Opinión

La Cuaresma, el distintivo sobrenatural del cristianismo

Desde tiempos antiquísimos, la ceniza se imponía sobre la frente de los fieles con estas palabras: “Acuérdate de que eres polvo y al polvo has de volver”, o lo que es igual, “memento homo quia pulvis es et in pulverem reverteris”. Siglos más tarde, esta fórmula se realiza fielmente en el rito del ‘Miércoles de Ceniza’ junto a otra que dice literalmente: “Conviértete y cree en el Evangelio”.

Si bien, no es posible conocer con certeza dónde y cómo afloró la Cuaresma, sobre todo en Roma, los Padres de la Iglesia consideran que paulatinamente se gestó en forma y orden: primitivamente, incluso antes que de los cánones conciliares, hubo de irrumpir una etapa de observancia inicial para la Pascua, en el sentido mismo y de la idiosincrasia sobrenatural del cristianismo. Las referencias más inmediatas a un espacio prepascual, apuntan a Oriente en los preludios del siglo IV (301-400 d. C.) y, en Occidente, a finales del mismo.

No obstante, en la mitad del siglo IX (801-900 d. C.), comenzaba a apuntalarse una práctica penitencial promotora de la Pascua con ayuno. Pero, como en otros escenarios de la Iglesia, habría que estar atentos para atisbar los primeros indicios de una estructura orgánica de este calado litúrgico. Lentamente, mientras se afianzaba la instauración de la Cuaresma con sus cuarenta días, el lapso de gestación pascual se concretaba en Roma a tres semanas de ayuno diario, exceptuando los sábados y domingos. Este ayuno prepascual se conservó durante poco margen, porque en las postrimerías del siglo IV se observaba la configuración cuaresmal.

Con lo cual, la extensión de la Cuaresma posiblemente derivó por estar emparentada a la praxis penitencial. Por aquel entonces, los penitentes inauguraban su preparación hasta el sexto domingo antes de Pascua, haciéndolo con una renuncia que alcanzaba a la jornada de la reconciliación con la asamblea eucarística del ‘Jueves Santo’. Obviamente, como dicho período de penitencia aglutinaba cuarenta días de profundo recogimiento y reflexión, recibió la denominación de ‘Qudragésima’ o ‘Cuaresma’.

De esta manera, en los comienzos cuaresmales, se oficiaban únicamente reuniones eucarísticas dominicales; aunque, entre semana, los miércoles y viernes habían asambleas no eucarísticas.

Ya, en el último curso del siglo VI (501-600 d. C.), tanto los lunes, miércoles y viernes, se celebraban las reuniones de la eucaristía. Pronto, se incorporaron asambleas los martes y sábados. Finalmente, el procedimiento se cristalizó con el pontificado de Gregorio II (669-731 d. C.), determinándose un ritual eucarístico para los jueves de Cuaresma.

Y desde el punto y final del siglo V (401-500 d. C.), el entramado de la Cuaresma corresponde a los cuarenta días, respetados a la luz del simbolismo bíblico con un prisma enteramente salvífico y redentor, del que es signo su designación como ‘Sacramentum’.

A la hechura de la Cuaresma, ya en la mañana del ‘Jueves Santo’ concurriría la disciplina penitencial para la reconciliación de los pecadores. A ello hay que añadir, los requerimientos propios del primer catecumenado, con la disposición inmediata al ‘Sacramento del Bautismo’ en la noche de la Pascua.

Hoy, en pleno siglo XXI y un año después de estar padeciendo los efectos desencadenantes de la crisis epidemiológica del SARS-CoV-2, se nos abre una puerta a la esperanza con el ‘Tiempo de Cuaresma’, sabedores que nos encontramos en un escenario irresoluto del que quisiéramos escapar.

Conjuntamente, aparece un rayo de esperanza para encaminarnos a los ‘Días más Santos’ del Año Litúrgico. Si cabe, aún más, en estas circunstancias complejas, en los que esperamos con ansias el Triduo Sacro del ‘Jueves Santo’ al ‘Domingo de Resurrección’, rememorando los sucesos centrales de la ‘Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo’.

Indiscutiblemente, este intervalo de gracia espiritual viene precedido por la acentuación de las celebraciones de la Palabra de Dios, la vida sacramental y la plegaria, haciendo especialmente alusión al compromiso que nos requiere el Bautismo renovado por el ‘Acto Penitencial’.

Con el precedente de la maduración cuaresmal en su compás que no toma cuerpo hasta el siglo V, en numerosas Iglesias de Occidente y Oriente se pretende preparar para ser más conscientes y redimensionado a la Pascua con un gran ayuno.

La seña más incipiente de los preparativos en los cuarenta días, se constata en un documento que se remonta alrededor del año 332 d. C., perteneciente a Eusebio de Cesárea (265-339 d. C.), exégeta y padre de la Historia de la Iglesia, porque sus escritos se encuentran entre los primeros relatos del cristianismo primitivo. Toda vez, que hace mención a la Cuaresma como si se refiriese a una institución difundida, manifiestamente conformada, e incluso podría valorarse con un enfoque de estar consolidada.

Evidentemente, las noticias preliminares nos permite sospechar que en los preámbulos del siglo IV, en un número importante de Iglesias, la Cuaresma ya era una realidad instaurada.

A pesar de ello, no es sencillo establecer con exactitud las singularidades de este lapso en el tiempo, porque los antecedentes apenas son minúsculos. Por lo tanto, el indicativo de la Cuaresma con sus luces y sombras, trasciende de la opacidad al esclarecimiento creciente.

Precisamente, al testimonio de Eusebio me referiré sucintamente: “Orientado, pues, nuestro camino hacia Dios, nos ceñimos los lomos con la cintura de la templanza; vigilamos con cautela los pasos del alma, disponiéndonos, con las sandalias puestas, para emprender el viaje de la oración, para resistir a los enemigos; realizamos con todo interés el tránsito que lleva al cielo, apresurándonos a pasar de las cosas de acá abajo a las celestes, y de la vida mortal a la inmortal…”.

“Después de pascua, pues, celebramos pentecostés durante siete semanas íntegras, de la misma manera que mantuvimos virilmente el ejercicio cuaresmal durante seis semanas antes de pascua. El número seis indica actividad y energía, razón por la cual se dice que Dios creó el mundo en seis días. A las fatigas soportadas durante la cuaresma sucede justamente la segunda fiesta de siete semanas, que multiplica para nosotros el descanso, del cual el número siete es simbólico”.

Desde esta visión, para Eusebio la Cuaresma se enmarca en un recorrido paralelo al de los hebreos por el desierto, sinónimo de un clima de aspereza, sobriedad, humillación y vigilancia ascética. Denominándolo ‘viaje de la vocación celeste’, porque es un “ejercicio” que entraña esfuerzo y voluntad de combate.

Los apoyos sugeridos para practicar esta andadura cuaresmal, recaen en la introspección y meditación de la Palabra de Dios reforzada con la vivacidad de la oración. Tan solo quienes transitan este itinerario en manos de Dios, estarán en condiciones de rechazar las cuestiones mundanas y regresar al prisma espiritual.

Asimismo, inspirándose en los comentarios simbólicos de su maestro, Orígenes de Alejandría (184-253 d. C.), Eusebio afirma que las seis semanas de la Cuaresma representan el ahínco decidido y la lucha moderada de la carne. De hecho, las siete semanas de la cincuentena que despuntan el día cincuenta, encarnan el descanso futuro y el reino eterno. En otras palabras: la Cuaresma es la imagen de la vida presente y la existencia temporal.

En idéntica sintonía, Atanasio de Alejandría (296-373 d. C.) hace una llamada a la Cuaresma en una de sus cartas redactadas en el año 334 d. C., en una prueba irrefutable a la efectuada por Eusebio, dando notoriedad a una misma tradición:

“Cuando Israel era encaminado hacia Jerusalén, primero se purificó y fue instruido en el desierto para que olvidara las costumbres de Egipto. Del mismo modo, es conveniente que durante la santa cuaresma que hemos emprendido, procuremos purificarnos y limpiarnos, de forma que perfeccionados por esta experiencia y recordando el ayuno, podamos subir al cenáculo con el Señor para cenar con él y participar en el gozo del cielo. De lo contrario, si no observamos la Cuaresma, no nos será lícito ni subir a Jerusalén ni comer la pascua”.

En este caso, la Cuaresma es descifrada desde el plano de la Pascua, alumbrando la similitud entre la enseñanza del Pueblo de Israel en el desierto en busca de la Tierra Prometida y la experiencia cuaresmal atesorada.

Queda claro, que la Cuaresma es propicia para depurarnos de lo que nos aparta de lo correcto y justo, el pecado, y aferrarnos a los mandatos divinos de Dios. Al final de este largo e intenso trayecto se aúpa la Pascua, ejemplificada con un banquete junto al Señor.

El mismo Atanasio en el fragmento que seguidamente reproduciré, sugiere una preparación pascual de cuarenta días, cuando en alguna de sus cartas expone la conveniencia exclusiva de una semana.

Así, en una de ellas cinco años antes declara de puño y letra: “Comenzamos el santo ayuno el día 5 de ‘Pharmuthi’, o séase, el lunes de la semana santa, y lo proseguimos, sin solución de continuidad, durante esos seis días santos y magníficos que son el símbolo de la creación del mundo. Pondremos fin al ayuno el día 10 del mismo Pharmuthi, el sábado de la Semana Santa, cuando despunte para nosotros el Domingo Santo, el día 11 del mismo mes”.

Si el texto previo nos remite al momento cumbre en el que el desarrollo de la Pascua se prolonga, saltando de seis a cuarenta días, en esas fechas la Cuaresma es aún insubstancial. Incluyendo la simbiosis de los seis días, retrato de la tarea creadora de Dios aplicada a las seis semanas de la Cuaresma. Éstas, en palabras de Eusebio, proponen “actividad y energía”.

Es así de natural como el número seis que nos reporta a la labor creadora de Dios, desentierra el carácter virtuoso al que se compromete la comunidad cristiana en el ejercicio cuaresmal.

Idénticamente sucedió en Roma, subordinada a una evolución dilatada en su ampliación. En épocas de Hipólito (170-236 d. C.), ésta se circunscribía a dos días, viernes y sábado, y estos unido al ‘Domingo de Resurrección’, compusieron lo que Ambrosio de Milán (340-397 d. C.) y Agustín de Hipona (354-430 d. C.) bautizaron como el ‘Triduum Sacrum de Pascua’, o ‘Sacratissimum Triduum crucifixi et resuscitati’.

Subsiguientemente, han quedado pequeños rastros de una generalización de este núcleo embrionario de dos días a una acotación de seis. Confirmación provocada por la ordenación un tanto remota de la ‘Semana Santa Romana’, tenidas a imitación con la asignación de la lectura de la Pasión los días feriales de sinaxis alitúrgica, estos son los miércoles y viernes.

Más tarde, emergen tres semanas de preparación a la Pascua, que es insólito y producto exclusivamente de índole romana. Este impulso hacia el año 439 d. C., lo puntualiza el filósofo clásico griego Sócrates (470-399 d. C.) que detalla textualmente: “Es fácil ver que los ayunos que se observan antes de pascua se guardan de modo distinto por unos y por otros, pues los que viven en Roma ayunan tres semanas seguidas antes de pascua, excepto el sábado y domingo”. A partir de aquí, es innegable que en Roma se empleara una duración de tres semanas, con el ayuno cotidiano, descontado los sábados y domingos.

En consecuencia, con el oficio del ‘Miércoles de Ceniza’ se da por inaugurado el Tiempo de Cuaresma, período propicio de intimidad con el Señor, que conlleva un espacio encarnado de cuarenta días con la vista puesta en Cristo, aislado en el desierto para orar y ayunar, objetando y contrarrestando las acechanzas de Satanás.

“La Cuaresma nos depara la bendita oportunidad de resurgir las promesas bautismales, por las que fuimos insertados en el Misterio Pascual”

En sí, el gesto simbólico de la imposición de ceniza en la frente, se hace como respuesta a la Palabra Evangélica, que valga la redundancia, es la Palabra de los Apóstoles al comienzo de su ministerio en ‘Pentecostés’: “Convertíos y creed en el Evangelio”. Redimensionándose un camino que no puede ser explorado sin su sustento principal: la Palabra distribuida abundantemente y con generosidad en la Iglesia, como pan cotidiano para ser degustada y apreciada.

En lo abrupto del contexto desértico, Dios entrega la Ley a su Pueblo; como en lo inhabitable de su aspereza, Jesús somete las tentaciones y descubre que no sólo de pan vive el hombre. Mientras, en la Transfiguración a Pedro, Santiago y Juan, como una proclamación de Jesús nuevo Moisés, se oye la voz del Padre que desvela su Palabra: “Este es mi Hijo amado, escuchadle”.

Luego, como en tiempos pasados, los catecúmenos se predisponían a recibir las aguas del Bautismo con el escrutinio de la Palabra profundizada y madurada, hoy, la Iglesia nos brinda un marco de oración más viva, llevándonos al desierto de nuestras dobleces como lo hizo el Pueblo de Israel, los profetas y Jesús. De forma, que la invocación a través de ella pueda ser una pugna, ‘ascesis-purificación’ y simultáneamente, una experiencia de gloria, ‘mística-iluminación’.

La oración que Jesús extrae a la hora de ser empujado en el desierto para salirse de la voluntad del Padre, es gloria, porque nos anticipa su glorificación que habría de venir acompañada en la Cruz y Resurrección, que, a su vez, es la fundamentación de la vida cristiana personal y comunitaria: la Pascua no es un acontecimiento momentáneo y transitorio, sino que persiste haciéndose actual con la fuerza del Espíritu Santo.

La Cuaresma nos depara la bendita oportunidad de resurgir las promesas bautismales, por las que fuimos insertados en el Misterio Pascual. Sobraría decir, que es la ocasión clave para transformar la conducta cristiana, tonificando la fidelidad en el seguimiento de Jesús y en el seno de la comunidad, en coherencia con la vida cimentada en el Evangelio.

Es la Palabra de Dios hecha carne la que nos alienta a salir de las seguridades terrenas, hasta ponernos en movimiento y divisar un trecho no excesivamente distante, con la Pascua de fondo para escuchar al margen de las algarabías exteriores, el silencio interior y acoger entrañablemente la ‘Buena Noticia’ de la ‘Muerte y Resurrección del Señor’: el kerigma.

Dios nos ama incomparablemente y nos muestra su amor más íntimo e inmenso en Cristo, señalándonos la senda en la que descubrir al hombre de la luz y no de las tinieblas. Porque, en ese amor inabarcable, nos sugiere lo que hemos de hacer y renunciar a las seducciones y artificios del maligno, que por todos los medios está empeñado en apartarnos de su presencia. Como también, nos interpela las Sagradas Escrituras, que quien escucha su voz entrará en la Tierra Prometida.

De ahí, que recién estrenada la Cuaresma, al igual que una voz grita en el desierto, Dios no cesa en su diálogo continuo para con nosotros, saliendo al encuentro para rescatarnos de las oscuridades tenebrosas en las que podamos encontrarnos. Tal vez, en lo más subjetivo de cada persona y en su razón de ser, tintinee levemente su Palabra que queda postergada por la dureza de cerviz.

Curiosamente, Dios no nos quita nada, sino que por el contrario nos entrega todo, dándose a sí mismo en su Hijo Jesucristo. Y es que, podemos fiarnos de Dios, lo mismo que un niño mansamente se deja caer en los brazos de su madre: el cristiano se deja gobernar por el Espíritu Santo, quién está presto a ser acogido en su persona y defendernos de no resistirnos al mal.

Por instantes, alentamos la mentalidad de una aldea global paganizada que sin reservas se contrapone a los designios de Dios; o a la fascinación de lo pernicioso que ambiciona bloquear el contacto con lo espiritual y hacernos estanco a las virtudes divinas. No por ello, resulta factible enredar las opiniones o deseos de las personas, con el lenguaje de Dios diseminado como lluvia fina, que se frustra con la arbitrariedad y subjetividad que nos prescinde de la verdad: la Palabra de Dios visibilizada en su Iglesia.

En esta tendencia cuaresmal, no pueden quedar indemnes las palabras del Apóstol San Pablo que nos refiere al respecto: “En nombre de Cristo, os pido que os reconciliéis con Dios”.

Ni que decir tiene, que es beneficioso mirar el Misterio Pascual una y cuántas veces sean oportunas, en un cara a cara con Jesús, el Señor Resucitado, quien continúa con los brazos abiertos en la Cruz y nos dedica su amor inconmensurable para reconciliarnos con Dios y los hermanos.

¿Por qué nos desprendernos de ese ‘hombre viejo’, que nos recuerda que somos polvo de la tierra y reparar en el gozo de ser revestidos de Cristo, ahora el ‘hombre nuevo’, que ya no está a expensas del pecado y que lo engullía en la muerte ontológica?

Dejémonos abrazar y salvar por Él, estimemos su compasión hacia nosotros y confesemos sin recelos los pecados en el ‘Sacramento de la Confesión’. Y, como no, admiremos su sangre derramada por ti, y por mí, dejándonos purificar.

En definitiva, en medio de tantísimo ruido, obremos el silencio en el interior y atendamos como merece la frecuencia de Dios, que es refinada, penetrante y amorosa, en una coyuntura providencial llena de gracia y salvación que destila la Cuaresma.

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