Melilla siempre se despierta tarde. Es algo que sorprende muchísimo a los peninsulares que recalan por esta tierra, bien por motivos de trabajo o en visitas ocasionales. Les choca que sea difícil desayunar a primerísima hora en el centro de la ciudad o que los kioscos de prensa abran en algunos casos cerca ya de las nueve de la mañana.
Ahora, con el Ramadán, casi todas las mañanas parecen, a primera hora, como si fueran sábado. Y cuando les hablo de primera hora no me sitúo en las siete, ni siquiera en las ocho. Me refiero en torno a las nueve horas, que es cuando muy pronto la que suscribe empieza a funcionar porque casi siempre la tarde-noche se echa deprisa en este trabajo y, al final, son tantas las cosas que escribir y editar que las horas corren en contra con más rapidez de lo que uno se presuponía a priori.
Apenas hay ruidos cuando el cuerpo empieza desperezarse. El tráfico se reduce a la mitad durante toda la mañana y resto del día. La ciudad es más vivible, más amable en estas jornadas de tanto sacrificio para nuestros paisanos. Sé que muchos de ellos lo sobrellevan con entereza, fe y hasta alegría a pesar del extremo calor, pero no me explico cómo pueden aguantarlo. Los admiro, porque no sería capaz, jamás pienso, no ya de estar sin comer, que podría. Me resultaría imposible no beber ni fumar, mi gran y malísimo vicio, fuente de gran ahorro si consiguiera o, al menos, empezara por proponerme la conveniencia de dejarlo.
Les cuento todo esto porque quiero compartir estas sensaciones distintas en un mes tan caluroso como el de otros años siempre que es agosto, pero que cada vez, con la edad, se va haciendo más cuesta arriba, más difícil, más plomizo e imposible sobre todo cuando hay que afrontar el tajo del trabajo, con mucha imaginación y menos personal, que por demás no se traduce en ningún caso en menos esfuerzo sino lo contrario.
El otro día, en una película, española, pero no sé decirles el título así a bote pronto, un padre le afeaba a su hijo qué mierda de trabajo había elegido para tener que incorporarse en pleno Año Nuevo y andar por ello poniendo pegas a la fiesta familiar de Fin de Año. Han acertado, se trataba de un periodista.
Cuando escribo y oigo que con mayor preparación es posible optar a un mejor puesto de trabajo, en mejores condiciones y mejor remunerado también, pienso que en cualquier caso menos en el de la Prensa. Elegir ser periodista es un sacrificio extremo, que impone dedicar la vida a la profesión. Lo he escrito alguna que otra vez pero lo repito, el periodismo es una profesión en lo externo, un sacerdocio en lo interno y una ruina, si me apuran, en lo económico.
No quiero que el editor interprete esto como un intento de pedir sutilmente una subida de sueldo. No es mi estilo.
Será por el calor o por lo que quieran o porque tras escribir y maquetar seis páginas, amén de corregir a colaboradores, ya no doy para más.
El caso es que a pesar de todo quien es periodista al final tampoco puede ser otra cosa y, con ello, la vida es un todo, porque cuanto pasa, nos rodea o sentimos al final acaba siendo parte de una historia que se puede contar, trasladar o compartir con los lectores.
Entre otras sensaciones, la compartida también con muchos usuarios de la Ensenada de los Galápagos, que no entienden, al igual que me pasa a mí, por qué esa playa paradisíaca, que puede encandilar a cualquiera cuando sopla el viento de Poniente y el agua se vuelve limpia y cristalina, no tiene ni una pequeña fuente para poder enjuagarse los pies cuando uno abandona la zona de baños.
Me encontré ayer a Pepe Oña –sí, el conocido ‘Papa Ñ,’ amén de divertido reportero todoterreno de TVM y guía turístico- ayer en la misma Ensenada. Iba con Omar, de Delfi Aventuras, en una escapada entre tanto almorzaba en ‘La Pergola’ un grupo de turistas de Saidia, al que estaban acompañando. Omar me decía que pensaba llevar al grupo a la paradisíaca playa. Y mi hermana, a mi lado –siempre a mi lado- me decía: “tú ves, si es que es una pena que no se den cuenta de cuantas posibilidades tiene este sitio”.
Así, que confiadas, por aquello de que el presidente Imbroda se sumó también en este fin de semana al grueso cada vez mayor de bañistas que opta por los ‘Galápagos’, supusimos que tras haber solicitado la fuentecita en papel prensa, quizás alguien nos escuche y de una vez adecenten la cala como Dios manda.
Y por cierto, un poco de limpieza en el fondo marino tampoco vendría mal. No sólo hay que limpiar la de Horcas y hacer un dique de contención que la preserve de los temporales durante el invierno. La Ensenada también requiere de la misma actuación.
Tantos años como he vivido en el Mantelete y es ahora, de mayor, cuando disfruto de algo que siempre tuve tan cerca y a donde jamás pude acceder. Espero que, con estos cambios, para bien –siempre para bien- vayamos por fin a mejor y que alguien, en la Consejería de Medio Ambiente, ponga de una vez remedio a una playa, que mejor equipada, se merece, cuando hace Poniente, la más grande de las banderas azules.
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