Opinión

Los ataques demenciales que pulverizaron la ilusión de un futuro pacífico (II)

Únicamente, el devenir de los tiempos permite calibrar la magnitud de un suceso, y lo habitual es que vaya menguando para escurrirse desde la memoria al recuerdo imperturbable y, finalmente, caiga en el olvido. Pero, no siempre ocurre así, porque ante esta conmemoración estamos aturdidos en la tentativa de desenterrar lo que ya es historia. Y, por supuesto, no es así con el 11-S, cuya trascendencia aumenta y se engrandece con el transcurrir de los trechos. Aquella jornada aciaga el pánico era emitido en directo: un hito que hizo permutar la historia contemporánea y cuyas variables intervinientes todavía se agitan.

La primera impresión nos reportó a la irrealidad: aquello que ubicábamos en nuestros ojos no podía ser verídico, pese a que tenía todas sus trazas. La ciencia ficción y lo indiscutible se cogieron de la mano. Poco, o prácticamente nada, podían hacer las palabras sobresaltadas del presentador de cara a lo inenarrable. Y, apenas nada, hacíamos los telespectadores, salvo vislumbrar el fin de un ciclo.

Aquellas imágenes impactantes dejaron tras de sí un hormiguero de hombres y mujeres que a duras penas entendían lo que estaba aconteciendo. Vidas truncadas y sesgadas al vacío entre el fuego y los cristales, para en unos segundos dejar de serlo. ¡Un lastre generacional y una herida incurable para una humanidad globalizada!

Una mañana rendida al espanto convertida en un relato audiovisual.

Desde entonces y, tal vez, para la eternidad, el horror se enquistó en los corazones que distinguía lo inenarrable y sin merecer calificativo.

El resto es un ensueño: el imperio necesitaba un adversario de entidad y se topó con él, cuando menos lo esperaba. Tanto la centuria como el milenio recién estrenado se tornaron intratables, cuanto más los atentados terroristas calaron lo indigno de la dignidad humana y nos transformó en seres extenuados por un mismo trance.

Todos, sin excepción, rápidamente percibimos que algo crucial, descomunal y de máxima gravedad se desencadenaba con el desmoronamiento impresionante de las Torres Gemelas, y el consecuente fallecimiento de miles de personas de distintas nacionalidades.

Posiblemente, aún requeriremos de cierta distancia en lo inteligible para medir su repercusión. Si bien, en aquellos retratos teníamos el refrendo de la finalización de una etapa con sus perspectivas; al igual y como en una representación, casi la totalidad de los ingredientes del futuro que actualmente nos acechan amenazantes o, cuando menos, angustiosos.

"En su Vigésimo Aniversario, el 11-S conjeturó un cambio de paradigma, estableciendo una abertura para la incrustación de medidas antiterroristas que han puesto y ponen en serias dificultades los derechos fundamentales"

En su vigésimo aniversario, el 11-S conjeturó un cambio de paradigma, estableciendo una abertura para la incrustación de medidas antiterroristas que han puesto y ponen en serias dificultades los derechos fundamentales. Como consecuencia de ello, los gobiernos occidentales se valieron del shock integral para dar riendas sueltas a la intimidación, e infundir una atmósfera de constante incertidumbre y riesgos simulados para el bienestar de todos.

En la plasmación y mantenimiento de esta nueva narrativa que retoca de modo aplastante la compensación entre la libertad y la seguridad, hubo un componente taxativo: la conformación de un discurso político ‘ad hoc’ que valiese de argumento para la galería social. Conjuntamente, se mostró y encuadró el terrorismo internacional como un peligro existencial mediante el cóctel de distintos mecanismos referenciales que buscaban prolongar el ‘momentum’, hasta el punto, que los amagos terroristas no acababan e irrumpían en un estado inestable.

Para ello, se pretendió nutrir recurrentemente de manera insistente, el debate público sobre futuribles atentados, junto con la instauración y propagación de comunicados oficiales de otros permisibles ataques o riesgos, y las variaciones reguladas en los niveles de alerta antiterrorista.

En idéntica tesitura, se minimizaron y/o recontextualizaron las destrezas terroristas en un esfuerzo discursivo para demostrar a todas luces, la puesta en escena de normas y prácticas regresivas, al objeto de no perder de vista la salvaguardia de los derechos y libertades fundamentales.

Queda claro, que el terrorismo y la sombra del miedo se convertían en adictos y aliados inseparables de las administraciones occidentales para acometer sus agendas pertinentes. La estela resultante no podía ser más grandilocuente: el Viejo Continente y sus socios se emplazaron a la revisión minuciosa de algunos derechos políticos imprescindibles con respecto a la seguridad nacional, porque las reglas de juego estaban permutando.

Ahora, la dialéctica de la ‘Guerra contra el Terror’ prosperaba en el terreno. La oratoria común reiterada como un manta era escueta, pero determinante: el terrorismo es el inconveniente de seguridad que ocupa el primer peldaño de la cúspide.

En otras palabras: es lo que algunos analistas han denominado dinámicas normativas ‘perversas’, en lo que toca a la materia de antiterrorismo. Políticas que desgastan los consensos preceptivos de derechos humanos y consiguen cimbrear la identidad de los valores democráticos, volteando lo que anteriormente era perjudicial en algo comparativamente aceptable, como resultado de los graduales y apremiantes menesteres operacionales de métodos antiterroristas.

Ni que decir tiene, que el razonamiento macrosecuritarista procedente de la ‘Guerra contra el Terror’, es el caldo de cultivo perfecto para el encaje de reformas reglamentarias que en otras coyunturas serían impensables.

Un ejemplo que justifica lo fundamentado y es considerablemente inquietante en la dinámica de la República Francesa, reside en la Ley 2017-1510 de fecha 30/X/2017, implantando varias medidas consignadas a reemplazar el estado de emergencia efectivo desde los atentados en la capital y su suburbio de Saint-Denis de 2015, en los que perecieron 130 personas y otras 415 resultaron heridas, siendo catalogado como un ‘estado de emergencia ligth’ o ‘estado permanente de emergencia’.


Conceptuación, que evidentemente tintinea con más tenacidad para apuntar al escenario palpitante de desgaste institucional, jurídico y moral, que trae aparejado una inestabilidad de poderes del Estado y amplifica el poder ejecutivo, como administrador y promotor de la voluntad popular a la que representa y de la que debe ser su más firme garante.

Con lo cual, el numerónimo ‘11-S’ se convirtió en la carta de presentación de un terrorismo internacional que, a pesar de incidir en lapsos pasados con la ferocidad que le define, nunca lo había hecho con tanta contundencia y capacidad destructiva.

Repentinamente, se intuyó que el mundo adquiría otro enfoque perturbador y que la seguridad ilusoria con que Occidente transitó en la ‘Guerra Fría’ (1947-1991), desaparecía al compás: los atentados perpetrados en Madrid, el 11/III/2004, y en Londres, el 7/VII/2005, respectivamente, lo confirmaron.

Desde aquel momento puntual, convivimos sumidos en un universo inconstante, desequilibrado e incierto, llevando a cabo un combate direccionado a las formas vacilantes y confusas del terrorismo internacional.

Una pugna que no sólo abarca los medios policiales, judiciales o militares, sino los entornos mediáticos y políticos en el que se tambalean los valores democráticos y la opinión pública. Toda vez, que estas últimas se esconden por inclinaciones ideológicas que aspiran a rehacer el maniqueísmo de la ‘Guerra Fría’ y la lucha crónica entre el ‘Bien’, los estados democráticos; y el ‘Mal’, Al Qaida, por distensión, el islam.

Obviamente, este reduccionismo imposibilita entender lo que realmente se tercia y no facilita críticas competentes para contrarrestar los desafíos del terrorismo internacional. Querer exponer y discernir, no comporta defender, intervenir o colaborar en la corriente extremista de matriz confesional que sustenta cada una de las actividades propias de la organización terrorista, paramilitar y yihadista ‘Al Qaeda’.

Asimismo, denota admitir y mirar para otro lado las declaraciones producidas por el grupo conservador de la Casa Blanca y que, en el caso de la República de Iraq, le reportaría a un callejón sin salida. Y, menos, encarna boicotear la hostilidad o el prejuicio ‘antinorteamericano’ o ‘antisemita’ incitando a la discriminación, el odio o la violencia, cuando se reprochan algunos movimientos militares del Gobierno de Tel Aviv, como la ‘Guerra del Líbano’ (12-VII-2006/14-VIII-2006).

Si no, todo lo contrario, nos revela enarbolar el diagnóstico histórico y político para tratar de hallar alegatos y soluciones a un entramado que atenaza a los ciudadanos de las naciones democráticas y a las sociedades musulmanas.

Luego, al hilo del texto que precede a esta disertación y que enfoca la madre de todas las teorías de la conspiración, combinada con las conjuras de la pandemia, no existe en estas líneas el espacio requerido para desgranar una explicación exhaustiva de los vaivenes derivados y la concatenación histórica que le acompaña, a raíz de los acontecimientos del 11-S.

Lo cierto es, que los implacables atentados avivaron auras de solidaridad a los estadounidenses, incluyendo actores musulmanes. Amén, que la influencia no permaneció demasiado, porque la aparición de los neoconservadores en la Casa Blanca, con la creciente nueva izquierda y la contracultura, particularmente durante las protestas de Vietnam, ocasionó una metamorfosis en la política exterior de Washington. A partir del 11-S, la islamofobia comenzó a infiltrarse y hacerse protagonista en las políticas occidentales y alocuciones de los medios de comunicación más prestigiosos.

"¡De suponer!, que no podemos sentirnos eximidos o aliviados de la hidra de la pesadilla terrorista. A largo plazo y abandonando el tono deprimido, es ilusorio divagar con estar a salvos y sólo aspiraríamos a atenuar su inminencia"

Los neoconservadores, redundando en una apología de la ‘Guerra Fría’, hicieron gala de Al Qaeda y otros grupos radicales islámicos como Hamás, declarado yihadista y nacionalista, debían compenetrarse en el fondo de una guerra de ‘liberación nacional’, y por añadidura, del islam, el contendiente absoluto a batir.

Mismamente que en los intervalos de Ronald Wilson Reagan (1911-2004), los neoconservadores supusieron que únicamente la reciedumbre de la disuasión militar neutralizaría la espada de Damocles atribuida al terrorismo internacional. Pero, la noción de ‘guerra preventiva’ que, indiscutiblemente, evoca al principio de anticipación, se excedía de la disuasión y encomiaba la mediación militar ante posibles advertencias.

Los ‘Estados canallas o fuera de la Ley’ como Iraq, la República Islámica de Irán o la República Popular Democrática de Corea, comúnmente, Corea del Norte, compusieron el ‘Eje del Mal’ de George Walker Bush (1946-75 años), al anticipar que totalizaban una provocación facilitando armas a grupos terroristas como la organización Al Qaeda.

A resultas de todo ello y de lo referido a los hechos: a la invasión de Afganistán con la ‘Guerra’ (7-X-2001/30-VIII-2021), le siguió la ‘Guerra de Irak’ (20-III-2003/15-XII-2011). Ambas incursiones, principalmente, la de Iraq y sus derivaciones, velozmente viraron en contra de sus patrocinadores, hasta cebarse en numerosos países musulmanes con un rumbo de valoración antioccidental y de interés por Osama Bin Laden (1957-2011).

¡Definitivamente!, Al Qaeda, pisando fuerte, ¡se transfiguraba en el icono global! Sus artimañas eran clarividentes: irradiar el veneno de sus preceptos confabulados en páginas web de partidarios yihadistas que tenían vínculos reales o virtuales con Bin Laden. En nuestros días, basada en células de militantes y redes de contactos clandestinos, le ha provisto de amplia movilidad de acción y un rompecabezas para desarticularla; además, Iraq, es en una superficie ideal para curtir yihadistas en mayor medida que lo fueron en Bosnia, Chechenia, Somalia o Cachemir y, exclusivamente, similar al Afganistán de la década de los ochenta y primeros de los noventa.

Simultáneamente, el propósito neoconservador sondeaba el llamamiento occidental en dos términos explícitos: los valores democráticos y los medios de comunicación.

En el primero, circulaba el artificio que, para avalar la seguridad, era inexcusable consagrar algunos derechos y libertades. Así, inmediatamente al 11-S, la Cámara de Representantes y el Senado estadounidense promulgó la ‘Ley Patriótica’ o ‘Patriot Act’, hasta erigirse en el referente. El Centro de Detención de Guantánamo en Cuba, la prisión de Abu Gharib en Iraq y los numerosos secuestros y torturas cometidos en cárceles secretas de los sospechosos de terrorismo, demuestran las bifurcaciones más perceptibles por esta causa.

Y en el segundo, la sutileza e ingenio a la hora de aplicar expresiones morfosintácticas. Tómense como ejemplos las siguientes argucias hasta llevar a la confusión en su interpretación: los territorios ocupados como Palestina, son ‘territorios en disputa’; o ‘territorios liberados’, como Iraq; las defunciones de civiles en actuaciones militares son ‘daños colaterales’; la resistencia iraquí es ‘terrorista’, o en el mejor de las ocasiones, ‘insurgente’; la devastación de la República Libanesa y el alcance de sus víctimas es el ‘derecho de Israel a defenderse’ de las acometidas de Hezbolá, que se mueve con un abrazo político y otro paramilitar.

En síntesis, los neoconservadores envalentonaron en la palestra la teoría incongruente del ‘choque de civilizaciones’, en función de intereses opacos enfocados a designios geoestratégicos, que, valga la redundancia, portan incompatibilidades de civilizaciones y valores, básicamente, religiosos.

O, dicho de otra manera, la opinión pública, tanto en los estados occidentales como en el ámbito musulmán, se ha hecho eco de las alteraciones desencadenadas y la consiguiente espiral de escepticismos con una progresiva polarización. O el ‘choque de civilizaciones’ ha empezado a tomar cuerpo entre las disyuntivas de unos y otros. ¡Sin duda!, es lo peor que podía suceder.

Fijémonos en los informes proporcionados por el Centro de Investigaciones ‘The Pew Research Center’, que brinda información sobre problemáticas, actitudes y tendencias que distinguen a los Estados Unidos, dando buena cuenta de los balanceos cimbreantes que no son nada halagüeños.

Como se advierte en los mismos, los países musulmanes reconocen que los escollos para la paz mundial están en el abandono de las tropas estadounidenses de Afganistán, de facto como Emirato Islámico de Afganistán; al mismo tiempo, que el conflicto israelí-palestino que se remonta a principios del siglo XX. Y en el Viejo Continente, se suma la inquietud por la reactivación del programa nuclear iraní y Corea del Norte.

Con lo desgranado hasta ahora, interesa digerir la complejidad de lo que ciertamente está ocurriendo y percatarse que las respuestas maniqueas son inútiles para descifrar las piezas de un puzle nebuloso, que, según y cómo, nos transfiere a remedios infructuosos para contrapesar el terrorismo internacional que, hoy por hoy, se perfila como la posición caótica y violenta ante el discurso de la paz deseada.

En tanto no se proceda adecuadamente sobre las fuentes de las que emana el chantaje terrorista, no se enfrentará con firmeza y, al menos, se obtendrá algún resquicio de éxito en el envite que se visualizó cruelmente el 11-S. Me refiero a la aplicación heterogénea del Derecho Internacional, la distribución indebida de la riqueza y el sostenimiento de situaciones de aspereza, avasallamiento y falta de libertades, en cuyos gobiernos Occidente mirando su ombligo, brinda su favor a corto plazo.

No puede quedar al margen de esta exposición, el reconocimiento y la memoria siempre viva de cuantos sucumbieron en los atentados. La vanguardia en las técnicas de identificación vía ADN, contribuye a testificar nuevos óbitos de los ataques, pero la evolución científica no conforta a los familiares y allegados de los difuntos, sepultados anónimamente en el cementerio Staten Island, que ineludiblemente reabre heridas difíciles se cerrar.

Referirse a la cuantificación de muertos del más execrable de los ataques terroristas de Estados Unidos, es hacer alusión a los desaparecidos y de los que se dieron por extintos. Del total, sólo el 60% ha sido registrado con nombres y apellidos.

Y, qué decir, de la aclaración de los hechos aportada por el Gobierno de Bush, y posteriormente, por la Comisión Bicameral de Investigación del Congreso de Estados Unidos y el Instituto Nacional de Estándares y Tecnología, que aún dejan demasiados entresijos misteriosos.

Lógicamente, estas reservas embarnizadas con presunciones, han dado lugar a un sinfín de supuestos conspirativos, con más variantes que las que anduvieron el 22/XI/1963 tras el asesinato de John. F. Kennedy. Algunas, dada la escasez más elemental de fundamento de la que adolecían por ser plenamente irracionales, se desvanecieron con los años; pero otras, acreditadas por peritos, técnicos y entendidos en explosivos, prosiguen deambulando.

Consecuentemente, el continente europeo, entrada natural y, digamos, el frontispicio de Occidente para el islam, ha de tantear con convencimiento y calma, el recóndito arrebato del orden internacional al que asistimos veinte años más tarde del 11-S.

Aquel múltiple ataque, poco más o menos, sincrónico contra los emblemas del poder financiero, político y militar, selló e imprimió la detonación de un cerco de aspecto inédito, que a día de hoy se resiste y temporiza con varios frentes abiertos.

Una batalla que no sabe de fronteras y que nos maldice con dilatarse interminablemente en el tiempo, en virtud de la incapacidad manifiesta de deshacer al enemigo yihadista. Por ende, el incremento de la paranoia y el miedo ante un combate despiadado y monstruoso, nos ha conducido a una mayor tolerancia de leyes o metodologías de vigilancia a gran escala, en la que mengua vehementemente la privacidad y se agranda la xenofobia.

¡De suponer!, que no podemos sentirnos eximidos o aliviados de la hidra de la pesadilla terrorista. A largo plazo y abandonando el tono deprimido, es ilusorio divagar con estar a salvos, porque el triunfo es casi inaccesible y sólo aspiraríamos a atenuar su inminencia.

¡Eso sí!, prestando la debida atención para no precipitarnos en el desierto del reduccionismo con la presuntuosa guerra de civilizaciones.

Y es que, los atentados del 11-S, han emplazado al tercer milenio en el multilateralismo de los engranajes internacionales: América, no podrá escapar de la rémora incomparable del terrorismo fundamentalista islámico, desde que los Boeing 757 y 767 de las aerolíneas American y United, se destinaron como misiles contra una urbe convencida de estar escudada.

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