Opinión

Belén, la inaudita locura del amor de Dios a los hombres

Belén, es una bendición. Dios quiere hacernos ver cómo lo más admirable acontece en lo más sencillo e insignificante; o tal vez, en lo inadvertido para que emerja lo dichoso; e incluso, en lo vulgar y desechable que podría significar en la ignorancia.

Belén, nos interpela un cambio de dirección en la forma de meditar y examinar los acontecimientos que Dios ha prescrito; o revertir los criterios de cara a una actitud más óptima a la hora de afrontar las dificultades de la vida.

En cada una de ellas, hoy, Jesús quiere nacer, hacerse presente para todos. No hay nada de nuestro obrar cotidiano que no esté dispuesto a ser Navidad, porque todo tiempo está emplazado a ser santificado.

Belén, es la inaudita locura de Dios que quiere vislumbrar cómo vislumbran los hombres; o escuchar como escuchan los hombres; o percibir como perciben los hombres; o dialogar como dialogan los hombres, para que en alguna ocasión reparemos cómo repara Dios, o advirtamos como advierte Dios, o experimentemos como experimenta Dios, o conversemos como conversa Dios...

Luego, no solo rememoramos un suceso único en la Historia Universal, sino que admitimos que estamos citados a ser presencia viva en la vigilia álgida de los pastores, o en la indagación efusiva de los Magos de Oriente. Si nuestra intuición, entusiasmo, perspicacia, carácter y ser corresponden al don del Espíritu Santo, han de estar encaminados al amor gratuito e inagotable de Cristo encarnado en esta noche de las noches y ofrecido a todos, sin excepción.

María, hospeda, conserva y guarda celosamente al Niño entre sus brazos, sencillamente, nos lo proporciona. Nos muestra el Misterio que el Espíritu de Dios ha cumplido en su seno: la Encarnación del Hijo de Dios. En sus entrañas y durante nueve meses se ha hecho carne el sueño inmemorial de todos las épocas. Y la Madre nos enseña el fruto de su vientre, haciéndose afable, abierto, sensible y don espiritual para todos.

Desde entonces, algo desconocido sucedió: en un Niño como Enmanuel, Dios se moldeó para ser hombre y el hombre profundizaba en los designios de Dios. Y ese sigilo del Niño de Dios hecho hombre, actualmente, es una ciencia misteriosa llamada a prolongarse hasta la finitud.

Por eso en la antesala de la Octava de Navidad, hacemos memoria de una certeza que no es utopía y de la que el cristiano revive cada jornada y descubre en Belén, la Casa del Pan que nos reconforta a la Vida Eterna.

Allí, en la Ciudad de David (1040-966 a. C.), Belén, María nos entrega a su Hijo, cuyo Espíritu nos concede que seamos testigos directos de la verdad más absoluta en medio del mundo; pero, si lo acogemos hemos de entrar en la voluntad de Dios. He aquí el arcano inescrutable del Nacimiento de Jesucristo: la entrega de una mujer ensimismada en el entresijo de la carne del Hijo de Dios, y ese Niño encomendado y confiado en manos de los hombres.

Con estos mimbres, el conocimiento en la plenitud de los tiempos tomó rostro humano en Belén, en hebreo ‘Beth-Lehem’, o lo que es igual, ‘Casa del Pan’, al evidenciarse que Dios es cercano y continuamente está en las mentes y corazones de los hombres.

Porque, en este intrascendente lugar de Palestina, en Belén, emerge el regocijo de sentirnos queridos y acoger a Jesús con corazón de Niño, comprendiendo las palabras de Jesús mencionadas en el Evangelio de San Mateo: “Si no cambiáis y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los Cielos”.

La experiencia del Tiempo de Adviento y la solemnidad de la Navidad, recapitulan la misericordia de un Dios conocedor de la penumbra que envuelve el corazón del hombre, trayéndonos la luz que vence las oscuridades y aleja la indiferencia entumecida por el relente de lo pagano, hasta avivarnos con el fuego de su amor.

Dios es conocedor de cuántos desiertos, o desidias, abatimientos y desesperación importunan el relato humano y, a pesar de todo, viene a brindarnos con su compasión, dicha y esperanza entre tantas zozobras.

De ahí, que los días santos que nos disponemos a oficiar, aún inmersos en la complejidad de una pandemia, nos rotula la enorme paciencia de un Dios que sabe de los obstáculos para penetrar en este amor insondable, y la incapacidad para confesar sin reservas, todo cuanto nos sugiere. El capricho del Niño de Dios es curar lo más recóndito que nos atenaza, pero esta pretensión únicamente es posible si haya una voluntad firme para esta alternativa.

En este intrascendente lugar de Palestina, en Belén, emerge el regocijo de sentirnos queridos y acoger a Jesús con corazón de Niño, comprendiendo las palabras de Jesús mencionadas en el Evangelio de San Mateo: “Si no cambiáis y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los Cielos”

Con las premisas preliminares, existen importantes divergencias a la hora de percatarnos de las pormenorizaciones que se describen en la ‘Natividad del Señor’, con respecto al parto y el puerperio, en función de la bibliografía examinada; pero, en lo que se coincide principalmente es que José y María anduvieron de las estribaciones meridionales de los montes de la Baja Galilea, o séase, desde Nazaret hasta Belén, al objeto de empadronarse y en este itinerario de madrugada, se acercó el momento decisivo del alumbramiento.

Las fuentes sobre el Nacimiento de Cristo es narrada en la Biblia por el evangelista San Lucas; además, de los Apócrifos, escritos surgidos en los primeros siglos del cristianismo, que como es sabido, no fueron incluidos ni aceptados en el canon de la Biblia Israelita: Protoevangelio de Santiago, capítulos XVII-XX correspondiente al siglo IV; Evangelio del Pseudo Mateo, capítulos XIII-XIV perteneciente al siglo VI; o el Libro de la Infancia del Salvador, párrafos 62-76 del siglo IX, entre algunos.

El Niño nacido es Cristo, el Mesías revelado en el Antiguo Testamento como ‘Enmanuel’, ‘Dios con nosotros’, ‘Príncipe de Paz’, ‘Dios Fuerte’, ‘Padre Eterno’ o ‘Príncipe de Paz’; y unos pastores, los primeros en acusar recibo de la grata noticia de manos de un ángel. Conjuntamente, una corte angélica será la que inicialmente admirará a Jesús. Posteriormente, comparecerán los embajadores de Oriente de la casta sacerdotal medo-persa aqueménida, como Melchor, Gaspar y Baltasar, rindiéndoles tributo con dones tan emblemáticos como oro, incienso y mirra.

Ciñéndome en lo fundamentado, las diversas diferencias de los pasajes gravitan fundamentalmente en el recinto puntual del Nacimiento. Al mismo tiempo, que la asistencia o no de comadronas, del buey y la mula, la estrella en el firmamento y en el proceder de José y María, antes, durante y seguidamente al parto.

Por lo tanto, el Nacimiento de Cristo es uno de los temas más personificados en el signo pedagógico del universo cristiano medieval, con estilos propios en las imágenes y diversificaciones iconográficas riquísimas. Si bien, los protagonistas centrales nos ayudan a interpretar la composición de lo acontecido, aunque su disposición, caracteres y ornamentación incluyen múltiples variantes.

Habitualmente, se abrazan dos grandes géneros de representación, llamémosle oriental o bizantino y occidental. Primero, la hechura de influjo oriental o bizantino tiende a desplegar un contexto abrupto o accidentado, infundido en la gruta de los apócrifos con numerosos personajes como la Virgen María, el Niño recostado en el pesebre, el anuncio a los pastores, la adoración de los ángeles, la recalada de los sabios de Oriente, etc.

Y, segundo, el peso occidental es propenso a situar el precedente en un modesto establo, en ocasiones, yuxtapuesto entre escombros e inspirando el foco de atención en la Sagrada Familia de Nazaret; amén, de no excluir alguna de las otras figuras secundarias como los ángeles o pastores.

No obstante, las preferencias son más compactas que los patrones colectivos, con las que se plasman la ambientación oriental o bizantina y occidental, poniendo a María al resguardo de un techo deteriorado y animales paciendo en las proximidades de la cuadra. Asimismo, se integra una superficie árida y pétrea, dando la sensación de recordar la cueva oriental o bizantina.

 

Haciendo un ejercicio de retroalimentación en el escenario al que me refiero, comenzando por la Virgen María junto al Niño, es de difícil realización porque ha de envolver a un mismo tiempo, la naturaleza humana y la esencia sobrenatural de lo acaecido.

En innumerables perfiles María se encuentra echada y de espaldas al Niño, con énfasis nostálgico, lo que tradicionalmente se ha interpretado como la seña de identidad del parto con dolor y su índole humana.

Sin embargo, cabría interpelarse, si la dolencia corporal de María es producto del parto, o es un sufrimiento espiritual emparentado con la Muerte de Cristo en la Cruz, que desde ese intervalo comenzaría a presagiar.

En otras escenas, aunque reclinada y en posición orante, María arrulla a su Hijo, ayuda a colocarlo en la cuna, o le da el pecho, confirmando el vínculo materno-filial y la condición humana de ambos.

Ya, a lo largo de la Edad Media (476-1492), estas variables se hacen visibles en Oriente y Occidente. Pero, la evolución más determinante con relación al talante de María, aflora en la Europa Occidental de los siglos XIV y XV, respectivamente, cuando de manera extendida aparece en genuflexión y con las manos unidas, observando la belleza de su Hijo que deslumbra intensamente. El Niño Dios puede estar fajado en pañales o totalmente carente de ropa. El matiz de hallarse fajado atañe a la práctica de vendar a los recién nacidos por un período de cuarenta o sesenta días, con la finalidad de preservar el cuerpo delicado de posibles golpes y fisuras.

Como del mismo modo, el paralelismo entre el Nacimiento y la Muerte de Jesucristo, en la que el Niño fajado conjetura a Cristo amortajado. Máxime, cuando el pesebre se transforma en sepulcro.

Otra peculiaridad común es la visualización de Jesús desnudo, transmitiendo un albor penetrante y descansando directamente en la tierra. El significado del Nacimiento divino como luz que se cristaliza, ya se originaba en el siglo XI, lo que hizo que ciertas figuras de proyección oriental o bizantina, aglutinasen un haz de luz que va desde el cielo hasta el Niño fajado.

A este tenor, se añade el antecedente del baño del Niño, en el que una o dos parteras asistidas por José, asean a la criatura en un simple recipiente de agua o en una suerte de pila bautismal. Sin duda, es un acto rutinario que da existencialismo al hecho, ya que cualquier nacido es purificado para limpiar los restos de sangre.

En el caso concreto del Nacimiento de Cristo, posee un sentido eminente: apenas tendría valor humedecer al Niño, si este había nacido sin sangre y resplandeciente; pero, con su ablución, se evoca la grandeza y el anticipo de las aguas bautismales administradas en dicho sacramento.

Fijándonos en el padre putativo de Jesús, José de Nazaret, denota su paternidad al hacer de su vida una ofrenda en el amor puesto al servicio del Mesías. Quedando manifiesta su actuación primorosa, donándose a Dios como hijo y a la Madre de Dios como esposo y ser la pieza que ensambla el Antiguo y Nuevo Testamento. En él, Jesús, distinguió la ternura de Dios y la inclinación que nos permite aceptar la debilidad, porque en ella, se engrandecen los propósitos de Dios.

Sin inmiscuir, que José es un patriarca en la acogida, porque aceptó y protegió a María sin poner condiciones previas. Motivo por el que mayoritariamente se escenifica en una colocación secundaria, semidormido o reflexivo, lo que prueba los reparos contraídos con María.

Paulatinamente, en Occidente y a partir del siglo XIV, José toma un encaje más dinámico, ejecutando ocupaciones rutinarias de lo más variadas, desde trasladar paja para los ganados, hasta acomodar el baño del Niño, encender la lumbre, recomponer un calzado, elaborar una cerca para resguardar a su parentela, etc.

Continuando con el buey y la mula, estos se asocian al establo, donde apaciblemente se alimentan, constituyéndose en componentes de raíz apócrifa que no faltan en Oriente y Occidente desde las representaciones inaugurales de la Natividad. En algún momento, los animales veneran al Niño, porque éstos reconocen su divinidad.

Tal como desenmascara la tradición, la mula ejemplifica al animal híbrido estéril más sumiso de la creación; mientras, el buey o macho bovino, calienta con su hálito el entorno de Jesús. Es preciso incidir, que uno y otro, son metáforas proféticas en los que se esconde el Misterio de la Iglesia Católica.

La Iglesia señala que las personas son buey y mula de cara a lo imperecedero y cuyos ojos abren para identificar a su Señor. En orden a lo mencionado, el libro del profeta Isaías 1, 3 extraído de la Biblia de Jerusalén dice literalmente: “Conoce el buey a su dueño, y el asno el pesebre de su amo. Israel no conoce, mi pueblo no discierne”.

Prosiguiendo con el protagonismo de las parteras, se engloban en Oriente y Occidente por la influencia de los apócrifos. Se exponen en número de una o dos y dedicadas exclusivamente a la atención del pequeño: bañándolo, fajándolo o alimentándolo. Mismamente, en los siglos XIV y XV, se incorporan en la Natividad con un enfoque claramente adorante, incluyendo a José y María, la exaltación de los ángeles del Señor y los pastores.

En la cuestión de estos últimos, ataviados como tales, portan alforjas, bastones y enseres sonoros que los ubica en un segundo plano, siempre adyacentes a sus rebaños con la contemplación vuelta al cielo y la mano delante de los ojos, para no quedar cegados por la emisión deslumbrante que proyecta el ángel en el anuncio.

Con el devenir de los siglos, en la Baja Edad Media Occidental que abarca las centurias XIV y XV, los pastores se van arrimando al marco del Nacimiento, mostrándose por alguna de las ventanillas o huecos del cobertizo con la cabeza agachada en actitud de respeto.

Este es el tesoro indescifrable que amasa la Navidad: el Nacimiento de Cristo como la piedra angular del grandioso puzle universal que da trascendencia a la subsistencia del hombre

De esta manera, se acredita lo descrito por el Evangelio de San Lucas, acudiendo al pesebre y glorificando al Niño de Dios.

Contemplando a la multitud del ejército celestial, primeramente se acomodan en el cielo, o al menos, frontalmente a la distancia en que se produce el prodigio, oteando a la gloria o la tierra con señas de adoración y alabanzas. Como se distingue en Oriente y Occidente en el siglo XII, por antonomasia, los himnos y salmos se convierten en el medio preferente para aclamar al recién nacido.

Una vez más, en los siglos XIV y XV y en Occidente, los ángeles del Señor se suman al contorno central de la imagen, postrados al lado de la Virgen María y resto de presentes inmediatos al Niño, participando del fervor fusionado con homenajes.

Por último, en relación al lugar de cumplirse los días del alumbramiento, siguiendo el relato de San Lucas, la vicisitud se desenvuelve en un mera construcción de pedrusco o barro cocido a modo de cuadra, aprisco o corral; o según los apócrifos, en una gruta.

En Oriente la cueva es más usual, en contraste con Occidente donde se decantan por el establo. Con todo, nada imposibilita que emerja la conjunción de los dos y, en algunas coyunturas, la arquitectura aloja a la Sagrada Familia de Nazaret entre restos construidos, insistiendo en la tesis de las ruinas de la Sinagoga del Antiguo Testamento, con la edificación de la Iglesia en el Nuevo Testamento.

En consecuencia, envueltos en las postrimerías del Tiempo de Adviento y a las puertas de la Octava de Navidad, ahondamos y digerimos el Misterio de la Encarnación del Hijo de Dios, prestos a recibir a Cristo “Luz del mundo”.

Próximos a entrar en el solsticio de invierno, esto es el 21 de diciembre, instante en que la posición del Sol se atina a la mayor distancia oblicua del ecuador celeste, con la lógica reversión de la tendencia al alargamiento de la duración de las noches y el acortamiento de las horas diurnas, en la Navidad, el crepúsculo matutino ahuyenta los oscurantismos y ostracismos, con Cristo conquistando las sombras del pecado y mostrándonos el camino a seguir.

Con el albor del Niño de Dios en Belén, sale la verdad de nuestra existencia: Cristo mismo, es la vida que vivifica la naturaleza desprendida del hombre que nos salva de cuántas maldades y ofensas, hoy por hoy, nos afligen.

La Iglesia católica apostólica romana en su hoja de ruta de madre y maestra, nos invita ardientemente a reflexionar y paladear con recto sentido la riqueza de la vivencia real e intensa de la Navidad, escrutando a San Esteban, San Juan Evangelista y los Santos Inocentes, en los que se detalla el trípode perfecto de la entrega total al Señor.

Primero, con el protomártir San Esteban (5-34 d. C.), simboliza “el valor del testimonio es insustituible, pues el Evangelio lleva hacia él y de él se alimenta la Iglesia”; segundo, San Juan Evangelista (10-¿? d. C.), único Apóstol junto a la Virgen María al pie de la Cruz, estuvo dispuesto a morir por Cristo, pero finalmente no lo mataron; y, tercero, los Santos Inocentes, porque sin saberlo y aun no hablando, confesaron a Cristo, dando fe de Él con su sangre derramada.

Este es el tesoro indescifrable que amasa la Navidad: el Nacimiento de Cristo como la piedra angular del grandioso puzle universal que da trascendencia a la subsistencia del hombre.

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