Opinión

Cizaña, trigo o grano de arena

El otro día encontré a un amigo bastante preocupado, que nada más sentarnos en la terraza de la cafetería, me soltó a bocajarro que llevaba varios días dudando de si va desnudo por la vida como el emperador del cuento, y si es trigo, cizaña o un molesto grano de arena. Intuyendo que no íbamos a discutir sobre el virus FIFA, el 25N o el juicio a los activistas climáticos, le pedí al camarero que aliñase un poquito los cafés. Cuando me preguntó mi opinión, me arrepentí de haber rebajado el Soberano.

Su zozobra partía de la sensación de que en apenas una semana había molestado sin pretenderlo, esto último lo recalcaba para que quedase claro, a tres personas. Estaba seguro de que habría otras muchas más ofendidas por su actitud y palabras, pero que lo habían disimulado mejor, sonreído hipócritamente, encasillado en alguna parte de su cabeza y dejado por imposible.

La primera fue una alumna en una charla sobre voluntariado ambiental que le interpeló diciendo que su mensaje era contradictorio porque, por un lado, hablaba de la responsabilidad individual para combatir la emergencia climática y por otro señalaba, como los grandes culpables, a los gobiernos y a las empresas que los y nos manejan.

El segundo fue en un grupo de WhatsApp donde tras dar su opinión sobre la organización de una protesta que se pretendía convocar contra la emergencia climática, le dijeron, que con discursos como el suyo “las multinacionales que destruyen el planeta, que atentan contra el futuro y la salud de nuestros hijos, lo tienen fácil”.

La tercera fue una escritora en un encuentro literario que desistió responder a una pregunta que le hizo para saber su opinión sobre los premios y la autoedición. Su silencio, señalaba, fue un poco humillante, pero le hizo pensar más que todas las palabras que había pronunciado.

A esos tres encontronazos le sumaba que, en alguna de sus opiniones, había confundido a Aristóteles con Arquímedes, cuando había hecho referencia a la palanca y al punto de apoyo para mover el mundo, y nadie lo había corregido. Quizás, reflexionaba, porque no se habían dado cuenta, por educación al entender que había sido un error sin importancia, porque no lo leían, o porque, y era de donde nacía su desazón, ya contaban con esas meteduras de pata.

Hasta ese momento me encontraba tranquilo, porque su planteamiento, un poco sarcástico e irónico, se podía desmontar señalando y culpabilizando a esos desconocidos por una juventud irreflexiva, por no conocerlo lo suficiente, o por no querer meterse en charcos ajenos. Pero de repente, bajó el tono, su discurso perdió fluidez y titubeaba buscando las palabras adecuadas.

Aceptaba sus contradicciones, ambigüedad y cambios de opinión en algunos temas. Asumía las consecuencias de calcular mal los tiempos, de decir lo que piensa, de poner el dedo en la llaga y caminar al borde del abismo. Reconocía su falta de tacto, de aptitudes, de talento y de empatía en algunos momentos. Entendía el recelo que provoca su actitud, gestos, forma de hablar, limitaciones, la ausencia de pines en la solapa, de carnets en la cartera, la facilidad con la que aprieta el gatillo y la desconfianza que genera verlo caminar solo, y su independencia y libertad para moverse dentro de la escala de grises. Luego calló y me miró esperando una respuesta.

Reconociendo uno de esos instantes de la vida, donde puedes perder la confianza de un amigo, y tras el repaso que él solo se había dado, le dije que el problema de nuestra sociedad no son los trajes que llevamos o si vamos desnudos, sino las anteojeras con las que nos movemos por la vida y nos limitan la visión como a los caballos, y que la mayoría no sabe diferenciar la cizaña del trigo ni cuando ha crecido, como para saber si las semillas que otros plantan son de una o de otra especie.

También le dije que lo consideraba un grano de arena, pero de los que hacen playa, de los que intentan ganar tiempo agarrándose a las paredes del reloj, y que por desgracia, a veces entra en ojo ajeno. La culpa no es del grano, sino del que se pone contra el viento.

No sé si fueron mis palabras, su liberación al verbalizar sus preocupaciones, o el carajillo cargado que nos tomamos, pero nos fuimos a casa más contentos. Para eso están los amigos, para poder sincerarse con ellos y ofrecerle algunas mentiras piadosas que nos ayuden a sobrellevar la incertidumbre del viaje.

Que quede claro, estos pensamientos no eran míos. A ver si alguno va a pensar que me invento conversaciones y amigos, para contar mis dudas existenciales y ahorrarme el psicólogo. Faltaría más.

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