CUANDO llegué a España en la radio sonaban una y otra vez los temazos de Ella baila sola “Cuando los sapos bailen flamenco”, “Amores de barra” y “Lo echamos a suerte”. Por aquella época Marilia Andrés y Marta Botía salían mucho en la tele.
No me había dado cuenta de que había pasado tantísimo tiempo. Quizás por eso me hizo tanta ilusión volver a escuchar esas canciones de Ella baila sola, el pasado viernes, ante un auditorio abarrotado en Melilla La Vieja.
Pero para mi sorpresa, la gente no se sabía las canciones. Por más que Marta Botía y Rocío Pavón, la sustituta de Marilia, intentaban animar al público, la voz de los incondicionales se perdía.
Muchos de los que fueron al concierto, estuvieron allí porque era gratis, pero, sobre todo, porque no hay otra cosa que hacer en Melilla un viernes por la noche, que no sea cenar fuera o meterse en el Puerto Deportivo.
Por no tener, no tenemos un cine de verano. Casi todos los pueblos de interior y ciudades costeras de la península tienen su cine de verano. Es la oportunidad para ver dos pelis por el precio de una y ponerse al día de todo lo que nos hemos perdido durante el año.
Pues aquí no. No lo hay. Supongo que no es rentable y que, al menos en los últimos 7 años el Gobierno no se ha planteado apostar por ello. Es más, tenemos que dar gracias a Dios que nuestro cine Perelló no haya cerrado durante los años terribles de la crisis porque sigue abierto por empeño de sus propietarios.
A mí me gusta Ella baila sola porque me recuerda los momentos que viví hace 20 años, pero entiendo que aunque no es una música para abuelos, dista mucho de lo que le gusta hoy a los jóvenes.
¿Por qué no se organizan conciertos para ellos? ¿Por qué no aprovechamos toda la riqueza musical del Rif para traer a Melilla orquestas de la zona?
Esta ciudad necesita oxigenarse un poco, pero hacerlo pensando en los jóvenes. Creo que desde que vino Juan Magán no hemos hecho nada pensando en quienes no pueden marcharse a la península y terminan pasando el verano completo haciendo el trayecto de la casa a la playa y de la playa a la casa.
Ayer, pese al viento incómodo que arrastra la arena y todo lo que encuentra a su paso, la playa estaba llena de bañistas, sobre todo jóvenes. No hay otra cosa que hacer. O eso o la tele. O eso, o a pasear de un punto a otro de la ciudad; o eso, o a ‘rular’ en coche.
En la mayoría de las playas de la península hay un chiringuito o dos o muchos que ponen música para animar a tomarse algo frío o sentarse o comer, o lo que sea. Aquí tenemos dos chiringuitos. Uno en cada punta. ¿Por qué no hay más? ¿Se lo ponemos fácil a los empresarios para que abran más? ¿Por qué no podemos tener chiringuitos pequeños, más modestos para poner cerves y refrescos y hacer cuatro cosillas a la plancha? ¿Alguien se ha preguntado por qué las familias se van pertrechadas y montan un campamento?
Hombre, es que una pareja puede comer en un restaurante, pero a una familia de diez les sale por un pico el domingueo en la playa. Apuesto a que si hubiera chiringuitos adaptados a su perfil, picarían algo porque a todos nos gusta ir a mesa puesta.
Sinceramente, hay cementerios más animados que la playa de Melilla. Para los que nos gusta la tranquilidad, miel sobre hojuelas. Pero para los jóvenes esto es mortal. Los ves que se ponen su música en el móvil y así pasan el día, escuchando lo que les gusta: reguetón, hasta que se aburren y se van.
A ver si el Gobierno echa ya a andar a toda máquina y empezamos a ver un cambio en esto. No podemos condenar a nuestros hijos a una ciudad sin sal.
Hay que buscar la manera de potenciar el ocio y la cultura pensando en ellos. Los padres estamos hechos ya a la idea de que esto es lo que hay, pero a ellos hay que ofrecerles música, baile, libros, espectáculos, conciertos... porque si no lo viven ahora que son jóvenes, ¿cuándo lo van a vivir?
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