El aliciente colonialista español por Marruecos comenzó a generarse abiertamente en la segunda mitad del siglo XIX debido, en gran parte, al acrecentamiento del protagonismo francés en el Norte de África. Es decir, preámbulo de la ocupación de Argelia (14/VI/1830) y travesía de los límites fronterizos por las tropas francesas, como consecuencia de la ayuda facilitada por Marruecos a los resistentes argelinos, con la resultante derrota en la Batalla de Isly (14/VIII/1844).
Por lo demás, estas vicisitudes intimidaron tanto a políticos como a militares y en menor medida, a diversos grupos económicos, a la vez, que comenzó a inocularse el sentimiento de inmiscuirse en tierras africanas para asegurar la seguridad y el prestigio de España considerablemente alicaído.
En base a lo anterior, la primera determinación pasó por ocupar las Islas Chafarinas (6/I/1848) bajo el reinado de Isabel II (1830-1904). En paralelo, el acoso que reiteradamente padecían los presidios españoles de la costa mediterránea, llámense Ceuta, Melilla, Peñón de Vélez y Alhucemas y las acometidas rifeñas a las flotas en las cercanías del litoral marroquí, se convirtieron en otras de las piezas de este puzle que indujeron a la ambición de incrementar el dominio español en el Imperio Jerifiano.
Uno de estos episodios puntuales, el derribo de los hitos que demarcaban el campo exterior de Ceuta, sería el pretexto para la declaración de guerra. Con lo cual, la Primera Guerra de Marruecos o Guerra Hispano-Marroquí (22-X-1859/26-IV-1860), quedó sujeta a argumentos con carices de política interior y exterior.
Primero, en el aspecto interno, se dispuso de la agresión para lograr de momento la afinidad de la nación por medio de las clases medias y populares, conservadores y liberales, hasta valerse propiamente del conflicto bélico para engarzar al ejército en una campaña exterior, sorteando así otras retóricas y en la que se concedieron cuantiosos ascensos, recompensas y títulos nobiliarios.
Y segundo, en la esfera internacional, se pretendió encaramar el lustre de España y al menos, redimir el honor de la patria rememorando relatos del pasado.
Los resarcimientos derivados a raíz del triunfo español y la atracción progresiva de potencias como Inglaterra y Francia por Marruecos a partir de la Conferencia de Madrid (1880), como no podía ser de otra forma, ayudaron para que se inoculara una tendencia de opinión, el ‘africanismo’, que patrocinaría una política de encaje pacífico y asentada en intercambios comerciales que cosechaban un importante empuje a raíz de ver catapultadas las colonias del Caribe y del Pacífico.
En razón de esto, la primera asociación española que mostró una clara seducción por las materias coloniales y, más en concreto, por Marruecos, hay que referirla a la ‘Sociedad Geográfica de Madrid’ (1876), a la que a la postre le acompañaron cronológicamente otras como la ‘Sociedad Española de Africanistas y Colonialistas’ (1883), o la ‘Unión Hispano-Mauritánica’ (1883), la ‘Sociedad Española de Geografía Comercial’ (1885), la ‘Sociedad de Africanistas de Sevilla’ (1885), la ‘Sociedad de Geografía Comercial de Barcelona’ (1909) o la ‘Liga Africanista Española’ (1913). Además, algunas de las entidades anteriormente citadas promovieron reuniones como Congresos de Geografía Colonial Mercantil (1883 y 1913) celebrados en la capital de España y Barcelona, o el Mitin del Teatro Alhambra (1884) en Madrid, en los que se fijaron las bases de una posible incursión colonial en Marruecos. Y en la misma línea, el fulgor del ‘africanismo’, igualmente se exhibió en otras sociedades instituidas años atrás, que comenzaron a encuadrar entre sus trabajos los vinculados con los asuntos marroquíes.
Entre éstos pueden subrayarse, primero, los de naturaleza económica, ‘Fomento de la Producción Nacional de Barcelona; segundo, comercial, ‘Círculo de la Unión Mercantil’ de Madrid y diversas ‘Cámaras de Comercio’; tercero, filantrópico, ‘Real Sociedad Económica Matritense de Amigos del País’; y cuarto, científico, ‘Real sociedad Española de Historia Natural’ y ‘Sociedad Española de Antropología, Etnografía y Prehistoria’.
En paralelo, se cristalizaron empresas para estimular el comercio hispano-marroquí, como la ‘Compañía Comercial Hispano Africana’ (1885), o los ‘Centros Comerciales Hispano-Marroquíes’ aflorados en 1904 en varias localidades y que respectivamente, dispusieron los ‘Congresos Africanistas’ de 1907, 1908, 1909 y 1910. En este entorno proclive es preciso sacar a la palestra la labor de la ‘Compañía Trasatlántica’, que, por aquel entonces, desde la Guerra de África se encontraba encastrada a la zona.
De este modo y a mediados del siglo XIX, el esparcimiento imperialista del Viejo Continente, más la concurrencia de grupos africanistas y los traspiés sufridos en las colonias americanas, iban a ser el caldo de cultivo para justificar el hambre y la sed de explícitos sectores de capital atraídos en verse envueltos en el nuevo reparto colonial. Eso sí, desde el aprovechamiento de los recursos naturales, las asignaciones ferroviarias, la industria armamentística y las concesiones industriales y comerciales. A ello hay que añadir, el frenesí colonialista de los círculos militares y múltiples medios de prensa.
Con estos mimbres, la conjunción de grupos con afanes diferenciados y que practicaron un menester propagandístico dinámico, colocó a España en otra andanza colonial. Los acuerdos decididos en la Conferencia de Algeciras (1906) llamada a sistematizar y amarrar los empeños de los países europeos en Marruecos, conjeturaron la acción del ímpetu imperialista sobre el Imperio Jerifiano, al establecer un Protectorado a la carta para Francia y otro con más sombras que luces para España, bajo un desdibujado control internacional que precipitó la sujeción del país hasta culminar con la rúbrica de los tratados franco-marroquí de 30/III/1912, e hispano-francés de 27/XI/1912.
El primero, constituyó el Protectorado francés y el segundo, confirió a España dos zonas de proyección en el Norte y Sur del Imperio.
“La repartición colonial trajo consigo el establecimiento de un patrón interventor complejo y con múltiples sujeciones jerárquicas que secundarían importantes irregularidades y desórdenes”
Así, el Artículo 1.º del convenio hispano-francés introdujo literalmente: “[…] que la zona de influencia española toca a España velar por la tranquilidad en dicha zona y prestar su asistencia al Gobierno marroquí para la introducción de todas las reformas administrativas, económicas, financieras, judiciales y militares de que necesita […] Las regiones comprendidas en la zona de influencia […] continuarán bajo la autoridad civil y religiosa del Sultán […]
Dichas regiones serán administradas con la intervención de un Alto Comisario español, por un Jalifa […] Los actos de la Autoridad marroquí en la zona de influencia española serán intervenidos por el Alto Comisario y sus agentes. El Jalifa […] estará provisto de una delegación general del Sultán, en virtud de la cual ejercerá los derechos pertenecientes a éste. La delegación tendrá carácter permanente […]”.
Como es sabido, la composición franco-español accedió a España dos pequeñas franjas de Protectorado en el Norte y Sur de unos 20.000 kilómetros cuadrados cada una, algo menos del 10% de la superficie integral del Imperio y con el descarte de la zona internacional de Tánger de 380 kilómetros cuadrados. La operación colonial se desenvolvió básicamente en la zona Norte, porque la zona Sur, valga la redundancia, emplazada entre la colonia del Sahara Occidental y el río Draa, era un territorio inhóspito y difícilmente poblado.
En cambio, la zona Norte se trataba de un espacio salvaje, escabroso y abrupto y escaso en recursos naturales y con un conjunto poblacional evaluado entre los 500.000 y 750.000 autóctonos repartidos en setenta cabilas. A decir verdad, la urbe no alcanzaba el 10%. Tómese como ejemplos, Tetuán, con menos de 20.000 habitantes, o Larache, que ni tan siquiera llegaba a los 10.000, formaban parte de los principales centros urbanos, mayormente bereberes más o menos arabizados.
En cierta manera, la arabización en los aspectos lingüísticos, culturales y étnicos habían sido más fuertes en la planicie atlántica y en las insignificantes metrópolis, subsistiendo en los términos accidentados la inercia del tamazight por encima del cabileño, el rifeño y el tachelhit. Además, vivían comunidades judías y pequeños focos de occidentales en las ciudades principales.
Al mismo tiempo, el asentamiento humano así como los procesos de poblamiento eran fundamentalmente rurales, como consecuencia del predominio de una economía de calado agrario de subsistencia que no siempre prestaba los rendimientos básicos para garantizar el sustento diario, primordialmente, en el Rif Central y Oriental, comarcas diferenciadas por un relieve enmarañado y una climatología desértica.
Toda vez, que el escenario empeoraba aún más por la presencia de comunicaciones defectuosas y vedadas por la cadena rocosa del Rif, que se ensancha en forma de arco cóncavo quebrado hacia el Mediterráneo, desde el Estrecho de Gibraltar al Este de la Bahía de Alhucemas. Y en los extremos de dicho cinturón montañoso se expanden dos llanuras: al Este, el raso baldío del Kert y al Oeste, la más agrícola del Lucus.
Ni que decir tiene, que no ha caerse en las utopías y excesos que se vertieron acerca de la riqueza habida en la región en la última etapa del siglo XIX e inicios del XX, porque estas tierras brindaban algunas probabilidades de explotación, aunque mínimas en comparación con la zona francesa.
Las masas forestales eran parcialmente trascendentes en los lugares montañosos con algún relente de humedad. Si acaso, en lo lejano del tiempo debieron ser más abundantes, pero la escasez en las tareas de mantenimiento, más el pastoreo incontrolado, además de las talas y quemas para adquirir terrenos de cultivo, combustible o materiales para el montaje, indujeron a su empobrecimiento. A pesar de todo, las especies frondosas más significativas permanecieron siendo el pino, el alcornoque, el roble, el cedro y el abeto.
En cuanto a las perspectivas mineras habían sido en demasía sobrevaloradas por aventureros y expedicionarios europeos antes del Protectorado, e incluso por los propios indígenas. Las referencias a cuenta gotas que incurrían movieron el ansioso interés de grupos franceses, españoles y alemanes que pretendieron conseguir del sultán autorizaciones de exploración. Pero, la afluencia forastera indujo a que se conviniera normalizar el contexto y las conformidades en la Conferencia de Algeciras. Sin inmiscuir, que el hierro y el plomo contaban con mayores reservas.
Por ende, la zona no poseía demasiado peso agrícola, pero tampoco era desmedidamente pobre, como se engrandeció en circunstancias definidas por quienes lo contrastaban de arriba abajo al Maroc fructífero del Protectorado francés.
En otras palabras: en su conjunto, escaseaba de medios, pero la aspereza del clima y el relieve peliagudo en llanuras y cubetas de la región oriental y montañas del Rif y Yebala, problematizaban extraordinariamente cualquier indicio de presteza agrícola, aunque había otros sitios que operaban con buenas tierras y suficiente humedad. Póngase por caso la llanura atlántica y algunos valles con vegas, como la del Lucus y las franjas hortícolas que se valían útilmente del agua llegada de los ríos y riachuelos.
Así, las producciones más importantes eran las cerealísticas como la cebada, esencialmente, el sorgo y el trigo en la alimentación. Y en menor abundancia se obtenían maíz y legumbres. La higuera cuyo fruto era un sostén indispensable en el suministro cotidiano, por antonomasia, se convirtió en el cultivo arbóreo con mayor establecimiento. Mientras que de igual forma, el almendro, el olivo, la vid, el nogal y los cítricos contaban con un notable protagonismo en la zona.
Ya, en los preludios del siglo XX, Marruecos refería todavía un mecanismo político-administrativo primitivo, integrado por el Majzén, a modo de poder central y una administración territorial configurada en provincias que desplegaba elementalmente dos moldes de organización.
Primero, el territorio administrado por entidades supeditadas sin más del Majzén, el denominado ‘Bled el Majzén’, y segundo, el territorio que gozaba de una autonomía interna gestionada en el cuadro de las composiciones tribales tradicionales, el conocido ‘Bled es Siba’.
El encasillamiento otorgado al ‘Bled el Majzén’/’Bled es Siba’ se manejó copiosamente por los promovedores propagandistas del colonialismo, quienes sombrearon a la perfección el segundo, como una demarcación plenamente anárquica y desorganizada que escapaba de las manos del sultán, al objeto de alegar una intromisión en los guiones marroquíes que tenía como premisa salvaguardar los intereses económicos y políticos europeos.
El Majzén estaba formado por un conjunto de círculos que procedían bajo la base de un principio de centralización dominante. El núcleo duro lo conformaba el sultán, jefe de la comunidad atribuido del poder político y religioso, aunque más bien no se trataba de una potestad incondicional, porque ante todo debía acatar los principios del derecho público musulmán.
Asimismo, la Administración Central era conducida por el gran visir que intervenía por encargo del sultán y en lo más alto se hallaban varios visires o ministros encargados de la diplomacia, el sostenimiento del ejército, la inspección de los procuradores del Majzén en los distritos territoriales y la resolución en los pleitos de los marroquíes con el Majzén y de las cabilas. Si bien, el autoridad directa y legítima del Majzén se circunscribía a las principales urbes del Imperio y a la llanura del litoral atlántico. En la zona española se establecía a la región correspondiente a esta planicie una parte de Tetuán y Yebala. Aunque estas acotaciones podían alterarse según la disposición política reinante. Además, los principales encargados del Majzén en el territorio, primero, los bajaes en las ciudades y, segundo, los caídes en las cabilas, se designaban directamente por el sultán, quien les encomendaba poderes concretos.
"Los acuerdos decididos en la Conferencia de Algeciras conjeturaron la acción del ímpetu imperialista sobre el Imperio Jerifiano, al establecer un Protectorado a la carta para Francia y otro con más sombras que luces para España"
A su vez, los caídes se erigían en los ejecutores de aplicar la justicia islámica en delegación del soberano.
El ‘Bled es Siba’ que abrazaba la mayor parte de la zona española, estaba al margen de la autoridad directa del sultán. Y aunque concurrían un aluvión de puntualizaciones, éste podía llegar a entrometerse en la determinación de conflictos internos y básicamente, externos y su jerarquía religiosa era acreditada en todo momento.
Los vínculos con el Majzén estribaban de la reciedumbre y destreza del poder central. La dirección interna de este territorio descansaba sobre el principio de autonomía de los habitantes a modo de cabilas, pasando a convertirse en la célula político-administrativa básica que se trataban de acuerdo con tradiciones ancestrales y el derecho consuetudinario.
A resultas de todo ello, el procedimiento de los intereses colectivos estaba encomendado a los caídes, designados o confirmados por el sultán y a las yemas, institución de carácter deliberante en la que predominaba una actuación democrática.
Y entretanto a lo expuesto sucintamente, el Ministerio de Estado pasó a ser el primer ente metropolitano capaz de guiar la política en Marruecos y prescribir las reglas y normas imprescindibles al Alto Comisario, máxima autoridad española en la zona. Pero ante la intransigencia de algunas cabilas contrarias al establecimiento del Protectorado y la más que factible gestación de acciones militares hostiles, se optó porque quedase subordinado a los ministerios de la Guerra y de Marina, con relación a la disposición y funcionamiento de las fuerzas militares y navales allí desplegadas.
Obviamente, esta dependencia combinada a la que se agregó la especificación de las competencias del Alto Comisario por el fisgoneo del Ministerio de Estado en la zona y de otras entidades metropolitanas, entorpeció el funcionamiento con unidad de criterio y ocasionó enormes desarreglos y disconformidades, porque en definitiva no se constituyó un centro neurálgico que conjugase el correcto ejercicio colonial.
El Desastre de Annual (22-VII-1921/9-VIII-1921) demostró a todas luces tanto las incoherencias perpetradas por la Administración como las incompatibilidades de la política colonial. Y tras la plasmación el 13/IX/1923 del Directorio del general Miguel Primo de Rivera y Orbaneja (1870-1930), se instituyó la Oficina de Marruecos en la Presidencia del Gobierno, siendo la primera organización metropolitana consagrada taxativamente al trazado de las cuestiones marroquíes.
No obstante, en 1925, el atajo por finiquitar cuanto antes la sublevación rifeña, llevó a Primo de Rivera a reemplazar la Oficina por otra secretaría que le concediera practicar un control más directo sobre la política a desenvolver. He aquí, la Dirección General de Marruecos y Colonias, dependiente de la Presidencia del Consejo de Ministros.
De manera, que el nuevo rumbo tomado fue asignado de mayores capacidades que la Oficina, al objeto de avalar una misión solícita y fluida en los asuntos coloniales y habilitar un trato más inmediato entre la Presidencia y los enclaves africanos, aunque la ausencia de nociones claras imposibilitó que las directrices llegasen en sus formas debidas.
A partir de 1931 el régimen republicano legisló diversas disposiciones enfocadas a reestructurar los organismos metropolitanos encomendados de encarrilar la política en el Protectorado. Los primeros giros obedecieron al fondo reformista de la nueva administración, pero, a posteriori, fueron el rastro de la inestable política colonial perjudicada por los incesantes cambios de gobierno y las arduas dificultades internas que debía de afrontar.
Así, tras reducirse la idoneidad de la Dirección General para aumentar el control de la política en Marruecos de la Presidencia del Gobierno, se provino a su desaparición por contemplarla una traba administrativa en la conexión directa y operativa entre el Alto Comisario y la Presidencia. Tres años después, en 1934, las materias afines al Protectorado se fijaron directamente al presidente del Consejo de Ministros, para lo que estaría asistido por una Secretaría Técnica.
Un año más tarde, la Secretaría se reemplazó por la Dirección de Marruecos y Colonias, que acabó erigiéndose en la Dirección General. En esta medida cayó en la balanza la conveniencia de aliviar al presidente de estas responsabilidades.
No habría de transcurrir demasiado tiempo, para que la Dirección General, como las anteriores, quedase abortada tras la sublevación militar dirigida contra el Gobierno constitucional de la Segunda República y el golpe de Estado (7-VII-1936/20-VII-1936) y sus labores quedasen en manos de la Secretaría de Marruecos, dependiente de la Presidencia de la Junta Técnica de Estado. La creación en 1938 de los Servicios Nacionales, comportó la cristalización del Servicio Nacional de Marruecos y Colonias en la órbita de la Vicepresidencia del Gobierno, que se convirtió en la Dirección General de Marruecos y Colonias al concluir la Guerra Civil (17-VII-1936/1-IV-1939). De momento, la Dirección General quedó adscrita al Ministerio de Asuntos Exteriores.
En 1942, el laberinto de las inconveniencias que apremiaban la Segunda Guerra Mundial (1-IX-1939/2-IX-1945) a la vuelta de la esquina, requería que la Dirección General de Marruecos y Colonias precisara del máximo contacto con los departamentos ministeriales y de nuevo se emplazó en el entorno de la Presidencia del Consejo de Ministros hasta la consumación del Protectorado.
Llegados a este punto, al objeto de llevar a término los deberes adoptados en el convenio hispano-francés, las jefaturas españolas hubieron de hilvanar un entramado político-administrativo que englobase una administración marroquí y otra española que colaborase e intermediara a las autoridades marroquíes. Pero aquel espacio territorial escapaba a la propia autoridad real del sultán y cuantiosas parcelas impugnaban el Protectorado y la representación hispana. Y es que, el control se acortaba a unas pequeñas comarcas distantes entre sí, que se hallaban sometidas a la autoridad del Majzén; o bien, habían sido ocupadas por las fuerzas expedicionarias tomando como pretexto las disposiciones del Acta de Algeciras (16-I-1906/7-IV-1906).
Posteriormente, varias disposiciones oficiales dispuestas en 1913 pusieron los primeros soportes de la organización en la Administración. La función española la desempeñaría un Alto Comisario designado por el Gobierno que, a su vez, estaría apoyado por un secretario general y tres delegados relacionados con los Asuntos Indígenas, Fomento de los Intereses Materiales y Asuntos Tributarios, Económicos y Financieros.
Finalmente, desde aquella etapa la máxima autoridad del Protectorado estuvo a merced de la figura de un militar, exceptuando algunos meses del año 1923 y la extensión republicana. Las disposiciones detallaban que el Alto Comisario intervendría el papel del Jalifa, como de los bajaes y de las autoridades de las cabilas por medio de las Fuerzas Coloniales de España en Marruecos. Se implantaba de esta manera la razón de ser de una fórmula interventora múltiple y con ocupación.
En consecuencia, la repartición colonial trajo consigo el establecimiento de un patrón interventor complejo y con múltiples sujeciones jerárquicas que secundarían importantes irregularidades y desórdenes, fusionado a que la fragmentación del territorio invadido y la insumisión rifeña existente en numerosas regiones, implicaron que se confiriera a los comandantes generales de Ceuta, Melilla y Larache, la viabilidad de demandar directamente criterios de signo político al Ministerio de Estado en ocasiones de emergencia y tener la voz cantante en las operaciones de policía, para las que únicamente debían pedir autorización del Alto Comisario cuando pudieran repercutir a la política general.
La falta de concreción instó a que se procediera con una extensa autonomía y que irremediablemente conduciría a cuantiosas fricciones y contrariedades de coordinación. Tal vez, en intervalos en que más que nunca la praxis política y militar debían estar intrínsecamente coligadas. Al menos, este era el sentir generalizado desde diversas esferas de la política colonial en Marruecos.
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