A lo largo de la Historia, la guerra, en su sentido estrictamente técnico y como complejidad social en el que dos o más grupos humanos parcialmente masivos, llámense tribus, bandos o sociedades de un mismo país que se encaran de forma violenta, empleando todo tipo de estrategias y tecnologías con la finalidad de imponerse, preferiblemente mediante la inercia de armas de toda índole causando la muerte individual o colectiva, o simplemente la derrota acompañada de cuantiosos daños materiales.
Por lo que, desde tiempos impertérritos, la guerra, ha formado parte de las relaciones internacionales, constatándose el propósito de controlar un sinfín de recursos naturales o humanos, o la reivindicación de un posible desarme o, a priori, atribuir algún tributo, ideología o religión, oprimiendo, sustrayendo y en su caso, devastando al contendiente en su máxima extensión.
Ni que decir tiene, que este patrón de comportamiento es prolongable en la amplia mayoría de los homínidos y está estrechamente vinculado a la conceptualización de territorialidad, obteniendo un paralelismo expreso de identificación, control y dominio efectivo y/o alegórico sobre un escenario determinado. Si bien, lo que se pretende desgranar en este pasaje y que obviamente se vincula a los efectos desencadenantes de la guerra, radica en las heridas corporales que quedan tras su paso. Así, una de las diferencias más significativas consideradas a la hora de contrastar la hechura de los ejércitos del siglo XIX al de otras etapas precedentes, radica en el armamento dispuesto, empleado y recurrido.
Es preciso partir de la base, las limitaciones habidas en las fuentes bibliográficas con respecto a esta materia, aunque con sus luces y sombras, en aquellos trechos se realizaban listas de fallecidos y heridos, apenas algunos datos eran divulgados o dados a conocer, permaneciendo en el más absoluto hermetismo de confidencialidad por los intereses puestos en juego. De cualquier manera, se tiene la opinión de no existir demasiado interés por la catalogación de los heridos, mal heridos o muertos.
Asimismo, en caso de llevarse mínimamente a cabo alguna averiguación, se constatan algunos antecedentes de individuos fallecidos o heridos, pero normalmente se prescinde o meramente se practica un pronóstico sobre su posible evolución.
Simultáneamente, en las crónicas, sucesos y relatos de la época, tan solo se hace referencia a las personas principales. Mientras, los individuos anónimos se citan en contextos determinados si materializan alguna acción memorable, o si su defunción o herida es extraordinaria, o cae sirviendo con arrojo.
Sobraría mencionar en esta exposición, que las consecuencias de las heridas más graves desembocan en amputaciones o pérdidas de ojos u otras partes del cuerpo, quedando de por vida impedidos, mutilados o desfigurados.
"Al referirme a las armas empleadas en los avatares de la Historia, hay que referirse a las peculiaridades de las heridas provenientes de arma blanca, armas arrojadizas, armas de fuego portátiles, piezas de artillería, fuego o artefactos y pedradas y otras extraordinarias"
Luego, al referirme en la exclusividad de las armas empleadas en los cursos correspondientes, hay que hacer alusión a las peculiaridades de las heridas provenientes de arma blanca como la lanza, espada o estoque, maza, martillo, puñal, pica, alabarda, asta, alfanje, cimitarra y otros instrumentos turquescas; segundo, las heridas por armas arrojadizas como flechas de arco, saetas u otros proyectiles asestados por ballestas, dardos, jabalinas, gorguces; tercero, las heridas ocasionadas por armas de fuego portátiles como la escopeta, arcabuz, mosquete y pistola; cuarto, las heridas emanadas por las piezas de artillería y quinto, las heridas acarreadas por el fuego o los artefactos explosivos, además, de pedradas y otras extraordinarias que detallaré sucintamente.
Ya, en el siglo XIX, se extendió el manejo de armas de fuego como fusiles, pistolas, granadas y artillería, a pesar que algunas armas blancas como los sables, picas o bayonetas quedaron rezagadas por la exigüidad en su cadencia de tiro. Y es que, los automatismos incesantes de estos artefactos confluyeron en la naturaleza de una herida producto del proyectil o granada en los tejidos, totalmente incomparable al de una estocada o sablazo.
Con estas connotaciones preliminares, los rasgos y propiedades de las armas explotadas en los diversos entornos de conflicto, impuso a la medicina, pero, sobre todo, a la destreza quirúrgica, actualizar y adaptar las metodologías curativas a estas lesiones que, como resultado de su fragosidad e irrupción de cuerpos extraños, se infectaban con muchísima más incidencia que las provocadas por un objeto punzante o cortante.
Hay que comenzar planteando que la cirugía obrada en los inicios del siglo XIX, era análoga a la implementada en las postrimerías de la centuria anterior, pero todavía sin estar lo suficientemente capacitada, como para desafiar científicamente el tratamiento de cuantas enfermedades sobrevenían.
En contraste, la investigación quirúrgica prosperó de modo manifiesto en la técnica de la amputación o en las intervenciones ginecológicas, tanteando que los campos de batalla napoleónicos proporcionaron laboratorios de experimentación excepcionales para la formación de los futuros cirujanos.
Sin embargo, el auténtico avance se promovió con el hallazgo de la anestesia, que hasta entonces únicamente se aplicaba con la intoxicación alcohólica o los opiáceos, estos últimos, apenas eficaces. Posteriormente, la averiguación de los vapores de éter sulfúrico y el gas nitroso, permitió que la labor de cirujanos y traumatólogos se optimizasen, ejecutando operaciones en el abdomen o el cráneo, sin que los enfermos perecieran por el sufrimiento del dolor.
Comenzando por las heridas producidas por arma blanca y dentro de estas, las sucedidas por la lanzada de un Soldado de Caballería, amén que moros, alárabes y turcos recurrieron a las lanzas siendo Infantes. Hay que diferenciar entre la lanza de armas curtida con ristre por los caballeros de armas y la lanza de mano, desplegada por los jinetes.
El calado de las heridas estriba en la fuerza y precisión del impacto, así como de la protección acomodada; pero, incuestionablemente, una lanzada hábil era prácticamente mortífera.
Tampoco iban a ser pocas las circunstancias en que caballeros y hombres de armas transitaban con la visera o vista del yelmo o almete levantado, al objeto de respirar mejor o hacer más llevadero el calor sofocante; e incluso, para un más óptimo enfoque al fragor del choque. Pero, por olvido, proseguían luchando con el rostro fuera de cualquier seguridad.
En tanto, los Infantes, rara vez tenían la cara con algún revestimiento preventivo, al valerse de morriones, borgoñotas, casquetes o capacetes que blindaban el cráneo, pero no el rostro. Paralelamente, la Infantería recibiendo lanzadas de los jinetes a caballo, siempre que no procurase una disposición de picas bien perfiladas para su coraza, podían ser arrollados por éstos.
Por lo demás, la espada era un arma que todo Soldado portaba, pero realmente pasaba a ocupar un segundo plano en el combate, porque su defensa preferente estaba cubierta con el arcabuz o mosquete y la pica u otra herramienta de asta. Toda vez, que, para el Soldado de Caballería, la lanza y la pistola; al igual, que las mazas estaban reservadas para generar percances por aplastamiento y contusión, así como desgarros y habitualmente utilizada a lomos del caballo. O el hacha, que ocultaba un extremo en forma de media luna y otro de pico, indistintamente, valga la redundancia, hostigando al aplastamiento o corte, dependiendo del golpe y la herida por penetración aguda.
El martillo con dos extremos, uno decisivo para consumar el martillazo seco y otro extremo, traspasando el peto u otras piezas de la armadura del contrincante. Lo tradicional es que su transporte se efectuara colgado del arzón de la silla de montar hasta emplearse en la melé, colisionando con las lanzas.
Sin inmiscuir, que martillos, mazas y hachas se convertían en el complemento ideal de un arma secundaria para el hombre de armas, compitiendo fundamentalmente con la lanza, pero una vez malograda esta, acudía a los estoques enganchado en la estructura o bastidor fijado en la silla.
En cuanto a las heridas por puñal, similar al cuchillo, hasta los simples mochileros la llevaban, para alcanzado el momento, apuñalar o degollar a los contendientes maltrechos, o que escapaban precipitadamente tras una derrota. El puñal, como arma corta se aprovechaba en zonas tortuosas y buscaba cualquier resquicio de los arneses para entrar fácilmente.
La pica destinada en tácticas defensivas o de cobertura, a la par, impedía cargas y obstaculizaba a la Caballería, preservando emplazamientos y posiciones. Por lo que las heridas eran comparativamente reincidentes, sin que se librase alguna batalla entre dos cuadros de piqueros, porque la arcabucería y la mosquetería se encargaban de este encaje. Los coseletes o coraza ligera, generalmente de cuero, resguardaba el torso, cuello, brazos y cabeza, acompañado de escarcelas para recubrir los muslos y las pantorrillas que podían lesionarse cómodamente.
Pero, por encima de todo, un número significativo de guerreros no portaban tantas armas como se sopesaba, y aun transportándolas, se deterioraba cara, brazos, cuello o manos, o por el acceso en alguna de las juntas de la armadura. Progresivamente, la pica ganó enteros en tamaño, tanto de asta como de punta, superando los seis metros de longitud, requiriendo de una madera fuerte como el fresno para su construcción y un hierro de dimensión enorme.
"Una de las diferencias más significativas consideradas a la hora de contrastar la hechura de los ejércitos del siglo XIX al de otras etapas precedentes, radica en el armamento dispuesto, empleado y recurrido"
En cambio, la alabarda al ser descargada como hacha, con una cuchilla transversal por un lado y otro peto de punza o de enganchar más pequeño por su opuesto, ocasionaba un corte ancho como pico por la trasera de la moharra invadiendo el cráneo.
Al contemplar las heridas de armas de asta como corcescas, partesanas, chuzos, jinetas, etc., y que no son la alabarda ni pica, dado el modelo de moharras o punta de lanza que comprende la cuchilla y el cubo, no se espera otro desenlace que incidir hiriendo de punta y no de filo.
No siendo tan versátiles como la alabarda, el montante es una espada de notables dimensiones preconcebida para golpear a dos manos. Evidentemente, puede hacerse valer como arma penetrante con cortes o contusiones.
Finalmente, en lo que atañe al arma blanca, las heridas por cimitarra, alfanje y otras armas turquescas, básicamente se refieren al corte, aunque hieren también de punta. Las milicias otomanas aprovechaban al máximo la lanza, esgrimida individualmente y no como la pica, que preponderantemente se trababa en una formación cerrada como el escuadrón. Frente a ella, daba la sensación que eran eficientes ante las armas defensivas.
Continuando con las heridas derivadas de las armas arrojadizas como flechas, las huestes del Viejo Continente, exceptuando la inglesa, desistieron al empleo de arcos en pro, primero, de la ballesta; más tarde, del arcabuz. Aun así, turcos, moros y árabes alargaron su menester.
Hay que tener en cuenta, que la flecha en sí, producía cuantiosos inconvenientes añadidos, al quedar la punta incrustada en la carne y derivar en infecciones. En principio, el arco es menos poderoso que el arcabuz o la ballesta, pero, aun así, como ejemplo en la ‘Batalla de Lepanto’ (7/X/1571), atravesó peto y espaldar con una. O séase, una flecha perforaba perfectamente las dos protecciones del torso: la delantera y trasera.
Mismamente, la ballesta, como arma impulsora que dispara flechas o bodoques formada por un arco montado horizontalmente sobre un soporte, estando provista de un mecanismo que tensa la cuerda y otro que dispara, es más robusta que el arco.
Existen diferentes astiles de puntas o casquillos, pero la asta de la saeta es más pujante que el de la flecha, no partiéndose al extraerse del herido y su punta quedar mejor incrustada al enmangue tubular.
A priori, tanto gorguces como jabalinas, venablos, dardos y otros instrumentos de asta a corta distancia, se perfilan para ser fulminados contra el enemigo. Aunque en los primeros años del siglo XVI quedaron en desuso en tierra, en las aguas impertérritas de los mares se emplearon con regularidad. Véase, que las naos y galeras se guarnecían con docenas de gorguces y dardos.
Prosiguiendo con los pros y contras de las armas de fuego portátil, concurren distintos calibres y potencias. Lógicamente, una escopeta de media onza de bala 1520 no causa la misma herida, que un mosquete de dos onzas de bala 1570. Sin dejar en el tintero, que los arcabuces o mosquetes de garabato o de banco, de calibre superior que sus análogas de Infantería, primordialmente se barajaban en los asedios, cercando por entero una situación contraria y vetando la entrada o salida del mismo para forzar la rendición.
Lamentablemente, en este período las armas de fuego manuales cegaron la vida de cientos por miles de Soldados y Caballeros. Las heridas dejadas eran de tal gravedad, que hubo médicos prestos a reconocer que debían ser venenosas, bien por la particularidad de la pólvora o el plomo; aunque otros de mediados de siglo, no tardaron en desmontar esta teoría. En realidad, no era imprescindible que las balas traspasasen el pecho, los riñones o las sienes para ser mortales de necesidad, porque una herida de bala en la extremidad se infectaba rápidamente y los contratiempos desencadenados acababan con el doliente.
En lo que incumbe a los heridos por piezas de artillería, las municiones, frecuentemente de bronce o hierro forjado, preferibles para acometer; o hierro colado, plomo o piedra, dilapidaba la hilera completa de un escuadrón, o al ser proyectadas contra las defensas en el intervalo de los sitios, demolía las murallas y con ello quedaban sepultados sus defensores.
Del mismo modo, se utilizaban piezas menores en la salvaguarda y asalto de plazas fuertes colocadas para neutralizar a la Infantería; o los zapadores, afanados en el montaje de trincheras u otras estructuras; o los artilleros, con las cerbatanas o pasavolantes alimentados con pólvora y bala de plomo de seis o siete libras.
Igualmente, en los cercos, las balas descargadas fragmentaban cualquier elemento, saliendo despedidos al estallar y actuando de metralla.
La Artillería de Campaña la constituían los sacres, culebrinas, medias culebrinas y falconetes, mediante piezas de disparo largo y certero. En los bloqueos, las piezas menores se intercalaban más en las defensas, que propiamente para debilitar las protecciones.
Y, por último, desde épocas antiquísimas, el fuego se transformó en un componente incondicional al que se recurre con toda clase de artificios y destrezas. Para ser más directo, en el acoso de una urbe, emporio o núcleo poblacional se apelaba al lanzamiento de objetos inflamables, con el fin de abrasar las techumbres, muchas elaboradas con paja, induciendo a la combustión inminente que, aun no arrasando la totalidad de la superficie, dejaba desconcertado al adversario.
De vez en cuando, se promovían fuegos en espacios ya sometidos, como ocurrió en la conquista de la localidad abaluartada de Duren (22/VIII/1543), ubicada a 50 Km de Bonn, en Alemania, recinto fortificado del Duque Guillermo de Jülich-Cléveris-Berg (1516-1592), entre los nobles de Flandes, el mayor aliado de Francisco I de Francia (1494-1547).
Sin duda, uno de los acometimientos más heroicos y legendarios de los Tercios Españoles en el reinado de Carlos I de España y V del Sacro Imperio Romano Germánico (1500-1558).
En el año 1580, Alejandro Farnesio (1545-1492) dio orden que sus Tropas abordasen la Ciudad de Gante situada en Flandes Oriental, ante la fisura abierta en la fortificación a la que le siguió la maniobra ejecutada por los mochileros del Ejército con fuegos llameantes, para consecutivamente, irrumpir y calcinar las casas que les aseguraba las espaldas.
Dentro de unas reticencias geográficas y temporales específicas, el fuego aprisionaba a los invasores. En idéntica sintonía, se perpetraban incursiones nocturnas con algún ataque sorpresa en la noche o el amanecer, quemando las tiendas y pabellones abordados.
Faltaría por referir en esta disertación las explosiones causadas accidentalmente, y como tales, los artilleros se prestaban de prendas rígidas que cubrían desde los hombros hasta la cintura, como los coletos o jubones preservándolos del fuego voraz. Pero, en reiterados episodios, reventaban los cañones o estallaban los barriles de pólvora. Generalmente, cuidando las pautas establecidas y la prudencia como regla de oro, se aminoraban los posibles riesgos.
En el siglo XVII la conceptuación de granada queda contenida a una pelota incendiaria explosiva, más que a un arma explosiva de fragmentación.
En atención a la Cartilla de 1538, la granada se preparaba con una composición de pólvora, azufre, salitre, vidrio molido y aceite o resina. Después, se elaboraba una pelota revestida de cañamón bordeado de hilo y se embreaba el conjunto. Más adelante, se erigieron en balas armadas confeccionadas de materiales frangibles como el estaño, latón o bronce, pero no de hierro. Las balas armadas de bronce de medio dedo de espesor provocaban importantes desgracias al explotar.
Y cómo no, las piedras entraron en escena para resguardarse de las acometidas, extrayéndose de donde fuera imperioso, desempedrando travesías o calles, o echando mano de los camposantos o templos.
Concluyo este recoveco angosto de heridas como resultante de los azotes de la guerra, puntualizando las que proceden de componentes extraordinarios. En concreto, los abrojos, a modo de tetraedros con puntas agudas aparejadas en el terreno, o enmascaradas con broza u otro molde de cubierta, que, al pisarlo, irremisiblemente agujereaba la planta de los pies.
Otro de los elementos como la cal, aun conduciendo a la ceguera transitoria del asaltante, instaba a graves ulceraciones en el tejido conjuntivo o a la perforación del ojo. Y qué decir, del agua o aceite hirviendo, o del humo avivado en la madera verde, hasta infiltrase y dañar la tráquea, vías respiratorias y/o los pulmones.
En consecuencia, desde tiempos inmemoriales y en lo ignoto de los que padecieron los estragos de las heridas corporales de la guerra, se halla un equilibrio inconsistente entre las exigencias propias del tratamiento médico más apropiado y las derivaciones inhumanas, con las consecuentes secuelas de las armas cada vez más potentes y sofisticadas.
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