Cuando la magnitud de la tragedia provocada por la gota fría que desgarra a España aún no podía perimetrarse, pero sí intuirse; mientras mucha gente luchaba aún por su vida y otra la había perdido; mientras el daño tornaba a catástrofe y en muchos casos a irreversible; durante esos momentos (y que aún perviven) en el que miles y miles de personas intentaban literalmente sobrevivir, no ya tanto por la falta de servicios públicos esenciales como la luz, el agua corriente o la limpieza, sino el agua para beber o los alimentos en lo imprescindible; al tiempo que cientos de servidores públicos intentaban luchar contra el mortífero caos y que ya preveía terribles consecuencias y oleadas de voluntarios anónimos enervaban lo mejor de la condición humana, la solidaridad…mientras esto y más sucedía, también cupo (y seguirá cabiendo) la continuación del ajuste de cuentas político.
Una vez más, pero en circunstancias especialmente trágicas, el patriotismo barato se hizo notar, ese de mucha bandera, trompeta, golpes de pecho y grito además de poca compasión y altura de miras; el que declina estar con la gente y unir, o contribuir a ello, a los diferentes en posición común en los momentos más difíciles y que dista mucho del ejercicio de la empatía, del cuidado del tono y los modos frente a la fatalidad. Es ese que azuza el conflicto y busca en el corazón de una terrible calamidad la confrontación y el rédito partidista y personal.
Es ese patriotismo que siempre divide como reto y propósito de vida, que se llena el paladar con términos como “convivencia” o “tolerancia” y ofrece gestos a la galería con el único propósito del aplauso mediático y el éxtasis de reaccionarios y voceros pero que a la vez desagua su verdad, su verdad falsaria. Aquel que entiende las instituciones (y su control) como un fin en sí mismo y no un medio para que, entrelazadas, protejan a la gente.
Muchos, muchísimos, uniformes y particulares se han cubierto de barro, pena y compasión, también de impotencia, para poder ayudar ante tanto sufrimiento, precariedad y muerte, lo siguen haciendo. También el combate es frente a la esperanza perdida. Otros, en su condición política y por su representación, han machado de indignidad e iniquidad a aquella, a la política.
Lo terriblemente sucedido, y que aún sucede, la fuerza virulenta de la naturaleza con algún ingrediente de error o incompetencia humanas, es posible, debe llevar, cuando el sosiego encuentre espacio, a una reflexión profunda de la actitud y aptitud en momentos como este por parte de quienes tienen el deber, por derecho adquirido en la competición política, que juraron o prometieron de gestionar el bien de la gente.
Se podrá hacer mejor o peor, paliar más o menos, pero parte del combustible para el esfuerzo colectivo está en la unión política, en el respeto y exhaustiva coordinación institucional, y que en este momento ya viene siendo imperativo. Son vidas humanas, muchas, las que están en juego, las que están en vilo. Otras ya no, se perdieron o perderán en número sobrecogedor. Si algo hay que ajustar en estos momentos de severa adversidad y desolación es la conciencia y la altura de miras, ponerlas al más elevado nivel, político también.
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