Ha transcurrido un siglo desde que Benito Mussolini y sus fuerzas paramilitares aprovecharan la crisis política italiana y se hicieran con las riendas del poder. En aquellos trechos fluctuantes, el emblema del fascismo como bastión contra el bolchevismo y guardián de la Italia en su decadencia, era una realidad. Mientras tanto, se concatenaba el levantamiento golpista con la que miles de militantes fascistas comenzaron el 27/X/1922 a tomar ciudades y pueblos del norte y centro del país, dirigiéndose hacia la capital para desmantelar al Gobierno liberal, considerablemente extenuado por el faccionalismo, el trance económico, la conflictividad social y el arrebato paramilitar.
Lo que posteriormente sobrevendría de todo es sabido, porque el trazado en la historia de Italia iba a dar un vuelco súbito. Y es que, aquel 31 de octubre, cuando el rey Víctor Manuel III nombró presidente del Consejo de Ministros a Mussolini, el líder del Partido Nacional Fascista no tardó un instante en dictar la sentencia de muerte del régimen parlamentario, que por otro lado, se compuso como objeción oportunista de cara a una sociedad fracturada y reclamante del orden.
A partir de este acontecimiento opresivo y como efecto dominó, se adjudican el protagonismo diversas dictaduras en todo el mundo, en general conservadoras tradicionales, pero con irrefutables afinidades hacia la experiencia italiana. Llámese, Primo de Ribera en España en 1923, antecedente directo de la dictadura de Francisco Franco después de la Guerra Civil de 1936; en el mismo año, Alejandro Tsankov en Bulgaria; Theodoros Pangalos en Grecia, en 1925; Antonio Óscar Carmona en Portugal, en 1926 y Adolf Hitler en Alemania, en 1933.
Mientras los camisas negras pugnaban a más no poder contra los camisas rojas en las vías y pasajes, el escenario político continuaba siendo oscilante y, por tanto, propicio a las intenciones de Mussolini.
Ya, en junio de 1920, carente de apoyo político, se desmoronó el gabinete de Francesco Nitti y el rey Víctor Manuel III hubo de recurrir a Giovanni Giolitti, quien estableció su ministerio con una coalición en la que estuvieron los partidos italianos, menos el comunista. Giolitti, reflejó inactividad frente a los contratiempos y entendió que para contener los desbarajustes debía prestar su amparo a una de las facciones en combate. O lo que es igual, valdría decir al fascismo, porque en su valoración era el único procedimiento posible de atajar el amago comunista sin enredar a la nación a las puertas de una guerra civil.
Bajo esta circunstancia, los camisas negras recibieron armamento proporcionado por el Gobierno, y tanto el Ejército como la policía, omitieron flagrantemente los atropellos a la ley que los fascistas perpetraban a diario, centralizando su severidad en contra de la extrema izquierda.
Tan apropiado para Mussolini como la provisión de armas resultó la determinación de Giolitti de poner fin a la empresa de Gabriele D’Annunzio en Fiume. El 24/XII/1920, las tropas conducidas por el general Di Caviglia acometieron aquel puerto y tras enfrentamientos virulentos, dominaron la situación.
D’Annunzio que había prometido entregar su vida con sus legionarios entre los restos de la ciudad, cedió pacíficamente su Gobierno a un grupo de ciudadanos y acabó marchándose. Con ello, Mussolini ya no tenía ningún contrincante directo en el trazado del patriotismo de derecha. Desaprobado por no haber acudido en ayuda de D’Annunzio, el jefe fascista expuso al pie de la letra: “La revolución debe llevarse a cabo con el Ejército, no contra el Ejercito; con armamento, no sin él; con fuerzas preparadas, no con turbas indisciplinadas reunidas en la mitad de la calle”.
“Hoy por hoy y con ingredientes cortados por el mismo patrón que cien años atrás, se constata gravemente la omisión de identidad étnica y cultural, debido a la inmigración y la propagación de paradigmas liberales que atentan preocupantemente contra la familia y su organización”
Pero, aunque Mussolini mostraba a todas luces un pronunciamiento en toda regla con fuerzas experimentadas, a penas pocos imaginaban que los hechos seguirían semejante dirección.
Hay que comenzar planteando que en enero de 1921 Giolitti renunció como primer ministro, siendo sustituido por Ivanoe Bonomi, un socialista integrado en el socialismo revisionista quien ni mucho menos demostró mayor talento que sus antecesores en la recuperación del orden.
Y entretanto, el pueblo italiano estaba cansado de la violencia dominante durante los dieciocho meses anteriores. El mismo Mussolini, ante la sospecha que sus secuaces más intransigentes, hombres duros y obstinados como Cesare Rossi, en Milán; Dino Grandi, en Bolonia y Roberto Farinacci, en Cremona, lo forzaran a dar el golpe de Estado antes de que llegara la ocasión apropiada, optó por atenuar la marcha del movimiento.
De este modo, entró en negociaciones con Bonomi y ya el 3 de agosto se consignó un ‘pacto de pacificación’ aprobado por jefes de sindicatos, socialistas y fascistas. Era un paréntesis pertinente antes de que los altercados callejeros confluyeran en una guerra civil, la que posiblemente habría otorgado la supremacía a los generales del Ejército, con indudable perjuicio para el líder fascista.
A decir verdad, hasta el momento Mussolini estaba presto a apartar el uso de la violencia, pero muchos de sus incondicionales no coincidían en su pensamiento. Las secciones locales de los camisas negras en el Véneto, Reggio Emilia y la Romagna rechazaron enérgicamente a amoldarse a la tregua y los squadrisri o grupos de fascistas armados comandados por los jefes locales siguieron vapuleando a sus contendientes.
Además, en Florencia apareció una tentativa de sublevación y los fascistas disidentes no vacilaron en recordarle a su jefe lo acaecido. Para ser más preciso en lo fundamentado, en las esquinas aparecieron pintadas en las que literalmente se hojeaba: “Quien traiciona una vez, traiciona de nuevo”.
Para mitigar las primeras tentativas de arrebato que aumentaban contra él, Mussolini dio un cambio en su estrategia: el 17/VIII/1921 cesó en su cargo en el Comité Ejecutivo Fascista. Tal y como lo aguardaba, convocado el Comité dos días más tarde, rechazó aceptar su renuncia cuestionando que una materia de tanto alcance debía discutirse en el seno del Congreso Nacional que en breve se celebraría.
Posteriormente, el Congreso cristalizado entre los días 6 y 7 de noviembre convirtió al movimiento en un partido político, concretando un éxito absoluto para el afianzamiento de la popularidad de Mussolini. Merced a su atracción y retórica sutil, no sólo se le ratificó en su puesto, sino que sobresalió de aquella asamblea como el jefe omnipotente e indiscutible del fascismo con el título oficial de ‘Duce’ que significa ‘Caudillo’. No obstante, hubo de desistir a su política de pacificación, que desde ese mismo momento abandonó implícitamente. El choque callejero tramado y las embestidas de los camisas negras se acentuaron.
Y entre la marejadilla que se avecinaba, el gobierno de Bonomi nulo para imponerse en el caos y la agitación imperante se desplomó en febrero de 1922. Después de una crisis ministerial que se alargó, poco más o menos, por un mes, Luigi Facta, un individuo indeciso y carente de personalidad política se confirmaría como primer ministro. Ni que decir tiene, que Facta se mostró tan incompetente como su antecesor para dirigir un entorno tan convulso y siguió abogando por los fascistas.
Al consumarse el verano de 1922, al coste de cuatro mil fallecidos y cerca de cuarenta mil heridos, cualquier indicio de resistencia a los camisas negras había sido aniquilado. Las fuerzas de izquierda batidas en las calles, habrían de hacer un último esfuerzo: en agosto la Conferencia del Trabajo dirigida por los comunistas declaró la huelga general, pero este procedimiento también sería rematado por los squadrisri. Los camisas negras se hicieron intratables en los servicios públicos, mientras pelotones de activistas diseminaban el espanto entre los huelguistas.
Los alcaldes y consejos municipales de pueblos y ciudades en que prevalecían los izquierdistas, fueron frenéticamente desalojados. Recuérdese al respecto, que tanto en Génova como Bolonia y Milán, los fascistas irrumpieron en los ayuntamientos y negociados municipales. Uno de los cuatro adversarios de Mussolini, la izquierda, había quedado a su suerte.
De los tres contrincantes que aún persistían intactos, la monarquía, la iglesia y el gobierno liberal, al menos, los dos primeros, no podían ser descartados con las mañas de los squadrisri. Con lo cual, Mussolini, quien durante años había hecho ostentación de un intratable republicanismo, comenzó a encauzar su mira hacia una creíble alianza con la figura del rey.
Las lógicas que lo impulsaban a ello se traslucen que más bien iban enfocadas a ser de tipo funcional. Las coyunturas que el Ejército regular hubiera realizado la promesa de fidelidad a la corona y a la Casa de Saboya, como igualmente que un elevado número de fascistas se sintieran sentimentalmente monárquicos y, sobre todo, el tiento de un golpe de Estado acatando el sistema en vigor le procuraría a su régimen un aire de legalidad ante la vista de los actores extranjeros, empujaron a Mussolini que era más satisfactorio operar dentro del recinto de la monarquía.
Desde el instante en que Mussolini exteriorizó su deferencia por el soberano, los fascistas no tardaron en recibir el aval preciso del Partido Nacional y en ser admitidos con mucho más gancho en el seno del Ejército y la Marina. Con ello, Víctor Manuel III, reconocido por su total oposición hacia los camisas negras, se vio envuelto en la encrucijada de tomar partido contra el fascismo. Era incuestionable, que el segundo rival potencial del fascismo también estaba sometido.
Junto con atenazar hábilmente a la monarquía, Mussolini jugó otro as sobre la manga que le permitió debilitar la condición del rey y, a su vez, ganarse el contrafuerte del alto mando del Ejército.
En otras palabras: accedió a que sus seguidores convinieran la regencia al duque de Aosta, comandante del III Ejército italiano en la Primera Guerra Mundial y primo del rey, en caso de que promovido el golpe de Estado, el soberano hiciera honor a su deber de velar por la Constitución y declinara. La productiva adhesión del duque se plasmó en una asamblea dispuesta en Florencia por el general Italo Balbo, uno de los fascistas más destacados y considerado un pionero de la aviación.
Cuando le fue revelada la visión de la regencia, el noble militar que desde hacía tiempo presumía que él iba a ser mucho más idóneo a la corona que su primo, no tuvo la menor inconveniencia de caer en la cuenta de su más generosa contribución al movimiento, comprometiéndose a echar mano de su influencia para que el Ejército no obstaculizara los fines fascistas.
La señal del duque simbolizaba que era una confirmación que el golpe podía materializarse con total éxito. El punto culminante de estas negociaciones recayó en un telegrama rubricado juntamente por los generales Fara, De Bono, Zamboni, Tiby y Magiotto remitido a Mussolini en Milán. Su redacción no podía ser más expresiva: “Ven. Las gachas (pastas) están listas. La comida está servida. Sólo tienes que sentarte a la mesa”.
Cuando Mussolini compareció en Florencia, se atinó con que Balbo había elegido un cuadrunvirato para armar los preparativos militares del golpe de Estado. El Duce no tardó en ser prevenido de que si no se prestaba a una operación fulminante, “se emprendería la marcha sobre Roma sin él”.
Inmediatamente, Mussolini aceptó las confabulaciones fraguadas y se puso al frente de la presidencia de la asamblea. Además de Balbo, el cuadrunvirato estaba terciado por el general De Vecchi, De Bono y Michele Bianchi, secretario del partido fascista. Los tres primeros en calidad de jefes del Ejército, siendo Bianchi el único civil y, de suponer, el fascista imbuido por lo que estaría por llegar.
Cuando se propuso la fecha del 4 de noviembre para consumar el golpe, Mussolini la desaprobó, porque coincidía con la conmemoración de la victoria de Italia en la guerra y no quería desmerecer aquella jornada histórica encuadrando un componente transgresor de índole turbulento. Definitivamente, se determinó marchar sobre Roma el 28/X/1922. De la misma manera, se decidió que seis días antes, la asamblea inaugurada en Florencia continuaría en Nápoles para matizar las últimas pinceladas de coordinación.
Llegados hasta aquí, el 22/X/1922, desde las primeras luces de la mañana, los cabecillas fascistas se reunieron en el Hotel Vesubio y maquinaron un plan definitivo que abarcaba cinco etapas que sucintamente referiré.
Primero, en la alborada del 28 de octubre, los fascistas tomarían los edificios públicos, así como los teléfonos, estaciones ferroviarias y cuarteles de las principales localidades de Italia.
Segundo, mientras se desarrollaban las anteriores intervenciones, tres contingentes de camisas negras se agruparían en las proximidades de Roma. En concreto, en puntos particulares: Santa Marinella, a unos ochenta kilómetros al nordeste de la capital; Tivoli, a cuarenta kilómetros al este de Roma; y, por último, Monterotondo, a veinticinco kilómetros río Tíber arriba. Tercero, el general De Vecchi y Dino Grandi acudirían a Roma y ofrecerían un ultimátum al rey y al gobierno, solicitando la pronta entrega del poder a los fascistas.
Cuarto, si la propuesta era excluida, Roma sería asaltada mediante un ataque sorpresa y los ministerios abordados por los camisas negras. Claro, que en el caso que esta maniobra llevara a un combate en la que los fascistas salieran perjudicados, las fuerzas en Roma se dirigirían a Foligno, donde se les incorporarían tropas de refuerzo para cubrir su retirada a través de los Apeninos hacia el valle del Po. Y quinto, se instituiría un régimen fascista en la Italia central, con los camisas negras de nuevo concentrándose y lanzando una ofensiva combinada sobre Roma.
Por lo demás, los promotores del guion fascista presagiaban tres posibles escenarios: primero, la conformidad del ultimátum seguida del desplome de todo impedimento y la consecución del golpe; segundo, el rehúso del mismo acompañado de la conquista de la capital después de una hostilidad poco intensa; y, por último, la desaprobación del ultimátum precedido de una pugna que hiciera degenerar el contexto en una guerra civil. Si bien, la amplia mayoría confiaba en no encontrar demasiada resistencia, horas más tarde, los fascistas procedieron a su enfilada hacia Roma y al asalto del poder.
En consecuencia, un siglo más tarde el fascismo se aupaba en lo más alto en Italia y la marcha sobre Roma se convirtió en una tragedia revolucionaria de uso de la representación más esperpéntica, con manipulaciones en el espacio público, instigación y alzamiento de una atmósfera bélica.
No fue una eventualidad aislada, porque las derivaciones de la Gran Guerra, unido a la extenuación de una elite política negada a modernizar el país, la despoblación de las personas en edad activa, el papel cauteloso de una iglesia altamente enraizada, el revanchismo social sustentado por algunos matices de la izquierda, entre otros motivos, eran el caldo de cultivo perfecto para que aflorara una espiral absorbente en lo político, sistémica en lo económico, arrojadiza en lo social y violenta en sus métodos.
El fascismo se configuró como un alegato oportunista, frente a una sociedad amputada y pretendiente de orden: en un abrir y cerrar de ojos, Mussolini se valió de un señuelo genuino para arrollar un sistema inestable, haciendo valer el ímpetu de la violencia y el hervor de los medios de comunicación para someter a la ciudadanía.
A partir de este momento se sucedieron la censura de la conversación pública, el destierro de la disidencia, la intromisión de los ámbitos colectivos, la consagración de una moral oficial, y por supuesto, el restablecimiento de varios imaginarios que escudan la centralización de poder, el culto al caudillo y la ratificación de los esfuerzos sociales reclamados.
El exceso de los autoritarismos modernos, despuntar de la postración tanteando un lustre reforzado, premeditando una movilización heroica, retratando a los traidores y ampliando litigios.
El absurdo de los autoritarismos es que constantemente se asientan en la búsqueda de grandes ideales. El despotismo para respaldar las más siniestras colaboraciones y prácticas, precisa de una evolución trascendente. Nada tiene que ver que se trate del grupo universal, o la consigna de una fe salvífica, la superposición de sus cavilaciones o del destino culminante de la patria. Lo cierto es, que el fondo abominable de las dictaduras perfila y retoca una descripción ilusoria, embriagante y colmada de convicciones reanimadoras.
Por ende, a los tiranos la rutina los desgasta, el comedimiento los desconcierta y la inseguridad los desenfoca. El armazón opresor está erigido por imponentes ambiciones, allanamiento y vaguedades. Sin soslayar, que Mussolini había sido dirigente socialista, incluso director de ‘Avanti’, uno de los rotativos más definidos de esa ideología, pero rompió con el partido por el enfoque internacionalista y pacifista que éste asumió ante la entrada de la Primera Guerra Mundial.
Paulatinamente, partió con indicaciones patrióticas en apoyo de los valores habituales y contra la democracia como forma de gobierno y, particularmente, apuntando a una izquierda de socialistas y comunistas que habían ascendido con motivo de la conflagración y la crisis económica que les acorraló.
“Con el fascismo enarbolado por Mussolini se predispuso el caldo de cultivo perfecto para que aflorara una espiral absorbente en lo político, sistémica en lo económico, arrojadiza en lo social y violenta en sus métodos”
Como ya se ha expuesto en estas líneas, con la milicia voluntaria para la Seguridad Nacional que formó parte de las Fuerzas Armadas de la Italia fascista, o séase, los camisas negras, perpetró frenético acoso callejero contra sus desleales, fundamentalmente, contra los militantes de los sindicatos de izquierda a cuyos integrantes se exigía beber aceite de ricino. Dicho esto, es preciso referirse a los precedentes que confluyeron en el surgimiento del fascismo puro y duro.
Primero, hay que comenzar haciendo mención a los inconvenientes de protesta del honor nacional: Italia, a pesar de cantar victoria con los aliados en la Guerra Mundial, no quedó complacida con sus intereses territoriales, llegando a deshora al repartimiento imperialista, porque su sed colonial se circunscribía únicamente a Somalia y Eritrea invadidas en los finales del siglo XIX.
Segundo, el duelo ideológico anterior a la contienda entre un nacionalismo acrecentado con la amalgama nacional y la concepción del internacionalismo militante que alimentaban los socialistas, se acomodó en la sociedad con el fiasco que trajo el desenlace de la guerra.
Tercero, el desequilibrio social con el entresijo económico y la desocupación recrudecida por la desmovilización militar y el añadido de las dificultades derivadas de la inflación, las huelgas y apropiaciones de fábricas. Cuarto, la confirmación de una administración política deleznable, culpada de ineficacia y corrupción; y quinto, la insignificante tradición democrática en la sociedad italiana.
Curiosamente, el neofascismo con sus tentáculos de derecha, otra vez reporta el fascismo a la palestra con la victoria de Giorgia Meloni en las recientes elecciones generales italianas, dirigente del partido Hermanos de Italia originario de la reestructuración del Movimiento Social Italiano de la Derecha Nacional y forjado por ex simpatizantes de Mussolini.
Actualmente, con ingredientes cortados por el mismo patrón que cien años atrás, se constata gravemente la omisión de identidad étnica y cultural, debido a la inmigración y la propagación de paradigmas liberales que atentan preocupantemente contra la familia y su organización. Y como no, la extensa crisis del capitalismo con el ensimismamiento de ingresos e intimidaciones de desocupación y marginación social adolecida por los azotes de la guerra de Ucrania.