Opinión

El bautismo del Señor, la certeza irrevocable del amor infinito de Dios

Cuando apenas aparecían los primeros atisbos de las fiestas navideñas, algo inusuales por la incidencia epidemiológica de la pandemia, todo parece haber quedado distante con la celebración de la ‘Epifanía del Señor’ en la Liturgia de la ‘Octava de Navidad’, que propiamente no finaliza hasta el ‘Bautismo del Señor’; porque, en el intervalo de las gracias espirituales que abundantemente nos han precedido en estas jornadas, no se conmemora únicamente el ciclo natalicio o de la manifestación del Señor en Belén, sino que asimismo, incluye el preludio de los años de convivencia de Cristo en la intimidad paterna: nacimiento y vida silenciosa en Nazaret, hasta dar paso a la irrupción del Tiempo Ordinario.

Y es que, el ‘Bautismo’ en el río Jordán, es el punto de inflexión en el que Jesús abandona la calma y el sosiego del vivir cotidiano, para emprender la labor pública con la predicación del Reino de Dios, convirtiéndose en otra ‘Epifanía’; pero ahora, relacionada con la ‘Santísima Trinidad’: un misterio que nos invita a esponjarnos plenamente de la ‘Muerte y Resurrección de Cristo’ como bautizados.

Cuarenta días después de los hechos constatados en la ‘Casa del Pan’, hace más de dos mil años, Jesús es acompañado por José y María al Templo de Jerusalén para ser consagrado: la Sagrada Familia de Nazaret fusionada ontológicamente en el amor, inicia sus primeros pasos en la primera escuela doméstica, donde se respeta y valora la esencia divina que es el complemento perfecto para madurar y aprender a intuir el arcano que les ha sido dado, ahondando en las debilidades y fortalezas para ser personas.

Con estos precedentes iniciales, la Iglesia Universal nos impulsa a contemplar la humildad de Jesús que se torna en el dogma central de la naturaleza de Dios, porque en el Jordán se abre una nueva era para la humanidad. Este Niño llegado a la madurez y aparentemente similar a los demás, es Dios mismo, que aparece para liberarnos de cuantas esclavitudes nos atenazan y concedernos la alegría de la ‘Vida Eterna’.

A orillas del río Jordán y de manos de Juan Bautista, Jesús se deja bautizar como uno de tantos y convierte esta expresión de penitencia en una solemne muestra de su divinidad. El texto del Evangelio de San Marcos 1, 9-11 extraído de la Biblia de Jerusalén, atesora el acontecimiento confirmado que dice fielmente: “Y sucedió que por aquellos días vino Jesús desde Nazaret de Galilea, y fue bautizado por Juan en el Jordán. En cuanto salió del agua vio que los cielos se rasgaban y que el Espíritu, en forma de paloma, bajaba a él. Y se oyó una voz que venía de los cielos: Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco”.

Sin lugar a dudas, el pasaje evangélico desenmascara a Jesús en la antesala de su acceso mesiánico al entorno más inmediato de los hombres, pero como ‘Hijo Unigénito’, ‘Hijo Amado’ y ‘Predilecto’ aferrado a la misión salvadora, porque es el ‘Cordero’ que toma sobre sí el pecado del mundo: Él, es el enviado por Dios para ser ‘Portador de la Luz’. Luego, el ‘Bautismo de Jesús’, valga la redundancia, nos remite a nuestro propio bautismo, volviendo a nacer por el agua y el Espíritu Santo y quedar prendidos en la Historia de Salvación de Dios, que nos acoge misericordiosamente como hijos adoptivos en su ‘Hijo Unigénito’.

Análogamente, con el ‘Bautismo’ se alumbra el proceso de preparación cristiana, que con el ‘Sacramento de la Confirmación’ y el acogimiento de la primera ‘Eucaristía’, nos introduce de lleno en el ‘Misterio de Cristo, Muerto y Resucitado’. Con lo cual, ¡cómo no dar gracias a Dios Padre, que nos permite ser hijos suyos en Cristo y miembros de la familia de los Hijos de Dios, que es la Iglesia del Pueblo Santo!

Es preciso partir de la base, que Dios no nos preserva sin el consentimiento libre y voluntario, y la primera cooperación de toda criatura humana es la fe conquistada por la gracia de Dios. Todo bautizado en la niñez profesa su ‘Sí’ por medio de sus garantes, padres y padrinos, porque hasta estar capacitado en la comprensión de los designios divinos, habrá que transitar un itinerario espiritual que lleve a reafirmar con el ‘Sacramento de la Confirmación’, el don recibido en el ‘Sacramento del Bautismo’.

En otras palabras: lo que aquí se desgrana es la llamada inapelable al seguimiento de Jesús, en atención a la vocación que cada uno haya recibido para ser testigos directos del Evangelio, siendo posible el crecimiento del germen de vida nueva bautismal y alcanzar el enriquecimiento de los dones admitidos.

Evidentemente, el suceso del Bautismo de Jesús es tan destacado y me atrevo a considerarlo crucial en el acontecer de los tiempos, que ni San Mateo, Marcos, Lucas y Juan, lo pospusieron a la hora de exponerlo de su pluma y labios, con Jesús aproximándose apaciblemente como uno de otros, presto a empaparse de las aguas que Juan Bautista administraba a los allí reunidos.

Haciendo un ejercicio de introspección, Jesús, se dispone solidariamente en la hilera reproduciendo la procesión de los pecadores, aunque Él no tuviera culpa alguna, insinuándonos con su gesto la tarea extraordinaria de recuperar a todo hombre de las acechanzas del maligno. En cierta manera, Dios no ha querido rescatarnos desde fuera, sino sumidos en la historia existencial de cada uno, que por momentos es excesivamente tenebrosa y con visos de precipitarse a la destrucción.

Jesucristo, palpa, siente y sufre por el abatimiento de quienes le circundan, pero con benignidad les enseña la manera apropiada de desenvolverse en los quehaceres cotidianos. No saliéndonos de la voluntad del Padre para discernir qué talentos poseemos y si estamos en disposición de ponerlos al servicio de Dios y los demás, con la misma disponibilidad con la que Jesús se puso en la fila de los pecadores.

Al Hijo de Dios nadie le citó entre aquellas gentes, sencillamente se inclinó por lo que debía hacer: la voluntad del Padre. La mansedumbre reflejada en Cristo camino de las aguas bautismales, pasa por identificar los dones y haberes como regalos y, consiguientemente, esgrimirlos como Dios desea que lo hagamos. Tal vez, estemos faltos de la complicidad y oración para descifrar cómo quiere Dios que obremos en los cometidos y ocupaciones diarias.

Sea cual sea la senda o los pasos que Dios ha singularizado en el proyecto de vida de todo hombre, por encima de todo, ha de confirmarse una premisa en ese peregrinar, que si cabe, es imprescindible para los retos a los que Dios nos pueda convocar: la humildad.

San Máximo de Turín (380-465 d. C.), primer obispo cuyo nombre es conocido por la misma diócesis, hace una interpretación de uno de sus comentarios que es compartido por los Santos Padres de la Iglesia, en alusión al ofrecimiento de Cristo mediante el Espíritu Santo al salir del agua, que es la consagración integra porque “Cristo se hace bautizar, no para santificarse él con el agua, sino para santificar el agua y purificar aquella corriente con su propia purificación y mediante el contacto con su cuerpo. Y así, cuando se lava el Salvador, se purifica toda el agua necesaria para nuestro bautismo y queda limpia la fuente”.

Es la creación que es bendecida por el Espíritu Santo que recibe a Jesús, como reza la Liturgia de las Horas de este Día ceremonioso: “Cristo, el Señor, ha santificado la creación entera”. Estas palabras alumbran nuestro bautismo, porque ha de producirse una vez consagrada el agua con la exhortación del Espíritu Santo, para que valga como medio de purificación y perdón de los pecados.

De manera, que el Espíritu Santo penetra en la Historia de Salvación tuya y mía, como don del Padre que nos reconstruye a través del Hijo, abriéndonos de par en par las puertas de la salvación con su ‘Muerte y Resurrección’.

Está claro que el Espíritu Santo es el gran protagonista de la noche de todas las noches, la ‘Pascua de Cristo Resucitado’, porque por el bautismo formamos parte de la unción del Padre sobre Cristo, en cuanto hombre.

Es sabido que Jesús es engendrado en la matriz de María por obra del Espíritu Santo y ungido por éste en su Bautismo, y de su unción, Dios nos hace partícipes para que seamos hijos adoptivos en el Hijo Unigénito del Padre.

Sin ir más lejos, el nombre de Jesús significa ‘Dios salva’ y la conceptuación de Cristo, ‘Ungido por Dios con el Espíritu Santo’. Por lo tanto, la unción de Jesús en el Bautismo es considerada por el apóstol como la señal inexorable de un gran misterio de fe: al tomar la condición de hombre, la humanidad de Jesús se ha incorporado al Verbo de Dios.

Jesús, ungido por Dios Padre, es presentado a Israel y las naciones como el único Salvador de la Tierra, porque en su inmolación somos rescatados del desgarro y las heridas ocasionadas por el pecado. Como lo subraya Juan Bautista instantes antes de hallarse frente a Cristo en el río Jordán: “He aquí al Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”. Y sobre Él, desciende el Espíritu Santo escuchándose el alegato del Padre que da a conocer la identidad de Jesús como Hijo de Dios: “Este es mi hijo amado, en quien me complazco”.

Idéntico reconocimiento de Jesús se advierte en la ‘Transfiguración del Señor’ ante sus discípulos más inseparables, volviéndose radiante en gloria divina. El Padre da testimonio que Jesús proviene de Dios y es su Hijo hecho hombre. Afianzándose su filiación y el cumplimiento de la voluntad. Por ende, el ‘Sacramento del Bautismo’ es el encargo que hereda el hombre: indicio de incorporación a la Iglesia, sujeción sacramental inquebrantable y ablución de regeneración que nos hace ser hijos de Dios. Muy pronto, habrá de diseminarse una semilla que prosperará hasta desarrollarse por cuenta ajena y con la responsabilidad personal.

Con las aguas bautismales, la Iglesia nos sumerge en la corriente de salvación, como metafóricamente acogeríamos a un recién nacido desamparado en la calle, para inmediatamente trasladarlo a un lugar a salvo, hasta que de adulto le preguntásemos si vería con buenos ojos que se le ayudase en aquel contexto puntual, porque de no ser así...

La Liturgia del ‘Bautismo del Señor’ es propicia para rememorar con regocijo la fecha de nuestro Bautismo y el resultado que desde entonces ha conllevado. Un ejemplo de lo expuesto trasciende en el santo, padre y doctor de la Iglesia San Agustín de Hipona (354-430 d. C.), al referir en sus ‘Confesiones’ el día en que recibió este sacramento y rememorarlo con deleite: “rebosante de dulzura extraordinaria, aquellos días no me saciaba de considerar la profundidad de su designio para la salvación del género humano”.

Como antiquísimamente era tradición en la Iglesia Católica, por el bautismo los neófitos nos envuelven en un marco inefable, porque de su abundancia obtenemos gracia sobre gracia. No sólo hemos sido bautizados en el agua, como hacía el Precursor, sino en el Espíritu Santo que nos transmite el hálito de Dios en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, para entrar en comunión con la Santísima Trinidad.

Hoy, se dividen los cielos, a fin que nos adentremos en la Casa de Dios y seamos conscientes de la filiación divina que se nos confiere. San Cirilo de Jerusalén (313-386 d. C.), obispo griego y miembro destacado de la patrística, señala literalmente: “Si tuvieses piedad verdadera, también descenderá sobre ti el Espíritu Santo y oirás la voz del Padre desde lo alto que dice, éste no es el Hijo mío, pero ahora después del Bautismo ha sido hecho mío”.

La filiación divina es uno de los grandes dones abrazados con el bautizo. San Pablo no titubea en declarar estas felicísimas palabras: “Ya no eres esclavo sino hijo, y si hijo, también heredero”. En el ceremonial del Bautismo se observa que la hechura con Cristo se materializa con una regeneración espiritual, como adoctrinaba Jesús a Nicodemo, maestro en Israel y miembro del Sanedrín: “quien no renaciere del agua y del Espíritu Santo, no puede entrar en el Reino de Dios”.

Justamente, en este sacramento se visibiliza la ‘Muerte’ y, a su vez, la ‘Resurrección’ de Jesucristo: el descenso en el agua atribuye y reestablece la sepultura de Jesús y la muerte del hombre viejo; mientras, que la inmersión representa la ‘Resurrección’ y el ‘Nacimiento’ del nombre nuevo.

El vocablo sacramento proviene del latín ‘sacramentum’ y en las traducciones más tempranas del griego al latín, se buscó traducir el griego ‘mysterion’. Morfológicamente, ‘sacramentum’ es una derivación del verbo ‘sacrare’ o ‘hacer santo’. Y, por el Bautismo, el hombre es incrustado en la Pascua: muere y es sepultado con Él, y resucita con Él, acogiendo el espíritu de adopción de hijos por el que clamamos ¡Abba! ¡Padre!

Amén, que al ser dispuestos con Cristo resucitado y personificado en el hundimiento de las aguas bautismales, la gracia divina, además de las virtudes y dones del Espíritu Santo afianzadas en el alma del bautizado, se establece en estancia de la Santísima Trinidad.

Si bien, el Bautismo planta la semilla para una transformación y resurrección gloriosa: ¡Qué contraste entre el individuo que marcha al encuentro de la Iglesia para recibir este sacramento; y por otro, el que regresa ya bautizado! El cristiano resurge resplandeciente como el sol y lo que es más trascendente y ya indicado, viene convertido en ‘hijo de Dios’ y ‘coheredero con Cristo’.

Llegados a este trazado del ‘Bautismo del Señor’, una voz del cielo manifiesta que Jesús es el Hijo amado del Padre y en el momento de su encarnación, se hizo solidario de los hombres. Cristo, se empapa del agua que transporta la inmundicia de la naturaleza humana y los pecados hasta aniquilarlos. En esa coyuntura Jesús reza y el cielo se entrecorta, cae el Espíritu Santo sobre Él, hasta escuchar un pronunciamiento sublime que anuncia: “Tú eres mi Hijo , el amado, el predilecto”.

Jesús, está reluciente e invadido por el Espíritu de Dios.

Posteriormente, nuevamente la misma circunstancia se recreará, pero de otro modo, en la Cruz: se sumirá en la muerte entre los malhechores, será sepultado y resucitará colmado de vida gloriosa. El Bautismo de Jesús y la Pascua se acentúan en una misma analogía. Dijo Juan Bautista: “Él os bautizará en Espíritu Santo y fuego”, el Espíritu regenera y tonifica y el fuego consume lo viejo para hacer surgir lo nuevo.

El judaísmo entendía un bautismo de prosélitos, del koiné ‘προσήλυτος’, un término utilizado en la Septuaginta o Biblia de los Setenta, con la acepción de extranjero o recién aparecido en el Reino de Israel; en cambio, en el Nuevo Testamento un pagano converso al judaísmo. Los esenios exigieron este ritual a los judíos como indicativo de renuncia al pasado y la entrada en el nuevo Reino de Dios que aguardaban.

San Pablo lo afirma en su Carta a los Gálatas 3, 27-28 como inmersión o enterramiento en la muerte de Cristo, que nos proporciona entrar en la resurrección: “Todos los bautizados en Cristo, os habéis revestido de Cristo; ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre, ni hombre ni mujer; ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús”.

El pueblo judío poseía un sentido vivaz en lo que atañe al motor regenerador de las aguas como fuente de vida, y por antonomasia, como atributo de la obra vivificante de Dios. Mismamente, los israelitas sabían del simbolismo que motivaba la devastación y el exterminio de las aguas del diluvio; o de las olas enfurecidas del mar donde impera el Leviatán asociada a Satanás, figura de la fuerza virulenta que por el pecado condena al hombre a la muerte.

“El Bautismo en el río Jordán, es el punto de inflexión en el que Jesús abandona la calma y el sosiego del vivir cotidiano, para emprender la labor pública con la predicación del Reino de Dios, convirtiéndose en otra Epifanía; pero ahora, relacionada con la Santísima Trinidad”

En consecuencia, el Nacimiento del Niño Dios comprende la Octava de Navidad que es la Semana Grande, y en seguida irrumpen las dos subsiguientes que abarcan los días previos y consecutivos al 6 de enero. Es decir, la ‘Epifanía del Señor’ en la que la Iglesia oficia tres revelaciones exclusivas: la ‘Epifanía de los Santos Magos de Oriente’; la ‘Epifanía de Juan Bautista’ y la ‘Epifanía a sus discípulos en las Bodas de Caná’.

Al bautismo de Juan Bautista cristalizado entre la ribera y desembocadura del río Jordán y el Mar Muerto, llegaban todo tipo de personas desde los alrededores de Judea y Jerusalén, pero en aquellos trechos con una primicia incomparable: por vez primera, comparece Jesús de Nazaret.

A ello hay que añadir los peregrinos venidos de otra extensión geográfica considerablemente apartada como Galilea, en la región montañosa situada al Norte de Israel. Jesucristo, al cruzar el Jordán carga directamente con toda culpa y anticipa su ‘Muerte y Resurrección’, haciendo memoria de los israelitas esclavos en el antiguo Egipto atravesando el Mar Rojo.

Asimismo, es una profesión de fe en el Dios de Israel, porque junto a aquellas aguas palpita la presencia de Yahveh, como Israel en la Tierra Prometida a Abraham, renovada en su hijo Isaac y su nieto Jacob, hasta replicarse en Moisés durante el éxodo. Pero, también, al bifurcar el Jordán el ‘Rey de Reyes’ y ‘Señor de los Señores’, tiene prestos sus oídos en la voz de Dios y se despoja de su rango, colocándose en la fila de los pecadores.

Hoy, tercer Domingo continuado a la ‘Natividad del Señor’, nos congratulamos en experimentar vivencialmente la segunda ‘Epifanía’ denominada ‘Teofonía’, con la declaración de las tres Personas de la Santísima Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo, porque a Jesús ya no hay que buscarlo en la ‘Cuna de la Anunciación a María’, sino en el pórtico de su vida pública

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