Sociedad melillense

“Cuando vi Melilla la Vieja, creí que me habían enviado a un penal y luego resultó ser todo lo contrario”

Después de pedir varias prórrogas mientras estudiaba un FP2 de Electrónica, Luis Soriano (Alicante, 1960) llegó a Melilla en 1982 para hacer el servicio militar obligatorio, previo paso por Cádiz.

Cuando llegó aquí, fue un gran impacto para él en comparación con Alicante, una ciudad “con muchísimo turismo, muy abierta y moderna”. Llegó a bordo del Vicente Puchol, un día de enero con lluvia, con el barco moviéndose y la gente vomitando por la borda, y jamás se le olvidará la primera imagen de Melilla, porque, cuando vio El Pueblo, pensó que lo habían mandado a un penal, aunque más tarde descubriría que resultó ser todo lo contrario.

Luego, además, fueron llevados desde el Puerto hasta Caballería en una imagen que recuerda como “tétrica y deprimente”, con una sensación de “una ciudad muy bajita, muy antigua”.

La mili, además, fue muy dura, sin poder vestirse de paisano y sin fines de semana libres. Sólo una hora de paseo al día.

Lo que él quería era volverse a Alicante y “perder de vista esta ciudad”, pero pudo más su ilusión por todo lo electrónico, ya que en Melilla, al no pagarse impuestos, era un sitio de referencia para todos esos aparatos. Él se compró un Samsui de los mejores que había en ese momento para matar las tardes, que eran muy aburridas.

Conoció a Celia, del Palacio Oriental, y a su dueño, Pishú, responsable último de que él esté aquí, ya que comenzó a echar ratillos por las tardes para arreglarles asuntos relacionados con el sonido, dado que en Melilla había una gran carencia de técnicos. Él ya había sido el jefe de taller en Alicante de un servicio técnico oficial.

De vuelta en la ciudad valenciana al acabar la mili, Pishú le animó a volver con la promesa de que le ayudaría a montar el negocio y de que tendría muchísimo trabajo.

“En aquella época Melilla era una mina. Tenía un movimiento comercial brutal en muy poco espacio y una demanda de especialistas muy grande”, anota Luis, quien finalmente, animado por su padre y sus amigos, resolvió regresar.

Los comienzos fueron “duros”, ya que, al ser militar, la gente prácticamente no hablaba con él. No había casi relación con la población civil siendo más de 10.000 soldados de reemplazo haciendo la mili. Los muchísimos bares que había estaban llenos de soldados comprando bocadillos y bebiendo cerveza, algo que admite que le daba mucha vida a la ciudad. Gastaban mucho dinero comprando todos esos artículos que eran tan baratos.

Cuando volvió, también fue difícil. No sabía cómo moverse. No conocía ya a nadie. Hasta que le facilitaron una vivienda, estuvo un mes alojado en la Casa de Huéspedes. Poco a poco fue prosperando y, no sin mucho sacrificio, Melilla le ha brindado muchas oportunidades profesionales.

Cuenta Luis que su vida ha estado siempre muy ligada a su trabajo, que afortunadamente le gusta mucho. Tuvo la oportunidad de trabajar pinchando, como ya había hecho en la península, en un chiringuito que se llamaba 222, a cuyos dueños -quienes eran también de la provincia de Alicante- conoció en un viaje en barco. En esa época, cualquier cosa prácticamente suponía una novedad, como era el caso: un chiringuito playero con música moderna “chimpún, chimpún”, tipo discoteca al aire libre, donde, tras montar el sonido, le ofrecieron pinchar de noche junto a Ana Fortes. Así que prácticamente trabajaba por la mañana en la empresa, y luego por la tarde en un taller y por la noche en el chiringuito, porque tan sólo había llegado a Melilla con 60.000 pesetas –unos 360 euros- del finiquito de su anterior empresa en Alicante.

Fue una época, en cualquier caso, muy divertida, con muchos sitios para salir, las playas llenas de chiringuitos y en la frontera, “una pasada”, no había que enseñar ningún tipo de documentación. Se podía salir a las playas marroquíes o a pasar allí tranquilamente el fin de semana. En ese sentido, Luis confiesa que, “aunque urbanísticamente ahora Melilla está fantástica, el ambiente de aquella época era francamente entrañable y se ha perdido”.

Lo que más echaba de menos era la posibilidad de coger el coche y poder viajar por España sin necesidad de coger el barco, ya que, estando en Alicante, en media hora se plantaba en Benidorm, por ejemplo. Sin embargo, ahora dice que al final uno se mueve en un círculo pequeño y tiene la capacidad de innovar. De alguna forma, era como lo que se dice: “En el país de los ciegos, el tuerto es el rey”. No había casi nadie en lo suyo y tuvo esa suerte, aunque “evidentemente tienes que ser bueno”.

Prueba de que lo es, que, se encargó de la inauguración y la clausura del quinto centenario de la españolidad de Melilla, con “un espectáculo de luces impresionante” y con casi 20.000 personas en la Alcazaba presenciándolo.

Luis cree que todas estas iniciativas que ha hecho en Melilla no las podría haber llevado a cabo en la península, o, al menos, no con “tanto protagonismo”. Así que, en conjunto, aquí le ha ido muy bien, aduce, y está “muy agradecido” a la ciudad.

Ahora, prosigue, la ciudad no es lo que era. “Lamentablemente ha sufrido una evolución descendente”, dice Luis, quien considera que, “aunque la ciudad tenía un potencial maravilloso, no nos hemos adaptado a los nuevos tiempos en relación con Marruecos, porque se podrían haber tenido muchas más ideas para potenciar un poco la economía de la ciudad”. Si él tuviera que montar un negocio ahora, no lo haría aquí, vista la situación del pequeño negocio y la cantidad de empresas que han desaparecido, algo que teme que vaya a peor.

Mientras camina de su casa, en el barrio del Real, a Electroservi, su tienda de electrónica, desvela que descubrió hace no tanto tiempo que tenía raíces en Melilla sin saberlo, ya que, cuando comenzó la guerra civil, su abuela envió a su padre, que era de Tetuán, a la ciudad autónoma con su hermana. Con el tiempo, se los trajo a los dos –también a su madre-, quienes están enterrados aquí, lo cual da a entender, a su parecer, que Luis ya es más de Melilla que de Alicante.

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