En cualquier faceta de la vida en la que tengan que ver las relaciones humanas, que prácticamente son casi todas las que nos atañen, la asertividad es una garantía para que estás transcurran con, al menos, una mediana salud. Pero, sin que hubiese espacio para la duda, donde más se ha perdido esa capacidad -que se convierte en virtud cuando ilumina- para expresar incluso con firmeza ideas, pensamientos o emociones respetando y escuchando las que son ajenas o contrarias, es en la lid política.
Es difícil, desde que la democracia fue ganando terreno a la imposición de todo aquel pensamiento oficial nacido del llamado “partido único”, encontrar una situación donde los compartimentos fueran, como son, tan estancos y sordos. Unos más que otros, eso sí. Intentar ser asertivo en el funcionamiento actual de la concurrencia política se ha convertido en un ejercicio de alto riesgo. Tanto es así que se torna intrépido e imprudente pertenecer a una formación y tener vocación, y actuar en consecuencia, de escuchar al oponente. La amenaza es la “expulsión del templo” o puede que incluso el repudio, como poco el desprecio.
Los actos o convocatorias de partidos, bajo el epígrafe de valores y principios de confortable estética, van por lo general destinados a cerrar las filas, seguir abriendo espacio con los contrarios y estrechar las mentes aún más si cabe. Las proclamas, tan a menudo, bajo la edulcoración de la exaltación al bien común, son y presumiblemente seguirán siendo, invectivas a las que incluso no se les ahorra la “importación” foránea (como en el circo) del número de un notable payaso para espolear a la masa y enardecer a los líderes. Impera el espectáculo, ya se ha visto.
Se dice que la política se ha convertido en algo más competitivo y justo en la medida de fuerzas; la competición es más ardua, las emociones brotan candentes y la incondicionalidad se persigue con ahínco, pero nada de esto debiera ser óbice frente a la imprescindible asertividad. Máxime, si cabe, cuando la sociedad salió no hace tanto tiempo de una dura pandemia condicionante de ella y sus retos de igualdad, justicia y progreso, además de dos focos bélicos que en su estallido y proseguir ensombrecen la perspectiva en el horizonte cercano. Dos hitos vivos que apuntalan, aún más la política de dos bloques ideológicos, según convenga, claro.
Circunstancias que, aun siendo de ámbito global, ambas, no dejan ni dejarán de tener un nítido impacto en el paisaje nacional y local. Es por ello y siempre seguirá siendo que las instituciones, su fortaleza y protección de los fines a partir de su razón de ser, son imprescindibles.
En un tiempo de nefasta polarización de la vida pública, de radicalidad disfrazada de moderación, y aunque algunas y no pocas instituciones se rijan por la competencia política(o incompetencia, según el caso) la confusión entre los intereses del partido que ejerce y de las instituciones públicas que representan transitan por un páramo. Ello crea descrédito y descreimiento. Someter a estas al continuo pulso de la estrategia electoral y sus citas les hace malograr en parte no desdeñable su principal sentido: el servicio a la generalidad.
La noble aspiración del poder y su camino tiene entre sus abismos la tensión social y la radicalización. En ocasiones se sortean o se les suele dar carácter de rutina por su temporalidad, pero en otras, su persistencia, alcanza lo imprevisible. Siempre la asertividad, no siendo la panacea total, ayuda en la profilaxis.
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