Veinte años más tarde, el emblema de las Torres Gemelas desintegrándose, aún permanece en la retina de un sinfín de personas. Al igual que sus efectos desencadenantes, la configuración del enfoque transfronterizo es totalmente diferente desde aquella mañana aciaga del 11 de septiembre de 2001.
Y, el Viejo Continente, no iba a ser menos a este suceso, lidiando con sus resonancias y una cátedra entre las lecciones aprendidas: para siempre cambiaría su percepción sobre el terrorismo. En un abrir y cerrar de ojos, los líderes europeos dejaron de contemplar la amenaza terrorista como algo nacional, y contrarreloj tomaron cartas en el asunto para establecer las primeras leyes y mecanismos antiterroristas.
El calificado por el numerónimo ‘11-S’ aconteció al otro lado del Atlántico, pero, posteriormente, irrumpieron estrepitosamente en suelo europeo los atentados del ’11-M’ perpetrados el 11/III/2004, con una serie de ataques terroristas en cuatro trenes de la red de cercanías de Madrid; o el ‘7-J’, cometidos el 7/VII/2005, con cuatro explosiones en plena hora punta matinal, que paralizaron el sistema de transporte público de Londres. ¡Era clarividente! El sentimiento del ocaso de la seguridad, fantasmagóricamente cundía entre la ciudadanía.
Poco después de la debacle, en palabras literales del presidente estadounidense George W. Bush (1946-75 años): “Nuestra guerra contra el terror comienza con Al Qaeda, pero no termina ahí. De hecho, no concluirá hasta que hayamos encontrado, frenado y combatido al último grupo terrorista de alcance global”.
Ni que decir tiene, que, con anterioridad a las acometidas, la Unión Europea, abreviado, UE, no disponía al respecto de un marco antiterrorista, ni de instrumentos legales. Como igualmente, no se presagiaba premura para ello. Pero, tras los deplorables hechos en tierras americanas con señas apocalípticas, no le quedó otra que darle forma.
Entre tanto, las misiones de paz y seguridad de la década de los noventa en previsión de conflictos quedaron postergadas. Europa estrenaba el milenio equipándose hasta los dientes legislativa y estratégicamente, para lo que se atribuyó como uno de sus retos inexcusables la lucha contra el terrorismo.
No era para menos, tras el 11-S, la UE dejaba de ser preventiva para convertirse en reactiva. Este es el legado que, posiblemente, sea más recordado de lo que llevamos de centuria, aunque al acecho y como un enemigo mortífero e invisible se halla el paso letal del SARS-CoV-2, dejándonos un paisaje decadente.
Con estas connotaciones preliminares, junto a la designada ‘guerra subversiva’, uno de los métodos de conflictos armados que más se ha expandido en los últimos trechos es el terrorismo. Naturalmente, esta no es una evidencia desconocida, porque la violencia terrorista heredó niveles de gran calado en el último cuarto del siglo XX y en el período de ‘entreguerras’ o ‘interbellun’ (11-X-1918/1-IX-1939).
En ambos cursos el terrorismo nacional e internacional, se dispuso como un indicativo más, que propiamente en una causa. Amén, que este molde de conflictividad violenta preparó y aguardó los procedimientos de crisis y cambio político, económico e ideológico que advirtió la sociedad internacional y numerosos estados que constituían parte en la primera mitad del siglo XX. De esta manera, emerge una primera atención con deferencia intervencionista sobre los comienzos del terrorismo coligado a fases de mutabilidad estructural, en las que algunas parcelas conservan expectativas de alternativas radicales del sistema imperante.
De cualquier modo, cuando me refiero al ‘terrorismo’, se sugieren una serie de expresiones identificadas por su magnitud conflictiva y atropellada, aunque los componentes diferenciadores que subyacen son tan amplios y reveladores, como las peculiaridades que puedan evaluarse en sus distintas apariciones.
Quizás, este sea uno de los argumentos que justifican la acumulación y diversidad de definiciones de ‘terrorismo’ precisadas, haciendo complicada la labor de proceder a una conceptualización meticulosa y totalmente precisa.
Al objeto de simplificar las especulaciones determinantes, es indispensable plasmar un primer acercamiento sucinto a partir de sus rasgos desmenuzados de los antecedentes empíricos.
Sin embargo, interesa destacar que esta aproximación ha de implementarse con una notable humildad intelectual, a pesar de haber realizado los estudios propios de ‘Especialista Universitario en Análisis del terrorismo yihadista, insurgencias y movimientos radicales’, porque el terrorismo internacional, tal y como concurre en los años presentes, todavía se ignoran muchas de sus raíces, incitaciones, patrones de evolución y derivaciones.
En buena medida, esta nulidad en el desconocimiento se debe a la laguna de reseñas estadísticas abundantes y adecuadamente fiables, para fundamentar hipótesis de investigación más afianzadas que las generalizaciones y especulaciones, algunas de las cuales, están direccionadas a intereses particulares y que han venido amansando la literatura especializada.
"Veinte años más tarde, difícilmente se olvida aquel estruendo al fragor en un cielo que diáfanamente estaba pintado de azul, negado a ser testigo de aquellos arrebatos terroríficos que tambalearon a la primera potencia mundial, hasta entonces intocable"
Realizado este matiz, es preciso abordar cuatro aspectos del ‘terrorismo internacional’ hasta confluir en los atentados suicidas del 11-S, cuestión dominante de esta disertación: su predisposición cuantitativa a lo largo de la etapa 1968-2000; las características operativas de los actos terroristas en sí; la distribución geopolítica y, por último, el grado de victimización que suscitan.
Comenzando por la progresión cuantitativa experimentada por las acciones terroristas internacionales, se acentúan tres realidades. La primera, incumbe a la exigua trascendencia estadística de las actividades terroristas, si se contrasta con la delincuencia criminal habitual y otras fórmulas de violencia social como protestas, revueltas, huelgas, etc.
Y, en segundo lugar, la inclinación común mantiene un patrón cíclico en la mayoría de las manifestaciones con una tendencia de intensificación, con un punto crítico que se adquiere en 1987 y una lapso de disminución, que permanece hasta las postrimerías de la década de los noventa.
En definitiva, al no distinguirse un carácter fijo interanual, el despliegue del terrorismo internacional no es homogéneo ni persistente.
Además, en los años de incremento en la cifra de episodios terroristas, sobrevienen otros en los que éstos empequeñecen. Esta superposición circunstancial se prolonga y complementa la extensión asidua a largo plazo, aunque aún no se ha conseguido facilitar un esclarecimiento causal favorable sobre su naturaleza y continuidad.
Continuando con el segundo apartado, observando las hechuras en el manejo terrorista, se corrobora la neta supremacía de las praxis que inducen a un elevado grado de devastación y perecidos, pero que, a su vez, implican un escaso riesgo individual para los propios terroristas. El caso que los asesinados con explosivos, bombas o incendios constituyan entre el 40 y poco más o menos, el 80% de la integridad de éstos, demuestra este razonamiento.
De cara a estas proporciones, la entidad específica de las agresiones armadas o los raptos, u operaciones que por su índole requieren de una enorme y más considerable dificultad para los terroristas, aparte de demandar una ambiciosa logística que afiance la consecución de este tipo de atentados, resulta poco revelador, ya que no llega a la cuarta parte de la totalidad de las prácticas terroristas.
Ello denota que con asiduidad la pericia terrorista proyecta infructuosamente originar una escalada de violencia en toda regla, traspasando la línea roja de la espiral acción-represión, al objeto de atrapar el umbral de los conflictos armados para lo que están faltos de recursos, instrucción y organización.
Cabe pensar, que algunas estructuras terroristas prefieran inicialmente una táctica de atentados confusos y caóticos, claramente buscando guarismos señalados de muertos y heridos entre la población, con la incontestable intencionalidad de difundir una repercusión antiterrorista tumultuosa que precipite la desestabilización y deslegitimación del gobierno político y económico reinante.
En lo que atañe a la disposición geopolítica del terrorismo internacional, se han multiplicado importantes innovaciones en los pragmatismos terroristas.
Me explico: si bien, en otros confines despuntan las circunscripciones de Europa Occidental bajo la influencia de Estados Unidos y la Organización del Tratado del Atlántico Norte, por sus siglas, OTAN, excepto la República de Turquía, y América del Norte, Oriente Medio y Latinoamérica, como aquellos en los que se han centralizado el sinfín de atentados, asimismo, es incuestionable que no hay un predominio patente de ninguno de ellos.
Para ser más riguroso en lo abordado, mientras las celeridades terroristas en Asia y América Latina se amplificaron en el período de los noventa, en Oriente Medio decayó en los últimos años después de sobrepasar las cotas más altas a mediados de los ochenta.
Indudablemente, estos precedentes cuestionan formalmente que algunos ámbitos geopolíticos o culturales, como el espacio árabe o musulmán, sean marcadamente propensos al terrorismo frente a otros, particularmente la esfera occidental, más remisa a los mismos. Parecidas formulaciones desdeñan la certidumbre del peso que ocupa el terrorismo en Europa Occidental o América Latina.
Luego, la falta de muestras estadísticas manifiestas en cuanto a la adscripción del terrorismo internacional en regiones políticas explícitas, o zonas limitadas con medidas económicas o culturales, muestran notoriamente que las conexiones del terrorismo trascienden a ramificaciones muchísimo más complejas y variadas, que el temperamento político de los Estados, su implicación en el margen de mejora o sus propiedades religiosas, étnicas o lingüísticas.
Y, por último, la gama de victimización motivada por el terrorismo internacional, ratifica que, a la hora de la verdad, las entidades terroristas tienen un relativo potencial de violencia o daño personalizable, que queda lejos de compararse con el provocado en los conflictos armados.
Esta fuerza condicionada de enardecer un umbral de violencia realmente típica que define al terrorismo, se contrapone con la desmedida atribución política que posee.
En otros términos: el chantaje indiscutible para demoler la estabilidad de los Estados y las sociedades que no proviene únicamente, y ni tan siquiera de manera influyente de la violencia terrorista, sino de la relevancia política que los representantes, o los medios de comunicación y la población otorguen a las advertencias e insinuaciones de los grupos terroristas, con el supeditado lazo de desvertebración del orden social que pudiese comprometer.
Atajadas brevemente estas materias, ciñéndome en los acontecimientos del 11-S, éstos se encuadran inequívocamente en la clasificación de eventos terroristas y no en actuaciones de ‘guerra subversiva’ u otros signos de operatividad agresiva, como se exhibió por las autoridades y medios afines estadounidenses. Incluyéndose el fondo fundamental de su realización, no fueron novedosos y pudieron ser evitados, porque los atentados contra órbitas de transporte público, esencialmente aéreas, se hallaban entre las presumibles e hipotéticas por las agencias federales de seguridad en sus instrucciones reguladas de lucha antiterrorista.
Por lo tanto, no ha de desdeñarse que en la política antiterrorista hay que situar un antes y un después, cuando América tras el 11-S despertó de su letargo, por lo que algunas coyunturas acaecieron en el día que Estados Unidos asumió su vulnerabilidad, para que se causase un vuelco aplastante en la pugna contra el terrorismo dentro y fuera de sus límites fronterizos. El distintivo de estos ataques residió en el nexo de cuatro ingredientes, que tomándolos con tiento y de modo abstraído no habrían bastado para avivar el impacto social y las repercusiones políticas que desataron.
Básicamente, los atentados hay que encasillarlos en la simplicidad como se detallaría llanamente para su culminación y arduos en su programación y gestación; segundo, derivaron en una cantidad de víctimas mortales elevadísimas; tercero, fueron los primeros atentados emitidos en directo a escala planetaria; y, cuarto, incitaron a un estremecimiento aterrorizante y enloquecedor tanto en la urbe norteamericana, como en el resto del globo.
La sobriedad en el cumplimiento de estos, cuya coincidencia se previó a pesar de la independencia con que maniobraban cada uno de los cuatro grupos de secuestradores aéreos, necesitó de una planificación y estudio escrupuloso e integral que no se habría llevado a cabo sin el apoyo en inteligencia, financiación y bases logísticas de algunos estados.
Hay que decir, que cuanto más simple sea la materialización de un atentado terrorista, diversas serán las suposiciones que algún incidente casual o impensado haga entorpecer o imposibilitar su fin. Simultáneamente, más milimétrica ha de ser su elaboración en los detalles. Es sabido, que los secuestradores suicidas carentes de un tiempo determinado que los acomodara a estilos de vida y hábitos, con información y respaldo de la organización Al Qaeda, recibieron adiestramiento en el uso de armas, la conducción de aviones y los sistemas de seguridad en aeropuertos que residieran en territorios occidentales, abarcando los Estados Unidos.
Mismamente, los integrantes inmolados no se conocían y tampoco se relacionaban entre sí, al objeto de no romper la estanqueidad y así sortear cualquier frustración en la ejecución y subsiguiente captura para ser interrogados.
Obviamente, nada ha trascendido sobre los moldes cardinales del planteamiento, y sin cuya ocultación habría sido inviable efectuarlo, como los intervalos de reacción del sistema de alerta y control que preserva el dominio aéreo de Washington, o los propósitos superpuestos ante la complicación de alcanzar la meta codiciada o las vías, y los atajos por las que obtuvieron las pesquisas y procedimientos de perpetración de los atentados.
Se da por sentado que la estrategia se complacía con unas embestidas que reuniesen un valor emblemático irrefutable, y que su desmoronamiento arrojase un número de víctimas imborrable. El modus operandi no fracasó, porque los guarismos concluyentes truncaron la vida de 2.977 personas.
El propio Osama Bin Laden (1957-2011) reconoció que la desintegración de las torres del World Trade Center no entraban en las deducciones trazadas y fraguadas, lo que prueba la tesis que el elevado número de víctimas mortales que se ocasionaron, ciñeron a los atentados terroristas del 11-S en los más graves de la historia reciente, pero en realidad, eran el producto esporádico y súbito de la maldad retorcida y la radicalización de filiales y alianzas regionales y locales yihadistas.
No obstante, el temple imprevisible del cataclismo de las Torres Gemelas no atemperó el calibre auténtico de la catástrofe, sino que configuró un factor decisivo para engrandecer la amenaza terrorista y con ella magnificarla, aguardando la respuesta de los gobiernos. Y, por supuesto, la dinámica de la amenaza terrorista cristalizada en los atentados de Nueva York y Washington, habría quedado amortiguada si la coronación de esta, no se hubiese divulgado como pez en el agua por las cientos de cadenas de televisión.
El bombazo mediático de las imágenes siniestras disparó la alucinación de extrema fragilidad en la sociedad americana, quedando conmocionada de impotencia ante la grandiosidad del golpe a los centros neurálgicos militar y económico, reclamando protección y resarcimiento a los correspondientes gobiernos.
A resultas de todo ello, ha de diferenciarse la ilación espeluznante en estado de shock traumático que los atentados generaron en el corazón estadounidense, y en otros rincones de la cartografía mundial.
Por un lado, los ciudadanos de pleno derecho de América padecieron una hemorragia de estrés social y político, tras la innegable grieta que acababa de abrirse en el icono de la seguridad doméstica, hasta entonces infranqueable y sin fisuras, frente al agitado y violento entramado exterior. Y por otro, la inducción de la consternación no obró lo mismo en la opinión pública de los estados latinoamericanos, europeos, asiáticos o árabes.
"No era para menos, tras el 11-S, la UE dejaba de ser preventiva para convertirse en reactiva. Este es el legado que, posiblemente, sea más recordado de lo que llevamos de centuria"
Como no podía ser de otra manera, la alarma de los ataques facilitó el deber impulsivo de Estados Unidos para fomentar la cooperación internacional contra las zarpas del terrorismo. Lo que se dilucidó en una sucesión de disposiciones jurídicas, políticas y militares que venían a intensificar y, por momentos, a cuajar, los empeños denodados que últimamente se desplegaban.
En consecuencia, aunque cuantitativa y cualitativamente se ha empequeñecido la rendija que retraía la conceptuación de las políticas antiterroristas de los miembros continentales europeos y anglosajones, esos contrastes aún no se han suprimido.
Corresponde recapitularlo, porque más allá de las arengas de solidaridad y las proposiciones tendidas por ambos grupos de estados, las divergencias en la noción, el andamiaje orgánico y la operatividad en la batalla antiterrorista, concretan unos inconvenientes intrínsecos para desentrañar un encaje congruente de adaptación que articule e implemente un proceso regulable.
Sin entrar de lleno en las directrices asumidas en el contexto de la política doméstica estadounidense, algunas con vagas incógnitas de legitimidad y eficiencia, aunque supeditan directamente las consonancias exteriores de Estados Unidos, es irrebatible que la réplica política de Washington fue acorde con sus ideales. Porque, al enjuiciar los atentados como un ‘acto de guerra’, la Administración Bush punteó la línea maestra, aunque no exclusiva, de su competencia: la represalia militar.
Finalmente, a sabiendas del veredicto que merezca la oportunidad y la conveniencia del dictamen de Estados Unidos de recurrir a la fuerza para condenar el 11-S, no ha de prescindirse que, en oposición con la ‘Guerra de Kosovo’, no se comparó como una decisión imprudente y se satisfizo según lo dispuesto por el Consejo de Seguridad.
La diplomacia norteamericana sistematizó una carrera objetiva para asegurar el triunfo militar, que compensase los apremios de la opinión pública y los requerimientos políticos y jurídicos de los actores europeos y árabes, gravitando en tres direcciones de funcionamiento: primero, la cobertura vigente de reparación de sus fuerzas intervencionistas; segundo, el saneamiento de la reputación política y de los medios de comunicación; y, por último, la redefinición de su política antiterrorista internacional.
Veinte años más tarde, difícilmente se olvida aquel estruendo al fragor en un cielo que diáfanamente estaba pintado de azul, negado a ser testigo de aquellos arrebatos terroríficos que tambalearon a la primera potencia mundial, hasta entonces intocable. Desde ese mismo instante, surgiría otro paradigma de guerra singular: el terrorismo internacional, perturbando las valías cosechadas y encubriendo la rehechura de Rusia como adversario estratégico, y el pronunciamiento de China como el rival número uno.
Y entre tanto, el talón de Aquiles catalizador y multidimensional en el bloque comunitario no ha claudicado en su engreimiento, porque la UE insiste en el escenario que afloró, cosechando la herencia de una sociedad supervisada y con más repudio a la inmigración.
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