Opinión

Alcanzamos un año en el que cambió el guion de nuestras vidas (II)

Ni que decir tiene, que un año después y, supuestamente, con las lecciones aprendidas en las fases de detección, tratamiento y contención del SARS-CoV-2, que, hoy por hoy, asola el planeta, España tiene mucho que decir por su insospechado, pero, en cierto modo, predecible actuación y características de los contagios y su recreativa y poco efectiva actuación para enfrentar un trance, que en sus intervalos preliminares y de más mordacidad, tal vez, por los deslices cometidos en su praxis, nos haya condenado a ocupar los primeros peldaños en los porcentajes proporcionales de infectados y fallecimientos, entre los pacientes y el personal sanitario.

Con lo cual, lo que aquí se desgrana es el Telón de Aquiles de un argumentario endulzado a base del vacío de evidencias y la sacudida de números con nombres y apellidos, a la vista de lo expuesto en el texto anterior y al que este pasaje sigue su rastro: recién estrenado el año 2021, la aldea global se debate entre el ser o no ser y tomar reglas comunes; si acaso, más implacables contra la pandemia, con la premisa de salvar vidas y a duras penas, la frágil economía con una disyuntiva que va a menos.

Remotamente a ver la luz de un largo túnel con un final esperanzador, todavía quedan meses de lucha infernal en esta incierta normalidad, que, a su vez, se transmuta en paradoja, porque abarca todo, menos algo que mínimamente sea catalogado normal. Y desde este punto de partida, los hechos nos invaden a una velocidad que da vértigo, si se observa desde el plano del tiempo. Mientras, la Organización Mundial de la Salud, OMS, regateaba sobre sí hacer saber la verificación de una emergencia sanitaria de este calado, algo que solo había acontecido en el siglo XX en cinco ocasiones.

En esta tesitura, escondido y silencioso, el virus se disparaba a sus anchas por el mundo. Camuflado en una maraña de contagios, pronto entró en acción y acondicionó el terreno para eclosionar y agigantarse en lo que conceptualmente se conoce como pandemia, algo que la OMS, no enfocó hasta el día 11 de marzo.

Desmenuzando sucintamente lo que estaría por sobrevenir en España y a la sombra de lo desencadenado en Italia, cronológicamente, primero, en febrero, se suspendió el ‘Mobile World Congress’ de Barcelona, ante el resentimiento de las administraciones y el asombro de los epidemiólogos. Era evidente, que aquel enemigo intangible ya no se acechaba a miles de kilómetros, sino a cientos, pero en nuestro país, aún parecía distante; con un Gobierno empeñado en emitir una imagen de moderación en las que el virus irrisoriamente estaba dominado.

Y es que, a pesar de lo alegado por el Ejecutivo Central, era imposible indagar en lo que no se ahonda con insistencia, y en este aspecto, España, carecía de las facultades propias para implementar pruebas diagnósticas, por lo que la tesis de ser dudoso o equívoco de portar la afección y someterse a una PCR, quedaba visiblemente condicionado.

Digámosle, que andábamos en un callejón sin salida: ante la dificultad de proceder a más pruebas, valga la redundancia, sin más pruebas difícilmente se averiguarían más casos y sin más casos, aparentemente se tomarían decisiones tajantes.

Luego, nos topábamos a las puertas de la propagación virulenta del patógeno.

Segundo, marzo, se estrenó con una marea incesante de positivos, hipotéticamente vigilados. El punto y coma se alteró el día 8, porque el Gobierno eligió no rescindir la normalidad y persistir con las actividades culturales, deportivas, políticas y apariciones públicas como si nada estuviese ocurriendo. Acordémonos de las marchas feministas, como motores de cambio que tomaron protagonismo en las calles y avenidas, convirtiéndose en una de otras tantas aglomeraciones que pagaríamos caro.

Y, a tenor de lo que actualmente interpretamos del coronavirus, que se dispersa y diluye al aire libre, no era necesariamente el peor de los escenarios. Pero, las distancias de seguridad, sí que no se consideraron adecuadamente.

Esa misma tarde, el Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias, abreviado, CCAES, recogía el listón de un reporte de la Comunidad de Madrid, y en esa semana los contagios escalaban a un ritmo insistente.

El domingo se hacía constar 234 casos en veinticuatro horas. Amén, que la reseña no se notificó hasta el día siguiente y sería el destello de entrever por parte de Sanidad, que la epidemia se le escapaba de las manos.

En breve, el Ministro de Sanidad que ya no lo es, por ser más trascendente las elecciones de Cataluña, comparecía sugiriendo que no se efectuaran desplazamientos innecesarios; en la misma sintonía, la Comunidad de Madrid impidió las clases con el enojo añadido del Ministerio, lo que empujó que se fraguase el Estado de Alarma. Curiosamente, el CCAES, no veía con buenos ojos la paralización de las tareas formativas, instando a la agitación de docentes y discentes, sin que al final cesasen.

En tanto, que se aparejaba un decreto sancionado en el Consejo de Ministro el día 14, con veinticuatro horas de separación en los que el Presidente del Gobierno compareció en los medios televisivos para anticipar el régimen excepcional.

Cabe recordar, que el contexto comenzaba a ser incómodo, porque los más pequeños no iban al colegio, y no eran pocas las empresas que se valían del teletrabajo. A ello hay que sumar, que el día 14 se activó el Estado de Alarma que perduraría noventa y ocho días, con un confinamiento domiciliario en toda regla que, derivando del territorio y sus modulaciones, se extendería en torno a dos meses. Conjuntamente, a las 20:00 horas y con la melodía de fondo del Himno Nacional, en ventanas y balcones se intercalaban lágrimas y aplausos en reconocimiento de los sanitarios.

Pero, por encima de todo, el encierro en los hogares no era suficiente. Los centros sanitarios acariciaban el colapso y si no se reaccionaba a tiempo, el desastre sería mayor.

Irremediablemente, esta espiral confusa condujo al Presidente del Gobierno, asesorado por un grupo de científicos, la conveniencia de congelar por completo la economía y pasar por alto las ocupaciones indispensables. Espacio coyuntural, que se abrió en la jornada del 29 y se mantuvo durante 15 días.

Ha de subrayarse, que el ‘Informe Número 60 de Actualización’ de la pandemia que correspondía con el cierre del mes, discriminó el máximo de casos de la primera ola: 9.222. Cantidad inexacta, no ya solo por los retrasos en las comunicaciones, sino por la sospecha de detectarse uno de cada diez contagios. Sin soslayarse, que con estos datos se había doblegado la curva: parecía que dos semanas de confinamiento habían dado fruto, pero quedaba un camino hasta el presente que hoy asimilamos.

Tercero, en abril, los positivos tocaron techo y los extintos lo harían de inmediato, alcanzándose el fatal desenlace de los 950 muertos el día 2. Sobraría mencionar, la desesperación en hospitales y residencias de ancianos, aguantando varias semanas con la escasez de equipos de protección, camas, respiradores, etc.

En la práctica, las Comunidades y Ciudades Autónomas se aclimataron al Estado de Alarma con enormes sacrificios e importantes dificultades, asistiendo a quién lo prescribía. Pero, lamentablemente, las páginas de estas incidencias no se tiñeron del mismo color para Madrid, Cataluña, el País Vasco y algunas localidades de las ambas Castillas. Allí, hubieron de practicarse triajes para priorizar a los más enfermos y miles de ancianos, fundamentalmente en Madrid, quedaron a merced de su destierro.

Aun así, resultaba complicado digerir el saldo punzante que el virus iba dejando en los centros sociosanitarios, uno de los grandes nichos de mortandad que destapó múltiples anomalías estructurales en el sistema.

Hasta mediados de noviembre, la extensa y trágica lista de decesos en residencias de servicios sociales, incluyendo centros de discapacidad con el virus confirmado, o con síntomas compatibles, alcanzaba el balance de los 24.500 fallecidos. Muchos, en la primera ola, sin la atención que requerían y sin un beso y un abrazo de sus allegados, con plantillas desprovistas conforme eran presas del contagio.

Evidentemente, la mascarilla se erigió en uno de los emblemas del momento, teniendo en cuenta que los Organismos Internacionales la eludieron, en parte, por lo que todavía no se conocía del virus y porque su producción estaba saturada.

Ante la contingencia de un encarecimiento entre los sanitarios, antepusieron su no recomendación. Pero, su propio peso imperó y el 8 de abril el Centro Europeo de Control de Enfermedades, por su siglas en inglés, ECDC, supo diferenciar su beneficio. Acto seguido, el Ministro de Sanidad respaldaba la recomendación de su uso explícito en transportes colectivos de pasajeros y sitios de trabajo, algo que paulatinamente pasó a ser una medida imperativa.

Si en este intervalo se vivió el trance más despiadado en los hospitales, mismamente, proyectó los primeros rayos de luz: el confinamiento, era uno de los más disciplinados del universo occidental y abrumaba por su dilación en las ampliaciones.

Era un lamento, el menester que los más pequeños se reencontraran en las calles y parques, tras un mes y medio de reclusión, algo que cayó en la balanza y se concedió el día 26. Ahora, sin excederse de los sesenta minutos y máximo de un kilómetro desde casa, conducidos por un adulto se entreveía la desescalada.

Cuarto, en mayo, el Gobierno lograba ratificar las prórrogas del Estado de Alarma quincenalmente, pero era un grito a voces que el tiempo transcurría y mayor eran los obstáculos adicionales. Viendo que el confinamiento se consumaba, un equipo de asesores se afanaba en un ‘Plan de Desescalada’ que restableciera la ‘normalidad’, como se denominó el retorno a los más parecido de lo que era antes de la pandemia.

Me refiero a un método asimétrico y escalonado que reportaría a cada región la reanudación de manera parcial del ritmo de vida, en función del entorno epidemiológico y la capacidad asistencial.

La ‘Fase 1’ arrancaría el día 11 y de golpe saltaron las discusiones y los choques dialécticos entre algunas administraciones. Hubo discrepancias e indirectas, principalmente, entre la Comunidad de Madrid y el Gobierno Central, pero, en conclusión caían en agua de borrajas, agriadas por lo calamitoso de las circunstancias.

Cuando quedó atrás lo peor de la pandemia y el territorio madrileño era el más rezagado de este plan, las divergencias se hicieron cada vez más notorias. Sabiendo que los ‘Informes de Salud Pública’ de su Gobierno lo impedían, la Presidenta de Madrid alzó su bandera particular que hoy, aún la defiende: la libertad de cara a las restricciones, a su entender, desproporcionadas con las que le hostigaba Sanidad.

Si bien, palmo a palmo los antecedentes se corregían, cada vez eran más los Gobiernos Autónomos que demandaban la finalización de la tutela del Estado de Alarma, para ser ellos mismos quien administrasen el regreso a la normalidad.

Quinto, aunque la desescalada estaba preconcebida para perfilarse en los inicios de julio, la ausencia de los avales parlamentarios precisos y el apremio de la oposición y Comunidades, condujeron al Gobierno a darla por finiquitada el 22 de junio: se saldaba con ello el Estado de Alarma y las Comunidades daban la zancada al levantamiento de las limitaciones, en función de las ‘Fases de Transición’ configurada en la ‘Fase II’ y ‘Fase III’, respectivamente, a una nueva normalidad.

Toda vez, que Madrid franquearía a puntapié una Fase, prosiguiendo con excepciones, pero sobre todo, se suavizaría en un período en que España tanteaba 8 casos por cada 100.000 habitantes en los 14 días anteriores.

Sin duda, la cifra más baja desde la génesis de la irrupción endémica.

Sexto, en paralelo al desahogo de las barreras susodichas, los positivos iban al alza con recelo: la segunda ola se apoderaba de una realidad trazada al gusto de cada cual.

Por entonces, al igual que en el arranque del azote pandémico, se gestaba un goteo permanente de contagios y los medios se consagraban en la comparativa de cada brote. El origen anduvo entre los temporeros de Aragón y de ahí cruzó a Cataluña, que irremisiblemente no le quedó otra que recular a la desescalada. Sucesivamente, el resto de poblaciones salvaban un tira y afloja para intentar contrarrestar el flujo.

Séptimo, no era creíble lo que estaba sobreviniendo, pero lo conquistado en el confinamiento con tantísimas renuncias, se deshacía en un santiamén como el hielo. Sin rastreadores suficientes, España lidiaba una segunda ola que aún no despuntaba por Europa. Ahora, los ojos estaban puestos exclusivamente en lo que conocemos como ocio nocturno y los jóvenes.

“Pese a los factores que deambulan en esta turbulencia, la raza humana ha extraído lo mejor de sí: la solidaridad, ganando músculo para reducir al patógeno, sin que se haya extinguido esta pesadilla de la que desearíamos despertar””

Con estos objetivos, el Ministerio de Sanidad y las Comunidades Autónomas acordaron un paquete de medidas que amputaban estas actividades, no previéndose por lo pronto su modificación.

Octavo, en consonancia a lo citado, Madrid, ya era el foco del virus en el Viejo Continente y la controversia en España. Con los contagios desbocados, la Presidenta era remisa a aceptar pautas contundentes y el Gobierno dispuso imponerlas.

Así, en un Consejo Interterritorial del Sistema Nacional de Salud se ratificó por mayoría, cuando lo más lógico era hacerlo por unanimidad, la prescripción de disposiciones limitadas al movimiento en las urbes que se excediesen de los 500 casos por cada 100.000 habitantes; además, de una tasa de positividad superior al 10% y una ocupación en las Unidades de Cuidados Intensivos, UCI, superando el 35% de las camas. O lo que es lo mismo, diez municipios pertenecientes a la Comunidad de Madrid, incluyéndose su capital, hubieron de implantar confinamientos perimetrales, buscando evitar que sus territorios exportasen contagios a otros colindantes.

Noveno, en este entramado contagioso, divisando el territorio donde se anclase, la curva del coronavirus remontaba y descendía, con las Comunidades decretando recetas cada vez más taxativas, para detener la segunda ola que imparable prosperaba con una tendencia a lo más peyorativo.

El Ministerio de Sanidad confeccionó un mapa de riesgo en el que las Autonomías rayaban lo que se contemplaba como nivel extremo. O séase, el Gobierno acondicionaba el terreno para otro Estado de Alarma, ante el señuelo repetido de los ejecutivos regionales.

Finalmente, el Consejo de Ministros autorizó la prolongación del Estado de Alarma por un período de seis meses, desde las 00:00 horas del 9/XI/2020 hasta las 00:00 horas del 9/V/2021, matizándose que las Autonomías modularían, sin necesidad de acudir a regulaciones de incierta admisión jurídica, como el toque de queda nocturno, confinamientos perimetrales y el número estipulado de individuos en las reuniones.

Décimo, en la pugna de la segunda ola que involucraba a un sinnúmero de contagios y óbitos, se asomó un rayo de optimismo: en la jornada del 16 de noviembre, la ‘Compañía Moderna’ difundía que su vacuna poseía el 95% de eficacia.

Cuarenta y ocho horas después, haría lo mismo la ‘Compañía Pfizer’; y pasada una semana se añadía a la carrera la ‘Compañía Oxford-AstraZeneca’, pero con algo menos de efectividad. Algo tan esperado, para que los países comprobaran la información y clarease el programa de vacunación para sustraer al mundo del drama arrojado en 2020. Hoy, la cadencia de vacunación habida en España, dilataría enormemente los años en inmunizar a su población.

Y, undécimo, el proceso de la conformidad de las vacunas fue más resuelto de lo previsto. En la primera quincena de diciembre se implementaron las primeras inoculaciones en Reino Unido y Estados Unidos, y en estados miembros de la Unión Europea, abreviado, UE.

Con el presumible alivio en su evolución, se perpetuaban problemas sin solventar. La segunda ola, con disparidades hostigaba a buena parte de Europa, incluida España, con la vista puesta en el horizonte de una tercera ola y la proximidad de las fiestas navideñas, donde el virus como pez en el agua hallaría su hábitat predilecto: encuentros sociales, cenas en recintos cerrados y constantes cambios de residencia.

En un entresijo nada halagüeño, los Gobiernos nuevamente amasaron sus posibilidades mediante otras directrices, con la obligatoriedad de hilvanar unos criterios que proporcionara a las familias reunirse, pero condicionando los encuentros. En concreto, se permitió que cada Comunidad Autónoma, independientemente, conviniese la movilidad para estar con sus allegados, ajustase el toque de queda en los días marcados y aumentara o redujera las personas agrupadas, a ser posible, los mismos convivientes de esa casa.

Amén, que por doquier, el coronavirus se agrandaba y muchas Autonomías no les quedó otra que replegarse en la flexibilización.

En consecuencia, se veía venir y la unanimidad subrayada por los epidemiólogos era concluyente: tras el periplo navideño y lo que con pesar arrastrábamos en un año de vértigo en sus últimas andanadas, los casos positivos volvieron a encumbrarse en una cima inabarcable.

Día a día, las listas de nombres propios que se computan por miles o millones, con un conteo que no remite, han engrosado las reseñas complejas y caprichosas de esta crisis epidemiológica. Cifras, que desenmascaran el rostro más inhumano del virus y que inexorablemente nos ha trastornado, sin tener certezas y hasta cuándo.

Pese a los factores que deambulan en esta turbulencia, la raza humana ha extraído lo mejor de sí: la solidaridad, ganando músculo para reducir al patógeno, sin que se haya extinguido esta pesadilla de la que desearíamos despertar, en un imaginario que se ha dado de bruces con la realidad.

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