Opinión

Cuarenta años de la primera descripción clínica del VIH/SIDA

Han transcurrido cuatro décadas, desde que el Centro para el Control y Prevención de Enfermedades de EEUU, hiciera extensivo los primeros episodios de lo que se denominó una ‘neumonía asesina’ y, que a posteriori, se relacionaría con la inmunodeficiencia producida por el ‘VIH’ o ‘virus de la inmunodeficiencia humana’.

Actualmente, resulta difícil referirnos a un virus sin pensar en la pandemia que nos aprisiona: el SARS-CoV-2 y sus múltiples variantes, como ÓMICRON, que parecen no poner fin a esta pesadilla. Y como irrumpe en los tiempos que vivimos, los inicios del ‘SIDA’, acrónimo de ‘Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida’, se desencadenó en un entorno desfavorable que englobó la falta de información y el miedo.

En aquellas travesías, el ‘VIH’ surgió por sorpresa en la aldea global que desconocía cómo hacer frente a una enfermedad de estas características, y que de la noche a la mañana inquietaba a las personas rebasando fronteras infranqueables. A la par, los sistemas de salud investigaban una respuesta para prevenir y tratarlo, y la sociedad lo enfrentaba con innumerables aprensiones y prejuicios.

¡De pronto!, el ‘VIH’ se transformó en algo así como un espejo en el que contemplar las inequidades precedentes. De esta forma, lo despreciable se convirtió en más vulgar, lo solidario más recíproco y las desproporciones más enquistadas. Además, emergió el estigma más radical, sobre todo, en quienes habían heredado el virus, pero igualmente, a los que se le reconocían con unos mínimos indicios de haberlo contraído.

Desde aquel momento, la discriminación iba a ser la punta de lanza de la epidemia.

En sus comienzos, se enjuició que el virus influía únicamente en los hombres que mantenían sexo con hombres, mientras otros recababan que se trataba de un escarmiento para quienes practicaban experiencias desaprobadas socialmente como el uso de las drogas, la ocupación sexual o las múltiples parejas sexuales.

Con estas connotaciones preliminares, el SIDA, es la principal pandemia de carácter transmisible que ha afectado y continúa afectando a la humanidad desde terciados el siglo XX. El devenir del SIDA en España alcanzó dimensiones superiores que en otras naciones de nuestro contexto, debido básicamente a una acelerada transmisión del VIH en consumidores de drogas por vía parenteral.

Del mismo modo, se originó una propagación desmedida del VIH en hombres con prácticas homosexuales, y se observaron tasas elevadas de casos por circulación heterosexual y perinatal, en parte, por la expansión de personas contagiadas.

Desde este complejo escenario epidemiológico se abordaron diversas y enérgicas acciones para la prevención y el control de la epidemia. La suma de esta estrategia configuró el ‘Plan Nacional sobre el SIDA’, en el que intervienen entre algunos, las administraciones estatales, autonómicas y locales, organizaciones no gubernamentales y colegios profesionales.

Entendemos que el VIH no sólo atañe a los homosexuales, bisexuales y otros hombres que mantienen sexo con hombres que se identifican a sí mismos como heterosexuales. También, concierne a mujeres cisgénero y transgénero, bebés recién nacidos, individuos que utilizan drogas sin importar su sexo u orientación y otros más.

Asimismo, desde que se manifestaron las primeras auras en España, los hombres gays han centralizado la mayor casuística y lamentablemente la cuantificación más alta en las cifras de defunciones. Sin soslayarse, las mayores réplicas para contrarrestar la enfermedad infecciosa y la resiliencia puesta en escena.

"A lo largo de estas cuatro décadas, se calcula que unos 40 millones de personas han muerto por SIDA. Y a la sombra del anterior guarismo: se estima que conviven con el VIH unos 38 millones, anualmente se infectan cerca de un millón y fallecen unos 700.000 por año"

A ellos se ensamblaron las mujeres trans, las trabajadoras sexuales, otros sujetos con VIH que demandaban medicinas y que, casualmente, encarnaron la lucha comunitaria por el derecho a la salud.

En la década de los noventa, cientos por miles de personas con VIH se revelaban infatigablemente en los movimientos para pedir que se adquirieran tratamientos antirretrovirales que resultaban costosísimos. Me refiero a años de obstaculizar las calles o vías, o constituir marchas de repulsas por los fallecidos. Lo que llevó a que se distinguiese el menester de ofrecer tratamiento a quien realmente lo precisaba.

Hoy en día, organizaciones e individuos conviviendo con el VIH vuelven a retornar a las plazas ante los inconvenientes por la falta de medicamentos que ponen en riesgo su vidas y la salud y los recortes de los recursos para la prevención. Pero, esta batalla metafóricamente no es exclusivamente por el tratamiento, sino en contra de las obcecaciones y los quebrantamientos a los derechos humanos.

Aunque aparentemente es ilegal la discriminación por el estado de salud, en la realidad continúa negándose el trabajo a un número determinado de personas, criminalizándose por personificar peligro de contagio. Sin lugar a dudas, este estigma es la bandera que enarbola a la epidemia cuarenta años después de hallarse entre nosotros.

Médicamente, el virus opera arremetiendo contra el sistema inmunológico, especialmente, a los linfocitos CD4, que son un prototipo de células que se encargan de regularizar la inmunidad celular de cara a explícitas infecciones y cánceres.

Lógicamente, la falta de tratamiento conforme la infección por VIH avanza, ésta interfiere más con el sistema inmune, extenuándolo y haciéndolo más frágil ante una sucesión de enfermedades como la tuberculosis u otras dolencias oportunistas y tumores que ocasionalmente dañan con un sistema inmune indemne. El período remiso de la infección por VIH se define por la disminución del sistema inmune y el surgimiento de padecimientos determinantes de SIDA.

Por ende, el dietario originario de la infección por VIH se describe por la coyuntura de eventos biológicos cuya dinámica establece el recorrido de la epidemia. Llámense la infección, o la determinación de ésta, la ampliación del SIDA y el trance por la muerte a causa de esta enfermedad. No obstante, el desarrollo del tratamiento antirretroviral desde 1996 ha retocado la historia de la enfermedad, ya que la esperanza y la calidad de vida de los enfermos se ha agrandado considerablemente, hasta emplazarse a cotas equivalentes a los de la demografía no infectada.

En este nuevo paradigma, diferenciado por la cronificación de la enfermedad se está promoviendo un creciente envejecimiento del conjunto poblacional que reside con VIH, y aparecen carencias que han de ser tratadas, como la aparición de comorbilidades con la edad, convirtiéndose en el origen principal del fallecimiento.

Y, cómo no, la atmósfera de recelo que predispone la criminalización de la propagación del VIH, corre el riesgo de paralizar los esfuerzos en su prevención. Primero, puede retraer el hacerse la prueba y estar al tanto del estado serológico; e incluso, crear susceptibilidad hacia los servicios de salud. Y segundo, al amortiguar toda la responsabilidad en la persona que tiene el VIH, concurre la probabilidad de fundar una aparente percepción de seguridad, omitiendo que la sexualidad es algo compartido.

 

Por si fuera poco, el acecho de la transmisión robustece el calco que los individuos con VIH son inestables, anomalía frecuente proliferada por la cobertura de los medios de comunicación. Con lo cual, excepto las personas que tengan el deseo de hacer daño, la criminalización de la transmisión del VIH no ayuda a comprimir la epidemia y agrava la situación presente.

A pesar de todo, no ha de perderse el hilo en cuanto a la actuación del paciente con infección por VIH. La criminalización de la transmisión no parece ser la respuesta idónea, pero es imprescindible que estas personas tomen conciencia de su protagonismo en la difusión de la infección e intervengan en la contención.

Hay que incidir, que la primera década de la pandemia de VIH se contempló aterradora desde todas las vertientes, con una morbimortalidad altísima. Tanto es así, que a esa etapa se le denominó ‘Edad Media del VIH’. Existía un desbarajuste generalizado y el abatimiento en pacientes y personal sanitario eran descomunal.

A ello le favoreció que, aunque el VIH se conoció en 1983, en España hasta 1986 no eran imperativas las pruebas de despistaje en todo producto hemoderivado. De la misma manera, en los primeros años no estaba lo suficientemente claro si adjudicar el origen del SIDA a un agente biológico o químico.

A todo lo cual, cada una de las tentativas por lograr tratamientos frente al VIH poseían un éxito reservado y condicionado en el tiempo.

En aquellos primeros trechos, la transmisión por VIH llegó a ser el primer factor de mortandad en individuos que aparejaban los 20 y 40 años de edad. Posteriormente, se hallaron estrategias que invirtieron los guarismos en la mortalidad de modo fundamentalísimo. Si bien, las consecuencias desfavorables de la medicación y los diversos comprimidos diarios que debían ingerir los pacientes, eran una dificultad añadida para un tratamiento que ya era crónico.

Poco a poco, un sin fin de usos en el tratamiento circunscribían terapias de tres moléculas que, aun teniendo una eficiencia medianamente aceptable, se acompañaban de significativos efectos dañinos como la lipodistrofia, que indudablemente condicionaban la calidad de vida y acrecentaba el estigma de la enfermedad.

En la tercera década se encontraron algunas iniciativas más potentes que las anteriores, con una apariencia de seguridad extremada en las múltiples familias de fármacos y aglutinadas en una sola pastilla diaria. Hay que remontarse al 5/VI/1981, cuando el Centro para el Control y Prevención de Enfermedades de Estados Unidos, advertía de cinco episodios puntuales de una rara neumonía en hombres homosexuales, previamente sanos y asistidos en Los Ángeles.

Meses más tarde de este aviso, otros casos de sarcoma de Kaposi ‘SK’ e infecciones oportunistas en hombres sanos que hacían sexo con otros hombres aflorarían en California y Nueva York. Esta patología de evolución vertiginosa y mortífera, se originaría en otros estados. En España, se descubrió por vez primera en un varón de 35 años que ingresó en el Hospital Vall d’Hebrón en octubre de 1981 y al que se le prescribió de ‘SK’ y una infección intracerebral.

Rápidamente se llegó a la conclusión que nos enfrentábamos a un cuadro completo de ‘homosexual-SK-infección oportunista’, vinculados con las incidencias encontradas en EEUU.

La localización de otros casos aumentó apresuradamente y, con ello, llegaban los sobresaltos y la repercusión a esta infección inexplorada. Tal es así, que los medios de difusión hacían alusión a un ‘cáncer gay’ o ‘cáncer rosa’, relacionándolo llanamente con los homosexuales. Lo cierto es, que un abrir y cerrar de ojos, las prescripciones comenzaron a producirse entre los sujetos que se inyectaban drogas y pacientes hemofílicos. Se promovía de esta manera la que iba a ser hasta la fecha, la peor epidemia social y sanitaria de la segunda mitad del siglo pasado.

En 1982, con certezas científicas clarividentes, se justificó que la transmisión de lo que se entendía que era un agente infeccioso se desencadenaba a través de la sangre y del intercambio de fluidos sexuales. El acrónimo en inglés ‘AIDS’ se acuñó para designar a la patología, que en español se citaría ‘SIDA’, o ‘Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida’.

Finalmente, en 1983, los Laboratorios del Instituto Pasteur en París, conseguían separar y reconocer al agente infeccioso ejecutor de esta enfermedad: el Virus de la Inmunodeficiencia Humana (VIH). Como ya se ha apuntado, en su génesis, la transmisión del VIH era altísima por el oscurantismo y porque no se efectuaban las pruebas de despistaje en todo producto hemoderivado como las transfusiones.

"¡De pronto!, emergió el estigma más radical, sobre todo, en quienes habían heredado el virus, pero igualmente, a los que se le reconocían con unos mínimos indicios de haberlo contraído. Desde aquel momento, la discriminación iba a ser la punta de lanza de la epidemia"

En los prolegómenos de los noventa, la principal procedencia de transmisión del virus en otros países quedaba reflejado en las hábitos sexuales sin protección. A decir verdad, en España se ocasionaba primordialmente por el intercambio de jeringuillas entre usuarios de heroína.

A tenor de lo dicho, hasta 1985, una cantidad importante de pacientes con hemofilia fueron contagiados debido a la contaminación en los hemoderivados que obtenían. Paralelamente, en los primeros años las personas que contrajeron el SIDA padecieron muchos contratiempos motivados por la debilitación de su sistema inmunitario.

En resumidas cuentas y aunque resulte conmovedor referirlo, al cabo de un año el SIDA era prácticamente la condena a muerte. La ignorancia y la laguna de su praxis sobre la transmisión del VIH y el SIDA sembró la estigmatización de los pacientes, a los que se les sentenciaba en el hábitat hospitalario como ‘altamente contagiosos’ con agresiones verbales y de hecho, se les trataba como altamente ‘peligrosos’.

Dicha estigmatización de la enfermedad enmarcada en la discriminación y el rechazo, se ensancharía al contorno social, produciendo angustia y rehúso en quiénes sobrellevaban el VIH y el SIDA. A pesar de los progresos médicos y los esfuerzos en la información y concienciación implementadas, este estigma aún perdura en la sociedad del siglo XXI.

En 1987, se admitió el primer medicamento ‘TAR’ frente al VIH: la ‘Zidovudina’, más conocido como ‘AZT’. Era el paso inaugural, pero las dosis altísimas que se administraron creaban demasiada toxicidad y con el paso del tiempo perdían eficacia. Amén, que la situación cambió radicalmente para mejor en 1996, tras la realización del Congreso Internacional de SIDA celebrado en Vancouver, Canadá.

Gradualmente, estudios novedosos confirmaron que el virus se podía controlar y volverse indetectable con la conjunción de tres fármacos que refundieran un inhibidor de la proteasa (IP).

Hay que decir al respecto, que esta nueva estrategia terapéutica de antirretrovirales, preparada para inhibir la replicación del VIH, poco más o menos, al 100%, permitió reducir el índice de mortandad. Aun así, los efectos secundarios de la medicación y la enorme variedad de pastillas ingeridas, continuaban siendo un gran impedimento que entorpecía la adherencia y restringía la calidad de vida.

La mejora evidente llegó en la tercera década de la pandemia, con el descubrimiento de fármacos más potentes que los anteriores, experimentadamente sin efectos adversos, de distintas familias y conglomerados en una única pastilla al día. Desde aquel momento, los avances se han encaminado a perfeccionar otros tratamientos con una cadencia de eficacia, tolerancia y conveniencia extraordinarios.

Conjuntamente, se han determinado otras medidas de control, como la localización y el tratamiento temprano de los infectados a la profilaxis preexposición (PrED), hecha para aplicar medicamentos antirretrovirales a individuos con alta posibilidad de infectarse para impedir la infección.

En nuestros días, gracias a las terapias y estrategias de prevención, las personas con VIH que ingieren su medicación regularmente, llevan un ritmo de vida normal y su esperanza de vida es muy parecida a las de las personas seronegativas. Sin inmiscuir, que la toma de antirretrovirales con una adherencia proporcionada en el paciente, comprimen la carga viral en sangre hasta valores de indetectabilidad que frena la transmisión del VIH.

En cifras, a lo largo de estas cuatro décadas, se calcula que unos 40 millones de personas han muerto por SIDA. Y a la sombra del anterior guarismo: se estima que conviven con el VIH unos 38 millones, anualmente se infectan cerca de un millón y fallecen unos 700.000 por año. Según la última estimación notificada por el Plan Nacional de SIDA, en España existen algo más de 151.000 personas con el VIH y en el último año se han producido más de 3.500 diagnósticos.

En los avatares de los tiempos de hoy, la investigación sobre el VIH se concentra en lograr su curación mediante tratamientos que aniquilen el virus y se obtenga una vacuna preventiva. Los adelantos se enfocan en averiguar otras moléculas con un perfil que proporcionen una administración más segura en el aspecto parenteral, intramuscular o subcutánea. Obviamente, lo anterior abre la rendija a recetas antirretrovirales administrables cada varias semanas o meses.

Ni que decir tiene, que a estas alturas del camino transitado, las mejoras destacadas tanto en el conocimiento, como en lo que respecta a la investigación, la prevención, la atención y el tratamiento del VIH, avalan que las personas que viven con esta enfermedad, tenga otras perspectivas a la hora de afrontar su realidad, y que aquellas en riesgo de contraerla cuenten con instrumentos innovadores de prevención.

Paradójicamente, se contabilizan más de treinta medicamentos para la solvencia del VIH que se combinan de distintas maneras, en atención a las demandas del paciente y más de cuatrocientos medicamentos y vacunas en investigación y desarrollo, que abren la esperanza y el anhelo de imaginar una generación libre totalmente de SIDA.

Finalmente, seis datos corroboran que nos hallamos en un intervalo de profundas variaciones en las aristas de un poliedro. Primero, la epidemia de VIH continúa viva y coleando y España no ha alcanzado su reducción con los nuevos diagnósticos; además, los individuos que luchan con el VIH aumentan cada año.

Segundo, el colectivo al que inicialmente me he referido en esta disertación, es el único en el que se han elevado los diagnósticos en los últimos años, siendo las conductas sexuales de riesgo el principal promotor de las infecciones.

Tercero, la proporción de casos con diagnóstico tardío se conserva alto en los sujetos infectados por vía heterosexual y parenteral, así como las personas mayores de 50 años e inmigrantes.

Cuarto, el 34% de las personas con VIH en España poseen una carga viral detectable, lo que nos indica el empeño de mejorar en todas las fases de la cascada del tratamiento, y fundamentalmente en la deducción de la fracción no diagnosticada. Para ello, han de vencerse los muros que problematizan la senda equitativa a los servicios de diagnóstico y tratamiento de la enfermedad.

Quinto, las variantes intervinientes sociales de la infección, tales como las penurias materiales, las circunstancias de migración o el género, no han de eludirse en la acometida de la infección por VIH, ya sea en la proyección de la prevención, como en el emplazamiento precoz y en la provisión de los servicios sanitarios.

Y sexto, el estigma y la discriminación siguen siendo el caballo de batalla y una de las mayores trabas para la neutralización de la epidemia.

En consecuencia, podría decirse que la embocadura de la enfermedad adquiere su satisfacción en el horizonte científico, pero un fiasco desde el universo social. Las actitudes discriminatorias no pasan de largo. Por tanto, mejorar la comprensión de la epidemia y su abordaje es esencial para consagrar respuestas más específicas, adecuadas y eficientes a las desigualdades estructurales.

Por este motivo, nos hallamos ante una oportunidad crucial en la semblanza de la epidemia y la respuesta que podamos otorgarle a la infección por VIH. El recorrido científico adquirido y el sinfín de lecciones aprendidas, nos permiten confirmar que la epidemia de VIH se puede concluir como amenaza para la salud pública mundial.

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