjeros, hasta derivar en las matanzas de armenios en Azerbaiyán, o los ataques de uzbecos contra ciudadanos caucásicos desterrados por Stalin a las Repúblicas de Uzbekistán.

Y tercero, las luchas de soberanía han trascendido en el interior de Rusia: Tartaristán, que se traslitera República Tatarstán, así como la República de Chechenia, se proclamaron independientes. Si en el primer sumario la disposición se ha regulado sin intromisión armada con un Estatuto de Autonomía y con innegables peticiones, en la segunda se enfatiza la injerencia inclemente de las fuerzas armadas rusas, sometiendo a escombros su capital Grozni. Aun con el alto el fuego vigente, la traba de la soberanía continúa estancada.

También, como apremios de soberanía se estima la ‘Declaración de Independencia’ que en su día anunciaron los rusófonos en la República del Transnistria en Moldavia, oficialmente, República Moldava Pridnestroviana, y la República Autónoma de Abjasia en Georgia, resueltos con la actuación del ejército.

En este horizonte fluctuante, un sentimiento de inseguridad se acomoda en los rusos que comparecieron como inmigrantes y que en este momento subsisten en otras Repúblicas exsoviéticas. En los Estados independientes se han vuelto minorías que asiduamente se sienten perseguidas. Obviamente, para Rusia la conformación de individuos en otros Estados es significativo, si se establecen en grupos fuertes como sucede en Moldavia, Kazajstán o Ucrania.

En consecuencia, el derrumbe de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas puede sintetizarse como un colapso aparatoso, que dejó indecisos a muchos y cuyas réplicas sísmicas no han cesado. Porque, nos estamos refiriendo a un Imperio que despuntó de la ‘Revolución Comunista’ de 1917, llegando a extenderse en un sexto de la superficie integral, incluyendo nada más y nada menos, que unas cien nacionalidades.

Por si fuese poco, el autoritarismo en ausencia de un consenso cimentado de forma participativa y la centralización, condujeron a una burocracia inacabable, con división de responsabilidades, especialización del trabajo, jerarquía y relaciones impersonales, alargando sus tentáculos por los cobijos del territorio y perspectivas de vida.

Así, de un destello vertiginoso, se apagó y desapareció para siempre lo que en algún tiempo fue la todopoderosa Unión Soviética: la libertad de expresión ostentó y expuso su inmensa capacidad, facilitando la prueba fehaciente de una crisis global en toda regla, cuyos múltiples ingredientes causales reposaban herméticos y encubiertos por el castigo de una dura represión, pero que durante demasiados años carcomieron internamente a la sociedad, hasta contribuir en la aniquilación de una de las dictaduras más intolerantes, asfixiantes e intransigentes que han quedado empeñadas en las páginas tenebrosas de la historia universal.

Hoy por hoy, el paisaje que subyace en la Federación de Rusia es considerablemente nebuloso, porque la evolución en los cambios se prolonga y nadie sabe dónde ni cuando se cerrará. Si bien, aun habiéndose renunciado a la ideología orientadora, ésta no se ha reemplazado por un nuevo diseño de sociedad.

Incuestionablemente, este desierto devastador se ha colmado con el resurgimiento de nacionalismos crónicos, cuya infiltración en diversas de las antiguas Repúblicas proponen desafíos constantes y lances vehementes, al enquistarse un sinfín de viejos y nuevos entresijos todavía inacabados.

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