Los hechos actuales que se desatan en la aldea global, por instantes logran que el ciudadano de a pie disminuya su capacidad de asombro y, por supuesto, de reacción. Pero, los movimientos antirracistas ponen en jaque un pasado que forma parte de la Historia Universal, cercenándola mediante un sinfín de acometidas a toda obra con suficiente valor artístico, arqueológico o similar para el grupo humano que lo erigió, y que en cierta manera encarna el legado del colonialismo y la esclavitud.
Hoy por hoy, estos monumentos sean derrumbados, demolidos, teñidos o grafitados, personifican una nueva magnitud de debate: la conjunción entre los mismos derechos y la memoria ponen de relieve, primero, la desproporción entre el status de los sujetos negros y los individuos poscoloniales como minorías desacreditadas; y, segundo, el recinto alegórico otorgado en el espacio público a sus asaltantes.
El tsunami iconoclasta que, por doquier, se agranda y no admite excepciones, reivindica, al igual que lo denunciaran sus precursores, otras pautas de tolerancia y compatibilidad. Lejos de deshacer lo retrospectivo, la iconoclastia antirracista envuelve una conciencia histórica que irremediablemente inquieta el escenario urbano: las imágenes en discordia celebran lo acaecido y sus ejecutantes, una acción empecinada que pretende justificar su retirada. Las ciudades, pueblos y aldeas son cuerpos activos que conmutan de acuerdo a las necesidades, valores y ambiciones de sus residentes.
Con lo cual, el desplome que recapitula la estampa del ayer, confiere un fondo innegable a las controversias del presente contra el racismo y la opresión.
Tal vez, comporte algo más que eso, es otro modo de oponerse a la transformación de la propiedad pública, dominio y uso, que conjetura el cambio de sus jurisdicciones en zonas codificadas y fetichizadas. Porque, los implacables que desmantelan todo tipo de estatuas, implícitamente, se soliviantan contra las políticas neoliberales presentes y lo convierten en ruinas solidificadas.
Los emblemas del antiguo colonialismo y la esclavitud se concatenan con el semblante despreciativo del capitalismo inmobiliario y, a su vez, éstos son los ideales prioritarios de los manifestantes.
Y, es que, la colonofobia, según su tesis más rebuscada y malévola, significa la ambición instintiva de oponerse a lo sucedido, a pesar de lo asfixiante e ingrato que lo fuese, y que en el fondo es imposible de conmutar. Si bien, retrotraerse en el tiempo, especialmente, si se trata de un antes henchido en la discriminación, sometimiento, imperialismo y genocidio, no entraña aplaudirlo como vienen a escenificar la amplia mayoría de los iconos abatidos.
“No se trata de entrar en el juego simbólico, pero la campaña prediseñada de acoso y derribo de las tallas de Colón es un ejercicio insumiso, turbulento y díscolo”
A resultas de todo ello, es ilusorio asemejar la iconoclastia antirracista, con la intencionalidad de la ‘damnatio memoriae’ o ‘condena de la memoria’, que arrojase algún indicio de luz a un pretérito que pretende ser sistemáticamente tergiversado. En otras palabras: la iconoclastia busca provocativamente eximir lo caduco de su control, o rizar el dietario de lo acontecido al revés, repensándolo desde la panorámica de los dominados y vencidos, y no con la visión de los ganadores.
Ciñéndome en el caso concreto de Cristóbal Colón (1451-1506), hay que partir de un enfoque crítico sobre la conquista de América. Sin duda, la primera colisión recayó en el desconcierto; más tarde, en el espanto de los pistolones, arcabuces, mosquetones y cañones de bronce y el poderío prodigioso del hombre blanco a caballo. Los conquistadores se valieron del desbarajuste y supeditaron a las sociedades avanzadas de los aborígenes, más numerosas que las existentes en Europa.
La llegada de Colón a América correspondió a un emprendimiento que adecuó uno de los hitos más relevantes de la humanidad. Desde aquella efeméride (12/X/1492), en algo menos de una centuria, se pudo alcanzar, a saber, de buena tinta la dimensión integral del planeta: se ligaron dos universos hasta entonces ignorados entre sí, y con los más diversos estadios de amplificación. El beneficio para los europeos estuvo en percatarse del uso adecuado de la brújula, la pólvora, el papel o la imprenta.
El simple detalle de transitar en suelo americano, de por sí, originó una impresionante sucesión de coyunturas que viraron y movilizaron la agenda cosmopolita. A ello hay que añadir, el hallazgo de oro y plata, desprendiendo un desbordamiento pionero: centenares por miles de empresas y millares de almas, marchaban rastreando los pasos de las referencias de riquezas excepcionales.
En atención a la bibliografía consultada, los primeros ciento cincuenta años de ocupación, 17.000 toneladas de plata y unas 200 toneladas de oro, anclaron en España y reforzaron el rudimentario impulso comercial y manufacturero, que desplegó la acrobacia de la ‘Revolución Industrial’ (1760-1840) y la mejora capitalista de Europa.
Por otro lado, las singladuras sobrepasaron los confines habidos y por haber, atreviéndose con los rincones más incógnitos; además, el entendimiento del globo terráqueo ya era admisible, el comercio trazó el mercado internacional y la chispa económica sumió al absolutismo monárquico y a la sociedad feudal.
Y qué decir, de la codicia, en escasos años la muchedumbre americana dejó de ser invencible e hispanos, lusitanos, británicos, holandeses y francos, combatieron por el imponente botín.
Lo cierto es, que un siglo después de la recalada de las carabelas de Colón al Mar Caribe, de los más de 70 millones de indígenas primigenios, únicamente subsistieron 3,5 millones. Primero, cayeron desastrados por la disparidad de recursos, a continuación, por el golpe anímico y, concluyentemente, por la confusión.
Luego, se les despojó de su cultura y creencias, doblegados a los quehaceres de la esclavitud y finalmente, los males importados por los europeos hallaron a sus organismos faltos de anticuerpos para sobrellevar la infinidad de virus y bacterias.
La casi generalización del conjunto poblacional nativo experimentó otro genocidio: al predisponerse el comercio abominable de seres humanos, o extirpar a millones de africanos de su cuna ancestral para trasladarlos como mano de obra encadenada.
En esta vorágine de supervivencia para los más débiles, no ha obviarse que el advenimiento a las costas americanas promovió un florecimiento sustancial, pero al mismo tiempo, la bonanza no escondió el compás de la sangre esparcida. El gremio capitalista se proyectó desde la esclavitud y la depredación inducida por los actores circundantes de la época.
La aniquilación o exterminio sistemático y deliberado desenfrenado, más el desvalijamiento de sus incontables fortunas y la humillación de los sobrevivientes, muestran una instantánea diferente al imaginario real y mucho más próximo, que al de un embate donde la inestabilidad tecnológica imputó sus infaustas desproporciones.
La expedición de Colón se convirtió en la más brillante de las que se acometieron, haciendo gala de los episodios más transcendentales, al entretejerse esferas geomorfológicas y engranarse entre sí, ámbitos, lugares y medios antes furtivos, algunos en ciclos arcaicos de progreso, y otros, más adelantados como los occidentales.
Asimismo, permutaron economías cerradas para integrar un mercado común. El rastreo de los yacimientos de oro y plata en América, como la lucha del exterminio, o la esclavización de las urbes nativas obligadas a arrimar el hombro en el interior de las minas, el preámbulo del asalto y expoliación de las Indias, la conversión del continente africano en fondeadero de esclavos, son acciones que puntean los preludios de la era de producción capitalista.
Los patrimonios apresados por la sustracción o el robo, o la esclavización y la destrucción, rebotan hacia la metrópolis donde se traduce en capital. Evidentemente, redunda el capitalismo enmascarado que emerge goteando sangre y fango por cada uno de sus poros.
El oro y la plata americanos ayudaron a moldear los primeros grandes capitales de impronta europea, intensificando las economías y ensordeciendo la ‘Revolución Industrial’. Es de este modo, cómo se genera el capitalismo que, como contrapeso, trasluce un avance fundamental, ensanchando sus máximas potencialidades de auge en los parajes más evolucionados del momento, donde se ocasionaron las acrobacias más dinámicas de la antigua acumulación de capital, básicamente, fundamentadas en la piratería y la adjudicación de territorios.
Paralelamente, se compuso una expansión prolongada en el campo de las ciencias, o el conocimiento, los métodos productivos, las probabilidades de consumo y la conservación. El capitalismo consiguió desempeñar un rol escalonado, únicamente inactivo por los trances cíclicos que desconcertaban periódicamente la producción y su economía, quedando en evidencia las restricciones del sistema.
A pesar de esta considerable contribución en la prosperidad, desde sus inicios, el capitalismo suponía peculiaridades brutales, corrompidas e inhumanas que en nuestros días se esparcen en su integridad.
Pero, ¿qué atmósfera aleteaba en la Europa de 1492? Indudablemente, el marco de la incursión en tierras americanas motorizó una sucesión de componentes que en ese instante se desplegaban embrionariamente, y que gradualmente enardecieron una sacudida en la sociedad desperezándose de la economía medieval.
En las postrimerías del siglo XV, en el supercontinente euroasiático aparecían y se propagaban las elaboraciones artesanales que imprimieron rapidez en la carrera comercial y en la dinamización de la economía.
En la misma onda, las monarquías se empeñaron en un proceso de unificación de condados, principados y regiones autónomas, consumiendo mayores desembolsos a sus aparatos estatales. En esto, se descartaron algunos impedimentos aduaneros que viabilizaron la creación de mercados regionales y más tarde, nacionales.
El primer peldaño de las transacciones confluyó en el trueque, ante las imposiciones heterogéneas surtía el menester de introducir compensaciones en valores internacionalmente reconocidos, y habitualmente se monopolizó el oro, la plata y las piedras preciosas.
Llegados a este punto, el ‘Descubrimiento de América’ animaba al afán y la sed de oro, que precedentemente lanzó a los lusitanos a tierras de África, porque la industria europea, extraordinariamente boyante en los siglos XIV y XV, más el comercio correspondiente, demandaban más rentas de las que proporcionaba Alemania, la gran acreedora de plata entre los años 1450 y 1550, respectivamente.
Queda claro, que el periplo de Colón en aguas oceánicas acondicionó el desenvolvimiento de las compañías navieras, dando pie a un portentoso recorrido del intercambio regional y tasas de dividendo insólitas, que nutrieron un formidable sumario de acumulación de capital, apoyados radicalmente en el chantaje, el acaparamiento de los conocimientos de los pueblos oprimidos y sus demarcaciones.
Fijémonos, en el diario de Colón, abarcando antecedentes en lo que atañe al encargo insistente de localizar oro. Las averiguaciones de piezas ornamentales y rituales de los pobladores, concretaron la primera etapa del saqueo. Recuérdese al respecto, que, en sólo dos años, en Puerto Rico y las Islas de Cuba e Isla La Española, se sustrajo a los autóctonos la totalidad del oro obtenido en poco más o menos que varias centurias.
Consumida velozmente dicha fase, se transitó a la batida descomedida de los yacimientos, tumbando cualquier contratiempo que se erigiera en su trayecto para atrapar sus intenciones.
Las primeras crónicas escritas de puño y letra por Colón, dan a conocer las circunstancias específicas para la apropiación de los filones de oro y otros minerales, así como los inconvenientes añadidos para la extracción, comenzando a componérselas a raíz de las prácticas de los nativos.
El origen fundamental de esta recolección acelerada de metales preciosos, residió en el nivel de mejora minera metalúrgica adquirido por los vernáculos de América Latina. El tratamiento de las fuerzas productivas, otorgó a los hispanos coordinar en pocos años un eficaz procedimiento de explotación.
Obviamente, de no haber operado con indígenas expertos en la labor minera, es incomprensible que los conquistadores, sin personal experimentado y entendido en la materia, detectara y se beneficiara de las canteras, hasta lucrarse de una cantidad ingente en un período relativamente breve.
“Lejos de deshacer lo retrospectivo, la iconoclastia antirracista envuelve una conciencia histórica que irremediablemente inquieta el escenario urbano: las imágenes en discordia celebran lo acaecido y sus ejecutantes, una acción empecinada que pretende justificar su retirada”
Queda claro, que los indios facilitaron las pormenorizaciones pertinentes para encontrar convenientemente las minas; al igual, que contaban con técnicos, especialistas y peones que condujeron a una ramificación de los elementos productores. Entre tanto, la reactivación del comercio bifurcó en la transformación económica, social y tecnológica con la ‘Revolución Industrial’ y la omisión de la sociedad medieval, hasta forjarse una parcelación internacional de gestión patrocinando vías de triangulación: América, abasteció oro, plata, materias primas y su mano de obra; África, habilitó el protagonismo esclavo que reemplazó a los oriundos exterminados; y, por último, Europa, se llevó lo más suculento, ya que extrajo y distribuyó los géneros manufacturados, a la vez, que capitalizó las actividades comerciales.
Lógicamente, España y Portugal, los pioneros en anticipar el proceso de la unidad nacional, estimularon la marejada mercantil, pero su enriquecimiento adoleció de la dependencia con los estados industrializados.
En esta dinámica, los ibéricos desempeñaron un actuación discordante.
Primero, se convirtieron en los corresponsales que reforzaron la incipiente burguesía europea, lucrándose y desafiando el absolutismo feudal más centralizado en el poder político, hasta deponerlo.
Y, segundo, tanto los Reinos de España como Portugal, estuvieron faltos de una burguesía industrial, motivo por la que el vaivén masivo de bienes robusteció a la monarquía.
Tanteando la cuestión más peliaguda del ‘Descubrimiento de América’ y que irremediablemente se encamina en los pros y contras de la ‘colonofobia’, en el momento de alcanzar las tierras al otro lado del Atlántico, los hispanos sujetaron en el sentido de la expresión, a las sociedades más aventajadas. Llámense los aztecas, incas y mayas, los cuales, conformaron comunidades análogas a las de otros pueblos, como los egipcios, asirios y caldeos, con la efectividad de gentes con someras fórmulas de aplicación en los sectores plebeyos, como de las tribus colindantes que vehementemente eran reducidas.
Esto descifra que las clases americanas más pujantes y formadas, por sus discrepancias internas, terminaron pasando por el rodillo hasta ser llevaderamente reprimidas. Por el contrario, los clanes que siguieron estilos comunistas antiguos, ofrecieron innumerables trabas y tenacidad al invasor.
De hecho, los nómadas se empecinaron con contiendas temerarias para desafiar la opresión, pero el contraste de crecimiento económico y tecnológico, significado en el potencial bélico, hacía inapelable el desenlace de resignación.
Un dato a tener en cuenta: los indios incluían no menos de 70 millones y posiblemente, más en cuantificación; transcurrido un siglo y medio, se redujeron a 3,5 millones. Inicialmente, el genocidio se efectuó en la ofensiva de ocupación, y en seguida, en los atropellos inexorables, padeciendo el desarraigo, al ser forzados a abandonar sus posesiones y familias e imponiéndose una cadencia de trabajo frenética.
Conjuntamente, las rebeliones se contuvieron con la maniobra sutil de la Iglesia, allanando el camino por la senda evangelizadora, para sin dilación, comprometerlos en deberes agrícolas y apremiarlos a la renuncia de su vida ancestral tributada a la caza, la pesca y la recolección.
Por lo tanto, América brindaba formidables resquicios de ganancia y toda una manada desembarcó en sus playas, para cumplir con los anhelos de bienestar a cualquier precio.
La categorización económica de la incalculable área geomorfológica invadida por los españoles, podría sintetizarse en un compartimiento de territorios definidos a los colonizadores, y su atribución a los mismos, de una cifra nada desdeñable de indios empleados a la carga depravada. Además, concluidos los intervalos salvajes de la toma, el asentamiento hispano no se desenvolvió sobre principios diferentes.
En consecuencia, a criterio de numerosas personas que, ni mucho menos, son pocas, Colón, es una figura profundamente polémica, dado el impacto mortal que su aparición tuvo en las poblaciones regionales.
El temblor sísmico anti simbólico tiene su epicentro en los monumentos, esculturas o relieves dedicados a su semblanza, que, hasta no hace demasiado, se lucían en los sitios públicos; sin inmiscuirse, cuantos bustos o esfinges se dedicaron en su día a militares o generales de la confederación, o figurantes esclavistas que, para bien o para mal, intervinieron en el ‘Descubrimiento del Nuevo Mundo’.
Es sabido, que el fetichismo a estos personajes aspira ante todo al homenaje, pero sucedidos varios siglos desde su obrar, han derivado en su devastación, al ser expresiones propuestas a inmortalizar conceptos que parecen quedar fuera de la realidad, siendo derrocados de su trono representativo, porque a su manera de entender están lastrados con rémoras y legados coloniales que instan a la supremacía blanca.
Al vandalizar y retirar drásticamente las estatuas de las calles, vías o arterias destruyéndolas, o decapitándolas, incendiándolas, pintarrajeándolas, quemándolas, golpeándolas a mandarriazos o siendo lanzadas al agua, ellas y ellos, creen hallarse en la certeza que dejan de encumbrar al Viejo Continente, y España en un proceso enmascarado enteramente colonial, cuando en otros tiempos estas culturas de carne y hueso truncaron la vida de miles de personas.
Para muchas y muchos, estas representaciones esculpidas en piedra o elaboradas con otras técnicas, como vertiendo bronce en moldes mediante soldadura o por ensamblaje de varios elementos, refieren al patriarcado, la arbitrariedad o la desmembración, residiendo en la oscuridad de un pasado del que es preciso desbancarlas por otras obras de arte que aparten al racismo y encomie la diversidad y la inclusión.
No se trata de entrar en el juego simbólico, pero la campaña prediseñada de acoso y derribo de las tallas de Colón es un ejercicio insumiso, turbulento y díscolo, imponiendo el miedo, puesto que la amplia mayoría de éstas se levantaron, no cuando el supremacismo blanco hervía en su apogeo, sino cuando se ocasionaban pronunciamientos antirracistas o de emancipación de los negros, dispensándose en la complicidad la reprobación de la sociedad feudal, frente la censura del sistema capitalista.
Finalmente, estas arremetidas e irrupciones pueden catalogarse como la efervescencia que colma el vaso y la guinda del pastel intelectual, de los estruendos que ratifican la hegemonía blanca y racista, que no sólo apelan a las rebeliones y resarcimientos, sino a los requerimientos de las lecciones aprendidas sobre lo que verdaderamente acontece, guardando especial énfasis la desazón desmedida hacia los indígenas y negros.