Ha vivido tres guerras –Annoual, la Guerra Civil y la Segunda Guerra Mundial– y ha sobrevivido gracias a su buen humor, aunque no haya pegado un solo tiro.
Daniel Castañeda es un fenómeno que luce casi un siglo –está a punto de cumplir 98 años–, que vino de su Granada natal para sentar sus reales y marcar las lindes de su cortijo en la vieja Rusadir. Es un mocetón pícaro y es un erudito señor que, a estas alturas, no tiene que recibir clases de nadie sino, más bien, ofrecerlas.
Sus tres pianos –uno de cola, otro normal y un ‘hammond’– están perfectamente afinados, como su ancestral guitarra que cuelga de la pared de la salita de su anciana –como él– residencia en pleno centro de Melilla, un caserón lleno de historias y de recuerdos.
Una pileta llena de agua clara acoge al último pez 'gupi' de su colección. Está junto al piano y muy cerca de la inmensa colección de relojes cuco que posee perfectamente bien conservados.
Cuando los cincuentones éramos, en el pasado, niños, íbamos a comprar peces 'gupi' al almacén de papel de Daniel Castañeda, ‘La Española’: “Claro, malvado, si eran los más baratos y estábais tiesos”. Pero no sólo íbamos a comprar peces sino a escuchar con mucha atención las historias de Daniel y sus enseñanzas. Desde el origen de las especies pescaderas hasta su enorme glosario de anécdotas y vivencias. Con Daniel se aprendía y se aprende.
“Me gustan las mujeres”, proclama ufano y lúcido. Y le gustan los chistes casi igual que la buena música.
Invadimos su hogar de la avenida de los Reyes Católicos y, antes de sentarnos, se sienta él en el piano –el normal– para interpretar ‘Dos gardenias’ y ‘La campanera’. Es casi imposible comprobar cómo un mocetón de 97 años toca tan bien el piano. Con ritmo y compás y, si se le pide amablemente, hasta las canta. Luego, ya en el ‘hammond’, borda el ‘Oh sole mío’. Qué bárbaro.
Tiene en casa algo de martini y de anís; los propone, pero sabe que no se puede pasar aunque, dolencia, no se le conoce ninguna a pesar de que está rozando el siglo de existencia.
Bueno reconoce una afección: “Mi única enfermedad es llegar apurado a fin de mes pero es una enfermedad del bolsillo, no mía”. Castañeda ve pasar los años con placidez, con la seguridad de haber hecho muy bien las cosas y es “devoto de las buenas amistades, las que te enriquecen, las que te colman”.
Hay tiempo, en 97 años, de sufrir y de ser feliz; hay tiempo para confiiar en el ser humano y para desengañarse del ser humano y hay tiempo para interpretar un pasodoble, un bolero o una pieza de ópera. Pero hay que llamarse Daniel Castañeda para que dé tiempo a todo.