Categorías: Opinión

Administración, gestión y servicio

Cuando la Administración es vista más como un instrumento de poder que como una herramienta de servicio a los demás, se debilita. El arte de la política es la conjunción de ambas percepciones. Pero el “arte”, como pulsión humana, ya se sabe, también viene afectado en tantas ocasiones por la ambición, la cortedad de miras o la mirada torva. Además del partido que toma la usura externa a ella.

Cuando la Administración es debilitada (aún con la pertinaz apariencia de robustez), ya que no se debilita por sí misma, el principal recurso que posee, el capital humano, tiende a deambular en no pocos casos hacia la tentación de la apatía y la falta necesaria de compromiso. Y esto, a fin de cuentas, repercute en el fin último y primero de su razón de ser: atender las necesidades de los administrados desde el impulso, también, para que esos cumplan con sus obligaciones.

En el fin primordial de las instituciones públicas de conciliar con firmeza y, a ser posible, con sencillez, los derechos y deberes de quienes son la justificación de su existencia, tiene mucho que ver la forma en las que son gobernadas. Y no solo gobernadas, sino conformadas por ese complemento indispensable que cuyo papel adjudicado es el de opositar. No es de recibo que una, la parte gobernante, se justifique en su acción por la actitud de la otra, la opositante y viceversa.

Lo anterior tiende a complicarse aún más cuando la variedad de ambiciones compite y traspasa con la diversidad de opiniones, formas de ver la responsabilidad y caminos de gestión. Se produce tal división de las partes que, siendo distintas, pasan de ser vasos comunicantes a zonas de aislamiento. El cuerpo deja de serlo, al no poder funcionar complementándose, y se convierte en un mosaico desdibujado. Se da más valor a los focos que al escenario y este, se desdibuja. Pierde la gente, sin duda.

Ese es el espacio para quienes se conforman con aprender cuatro palabras, “malpronunciadas”, modismos y tecnicismos de ultima generación para escucharse y verse a sí mismos. Creerse, equivocadamente, como portadores de un discurso edificante sin, con tanta frecuencia, actuación razonable que los avale. Se estimula hasta el éxtasis la carrera por la presencia en perjuicio de la consistencia. Y ello daña, igualmente, a la relación entre instituciones, porque se vuelca en ella agravios, litigios y silenciosas o ruidosas embestidas.

No hay política perfecta, no se pide, solo se reclama y especialmente en los momentos de mayor precariedad, la mayor responsabilidad posible, no juegos de poder y vanidad que realmente esconden proyectos personales bastante lejanos al bien común.

Vivimos en una administración del mundo, del entorno, a “banda ancha”, en la que la velocidad no es buena compañera del pensamiento. No se conversa o reflexiona por lo general, más bien escasamente, en perjuicio de dar espacio y lugar a las ideas. La convulsiva intención, como ansia viva, es que la razón venga con las prisas apropiándose de inicio de ella. Apenas se da tiempo a escuchar, únicamente de atacar y de convencer a quienes dudan y reafirmar a los incondicionales; a esa incondicionalidad ciega que tanto desgasta y desnutre a todo ámbito de poder, a toda institución o formación.

No es intención de idealizar un elogio a la pausa o la lentitud, esas que proyectan la atención conjunta y tantas veces constructiva, sino de recurrir a ellas cuando la ocasión merezca¸ allá donde se dirime el interés general y los recursos claves en un presente que debe pensar siempre en el futuro. La inmediatez, disfrazada de atrezzo y brillo de efímero arraigo y continuidad, esconde no pocos intereses oscuros con frecuencia. Inmediatez aliada de la prisa y recurrente frente al discurso alternativo u opinión diferente, a los que se “debe” combatir y acallar.

Es “socorrido”, cuando no se sabe (ni se quiere) bien que hacer en lo público pero si bastante que poseer en lo propio, apelar a la convivencia, el respeto por la diversidad, el enaltecimiento de la paz o el entendimiento entre diferentes, pero todo ello comienza con la honestidad. A ella, de manera primigenia, se debe la Administración, su gestión y el servicio que demana.

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