Opinión

Los Acuerdos de Oslo: la primera piedra puesta hacia un camino para la paz

Treinta años más tarde, el proceso de paz en Oriente Próximo ha sufrido importantes escollos desde su comienzo y se ha definido por su extrema sofocación como consecuencia del vacío de un principio de justicia y equidad para el pueblo palestino. Ciertamente, la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) admitió una vaguedad en sus términos que lo dejó a merced del Gobierno de turno en Israel, lo que acarrearía valga la redundancia, un incesante curso de negociación de la negociación.

Podría decirse que la hechura más reiterada y habitual en la evolución de paz en Oriente Próximo es parecida a una moneda en sus dos caras correspondientes: primero, en el anverso, se evidencia una instantánea de efervescencia con innumerables y agudas perspectivas; y segundo, en el reverso, destella un intervalo de fulminante desencanto devorado con la frustración. Por aquel entonces, el retórico apretón de manos en la Casa Blanca entre Isaac Rabín (1922-1995) y Yasser Arafat (1929-2004) el 13/IX/1993, y el posterior asesinato del primer ministro israelí el 4/XI/1995, son una demostración que los procesos de paz suelen aparejar desconfianza, fundamentalmente, cuando los conflictos se dilatan en el tiempo y los propósitos, la voluntad y la capacidad de cada parte para llevar a término cualquier acuerdo siguen sin estar del todo claras.

A pesar de que los llamados Acuerdos de Oslo operaron con el anhelo de las partes contratantes, la del Gobierno laborista israelí y la dirección de la OLP, además del aval político de Estados Unidos y el económico de la Unión Europea (UE), los cambios de intensidad observados han sido sus constantes vitales.

Es más, en contra de los enfoques más afanosos, los citados acuerdos no sólo se han postergado en su puesta en escena, sino que sencillamente no se han acabado de precisar las negociaciones sobre las cuestiones superlativas. Llámense, Jerusalén, seguridad, fronteras, asentamientos de colonos, refugiados, estatuto final de la entidad palestina, vínculos y contribución con los países más cercanos, etc., por lo que el andamiaje de las negociaciones quedaría irresuelto para acordarse e implementarse. No obstante, los tiempos previstos tan superados como vulnerados, determinaban un final insospechado.

Supuestamente, las principales dudas que podían empalidecer el funcionamiento del Acuerdo de Oslo resultaban de sus encubiertos enjuiciadores. Expresión con el que se atestaban las tintas sobre las organizaciones palestinas que no lo complementaban o incluso, lo censuraban, específicamente el movimiento de resistencia islámica Hamás. Y en esa misma trayectoria sobre los Estados de la demarcación que como la República Islámica de Irán, lo impugnaban explícitamente; o la República Árabe Siria, lo rechazaron, exteriorizando sus ambigüedades.

Dicho esto, se desatendía un influyente flanco caracterizado por los grupos y fuerzas políticas israelíes de extrema derecha, ultranacionalistas y religiosos ortodoxos y fundamentalistas que junto con el movimiento de colonos, refieren una infraestructura paramilitar desde la que se ejecutó el crimen contra la figura de Isaac Rabín, en confabulación con incuestionables componentes de los propios servicios secretos israelíes, tal como ratifican numerosas revelaciones sobre un sumario en muchos momentos hermético.

En deducciones paralelas y equidistantes a las amenazas externas, nada hacía augurar una permisible involución del proceso de paz por parte de los dos principales actores intervinientes. A pesar de las recriminaciones recíprocas y las situaciones de tensión acentuadas, lograron solventarse a cuenta gotas.

No así ni mucho menos, como la emprendida tras la recalada al poder en Israel de Benjamín Netanyahu (1949-74 años), líder del Likud y aspirante triunfador en las Elecciones Generales de 1996.

Desde entonces, el modus operandi de paz ha sido subordinado a un largo compás de espera por exigencia unilateral del Gobierno israelí. Esto es, por su primer ministro, Netanyahu, que se encomendó a obstaculizarlo, plasmando sus proposiciones electorales en lo que concierne a detener el Acuerdo de Oslo o, al menos, enfriarlo de contenido y empleando para ello todo tipo de artificios, como la expropiación de tierras palestinas, la construcción de colonias en territorio palestino, la judaización de Jerusalén con su consiguiente desarabización o despalestinización y la obstrucción de la ayuda que reciben los territorios, como de los esfuerzos que se efectúan para instaurar una infraestructura socioeconómica independiente de Israel.

En su sutileza por demorarlo en el tiempo, el as bajo la manga de Netanyahu recayó en el interminable fondo de la seguridad, argumentación pretendida por los dirigentes israelíes para justificar su dominio colonial sobre otro pueblo y en este caso, para saltarse los compromisos alcanzados por Israel con la OLP.

De manera, que la primera sensación superficial que se tiene del proceso de paz en Oriente Próximo es su inconsistencia e inseguridad de cara a las amenazas externas sospechadas, reforzada con la propaganda e intencionadamente agigantadas. Pese a todo, éstas no hacen del mismo que sea más quebradizo y vacilante que sus peculiaridades.

Indiscutiblemente, el chispazo del proceso de paz se ensombreció por la desconfianza reflejada entre los dos antiguos contendientes, palestinos e israelíes, y ahora supuestamente socios, seguido por el aluvión de violencia de uno y otro lado y por la progresión de la política de Netanyahu. Pero no menos irrefutable es que sus excesivas irregularidades descifrarían su continua fragilidad, cuando no inviabilidad.

"Tres décadas después, la ofensiva de Israel contra Gaza tras los ataques de Hamás se recrudece y los Acuerdos de Oslo siguen estancados y recónditos en el baúl de los recuerdos"

Netanyahu, perfectamente entendido de los medios de comunicación, supuso estar por encima de ellos e incluso parecía manipularlos a su antojo. De ahí, que no sea de sorprender la repercusión de su campaña en la que sin oponerse directamente a la tarea negociadora, la bloqueó, al tiempo que culpabilizó a la otra parte de su inmovilización. En este aspecto, no muy apartado de los laboristas, transfirió a la sociedad global la estampa o imagen de que el caballo de batalla de las negociaciones no es la tesis palestina, sino la seguridad del Estado de Israel.

Parecido intercambio no alegó tanto a las susodichas mañas mediáticas del premier israelí, como a la carencia de un principio rector del proceso de paz que, a su vez, fuera el núcleo duro de las negociaciones. Justamente esta anomalía o irrealidad de un principio de justicia y equidad relacionado con el pueblo palestino, preliminarmente convenido entre las partes negociadoras, para más tarde encaminarse en su proceder y aplicación, la que finalmente dejó el proceso a instancias del contrapeso de fuerzas concéntricas entre ambos.

De lo expuesto provienen conversaciones considerablemente enquistadas, toda vez, que sus protagonistas parten de un escenario visiblemente discordante, tanto en su carácter político como en su consistencia interna. Israel es a todas luces un actor estatal, vigorosamente servido por uno de los ejércitos siempre en la élite y que conjuntamente se pertrecha con armas nucleares. Me refiero a una potencia regional, disuasiva de cualquier otra disyuntiva emergente que como la República de Irak e Irán, se encuentra en condiciones de agitar el equilibrio mundial fraguado en la zona. Su administración de coalición, mayoritariamente laborista, contaba entre sus filas con dos portentos históricos y, a la par, impetuosos, Isaac Rabín y Simón Peres (1923-2016), ambos con un punto de vista más desarrollado de Oriente Medio, de corte tecnocrático que esparcía los estrechos ideales ideológicos del nacionalismo sionista por las de la asistencia regional, primordialmente, las afines a la política, seguridad y economía, continuada de las técnicas, medioambientales y científicas.

En contraste, la OLP es un actor regional no estatal, una corriente de liberación nacional peculiar, que no poseía base territorial alguna en su superficie nacional. Condicionante que, sin apenas antecedentes, imprimió su recorrido liberacionista y armado, amortiguándolo en favor de una táctica posibilista y de responsabilidad íntegramente territorial.

En paralelo, su fórmula de pesos y contrapesos, preponderante en la tradicional cúpula palestina, sucumbió con la aniquilación vehemente de sus máximos cabecillas políticos, particularmente, Abu Ayad y Abu Yihad.

Con lo cual, el trazado de la OLP estaba cada vez más enraizado en Arafat y un grupo de estrechos integrantes desmesuradamente pragmáticos. Hasta tal nivel, de alinear la teoría más enfática. Igualmente, distinguían que su liderazgo en las tierras ocupadas era desafiado políticamente por Hamás y una minoría selecta emergente anclada desde la Intifada.

Y por si fuese poco, los desafectos entre las bases del interior y los rectores del exterior empeoraban. Peor aún, en esa tendencia, la OLP llegó a un mínimo acuerdo de paz con Israel sin pactar primeramente sus motivos, a excepción de los ordenamientos de los que se ocupa esencialmente el Acuerdo de Oslo.

Entretanto, el cometido geopolítico de Israel se robusteció inmediatamente a la Guerra del Golfo (2-VIII-1990/28-II-1991) con la victoria de la coalición multinacional que, encabezada por Estados Unidos, contaba entre sus predilectos con otros actores regionales de inclinación militar, como la República de Turquía, y económica, las monarquías del Golfo.

Por ende, el Gobierno israelí aguardaba el método de sacar tajada de su aventajada posición ante esta coyuntura resultada, que se generó tras la consumación de la Guerra Fría (12-III-1947/25-XII-1991) y la del Golfo, en la que el bloque occidental, además de vencedor, se encontraba enfrascado en la pacificación de la región.

Al mismo tiempo, el nuevo acoplamiento en las alianzas regionales e internacionales conformaba la integración categórica del Estado israelí en Oriente Medio, después de casi cinco décadas de discutida presencia y deplorable sociabilidad con sus vecinos, en las que se sucedían numerosas guerras y conflictos de distinto calado. A diferencia de la OLP, distante y venida a menos tras la conflagración del Golfo, transitaba por el peor trance económico. El agotamiento y el fiasco predominaban en entre sus filas, sobre todo, porque fue incompetente para interpretar el capital político acaparado durante la Intifada en términos diplomáticos precisos y a la inversa, desperdició sus esfuerzos en la hostilidad del Golfo.

Los rudos sucesos registrados en las relaciones internacionales a partir de las postrimerías de los años ochenta y en las conexiones regionales e interáabes acto seguido de acabar la Guerra del Golfo, inquietaron con convertir a la OLP en un actor segundario, empujándolo a una dinámica negociadora sin soportes externos ni recursos cualificados para que al menos enmendara su inseguridad y estabilizara el tablero de negociación.

Ese contrapeso se vio fortalecido por el perfil bilateral que tomaron las negociaciones. Los contenciosos más espinosos son tratados entre Israel y cada una de las partes palestina, siria, jordana y libanesa. Únicamente las materias transnacionales y comunes disponen de un marco multilateral. Así se asentó en la Conferencia de Paz sobre Oriente Próximo en Madrid, donde expresamente arrancó el proceso de paz de 1991. A decir verdad, era un requerimiento israelí afrontar las negociaciones en solitario con la parte árabe y no como un bloque, pero también era el vislumbre de la falta de coordinación e intereses enfrentados de esta última. De hecho, el Reino Hachemita de Jordania logró en seguida un acuerdo de paz con Israel en 1994 y regularizó sus nexos bilaterales a una cadencia por encima a las presentes entre la República Árabe de Egipto e Israel, desde la rúbrica de los Acuerdos de Camp David en 1979.

Mientras, las negociaciones con Siria no se han materializado no más lejos de los reportes o especulaciones que prevén un compromiso inmediato y de momento, con la República Libanesa será dificultoso alcanzar un acuerdo sin la aprobación de Siria, de la que pende la política exterior.

A la postre, con el Acuerdo de Oslo los palestinos se desmarcaron de una probable acción conjunta que neutralizara su extenuación. Esta escapatoria se concebiría por la falta de avances demostrativos entre Siria e Israel, pero igualmente por las suspicacias habidas entre el liderazgo sirio y palestino, individualizados en el resentimiento que se profesan recíprocamente Háfez al-Ássad (1930-2000) y Yasser Arafat, fruto de la susceptibilidad inoculada por las diversas colisiones entre el pulso estatal sirio y la liberacionista de la OLP.

Sin inmiscuir, el afán palestino de ver enredada su independencia en la toma de decisión nacional o en otras palabras, por su preocupación de acabar convirtiéndose en una carta más en manos de Damasco, tal como acontece en las últimas décadas con Líbano. Fundamento por el que la OLP sistematizaría su ejercicio estratégico en las negociaciones con Egipto, uno de los Estados de la zona más patrocinadores y persistentes en la salvaguardia de la causa palestina.

La pausa que atribuyó la firma de los Acuerdos de Camp David en los engarces egipcio-palestinos, no ha imposibilitado su elevado nivel de entendimiento asentado en el respeto mutuo y la combinación de los propósitos regionales, que no siempre se genera en el caso de Egipto con Estados Unidos e Israel, pese a las buenas relaciones con los primeros y sus fragosidades con el segundo. Amén, que Egipto se juega su protagonismo político regional, acreditado por su defensa palestina y coaccionado por la sutileza norteamericana e israelí. Y en sintonía con una de las directrices más apreciables de la Posguerra Fría, Estados Unidos reemplaza la labor mediadora que recae en las Naciones Unidas con el conflicto de Oriente Próximo.

"La primera sensación superficial que se tiene del proceso de paz en Oriente Próximo es su inconsistencia e inseguridad de cara a las amenazas externas sospechadas, reforzada con la propaganda e intencionadamente agigantadas"

El deslustre de las instituciones internacionales y en la delantera el de la ONU con la resolución de los debates regionales, es una argumentación alimentada por las grandes potencias que admiten el arbitraje o la interposición entre las partes demandantes. Curiosamente, Israel es el único Estado fundado por una resolución de Naciones Unidas. En concreto, la 181 del año 1947 y uno de los que más desacata dichas resoluciones, por lo que el Gobierno israelí no titubea en complementar a Estados Unidos en su interés detractor de la institucionalización de la sociedad mundial.

Aunque la mayor contradicción radica en que una parte significativa del proceso de paz se consagra a acordar a los mínimos las disposiciones de la ONU que importunan sobre el Estado israelí, pero fuera del molde de Naciones Unidas y bajo los auspicios de Estados Unidos.

En contra de las muestras de actuación acostumbradas de los actores más frágiles de las relaciones internacionales, que por otro lado suelen delegar en la facultad diplomática de la ONU a la espera de observar equiparada su debilidad, la OLP de la Posguerra Fría acabó tolerando la mediación norteamericana. Algo inusitado en décadas pasadas, cuando postulaba el llamamiento de una conferencia de paz sobre Oriente Próximo, bajo la protección de Naciones Unidas y con la representación de sus cinco miembros permanentes en el Congreso de Seguridad, además de la concurrencia de las partes involucradas en condiciones de igualdad.

Llegados hasta aquí, el proceso de paz se describe justo lo contrario, en tanto en cuanto Estados Unidos suplió a la ONU, lo más similar al Consejo de Seguridad fue el copatrocinio figurado de la Unión Soviética y consta una clara anomalía entre las partes delegadas. Por su parte, la UE está falta de una política exterior común y no se encuentra a la altura del momento para acompañar su desembolso financiero en la región con un mayor ejercicio mediador. Aun con sus buenas gestiones, su intervención no deja de ser adicional o metódica y secundaria a la de Estados Unidos.

"Tras largos meses de reuniones herméticas, algunas cesiones y pequeños avances, se acordó en Washington la hoja de ruta que debía reportar a un desenlace razonable y persistente al conflicto"

Es sabido que los imperativos americanos en otros conflictos o con otros estados hallan su distinción histórica en Israel, Estado con el que conserva una arraigada alianza estratégica consignada por sus subvenciones, al igual que su inextinguible protección mediante el automatismo del veto en el Consejo de Seguridad de la ONU y la harmónica horquilla logística y armamentística que le presta.

Obviamente, con estos estribos que sobrepasan lo habido y por haber, es incomprensible imaginar que concurrimos a una mediación ponderada, en la que la salvaguardia del Estado israelí y la de los derechos nacionales palestinos poseen la misma fuerza de gravitación en la ponderación de Washington.

En consecuencia, una de las mayores paradojas del Pacto de Oslo es su juego de palabras, pudiendo dar origen a interpretaciones tan discordantes como contradichas, estando en manos de la comprensión más generosa o condicionada por el gobierno de turno en Israel. Así se desentraña que durante la potestad laborista prevaleciera cierta confianza en su superación, mientras que la desconfianza resaltara en la etapa administrada por el Likud de Netanyahu. Esta ambivalencia es el bagaje tanto del manejo disfrazado como de los acuerdos y ofrecimientos verbales que tan amargas resonancias quedan todavía en la región.

En Oslo, Israel vio luz verde a su opción de continuar sin ningún contrapeso o responsabilidad con el derecho a la autodeterminación del pueblo palestino. Más allá de un elemental reconocimiento de la OLP, nada queda documentado sobre que su meta definitiva encendiese la llama de un Estado palestino independiente. Esta posibilidad es figurada u objeto de especulaciones, pero no se halla suscrita en papel alguno entre ambas partes, al igual que no figura un consenso en torno al formato y rasgos de ese infundado Estado. Por lo que no es de extrañar que parecida concesión cause entre sus detractores declaraciones como la que consideran literalmente los Acuerdos de Oslo: el “Versalles palestino”.

Sin llegar al pesimismo, interesa caer en la cuenta de las anomalías detalladas del proceso de Oslo, y no dejar en el tintero la esencia de la ocupación israelí de los territorios palestinos, acreditada hasta el hartazgo, de modo que su propiedad teológica-política es normalizada en los principios de seguridad que hacen innegociables algunos apartados cruciales: primero, la desaprobación de las fuerzas invasoras a retirarse de Jerusalén, distinguida como la capital “eterna e indivisible de Israel”; segundo, desalojar los asentamientos injustificados de Gaza y Cisjordania; y tercero, retirarse a los límites fronterizos anteriores a la guerra de 1967.

En ese aspecto, cabe indicar que un verosímil entendimiento entre Israel y Siria podría predisponer a la clase política israelí a discriminar el entresijo palestino. A fin de cuentas, el reconocimiento de ésta se asemeja a una válvula de escape de exiguos gastos y elevadas ganancias, que ha despejado a Israel el horizonte de la integración y cooperación regional en Oriente Medio, tras años de controvertida coexistencia y competido protagonismo.

Finalmente, una visual con talente positivo del proceso de Oslo muestra la pirueta de una estrategia de confrontación a otra de cooperación. De esta manera, el engranaje de suma cero en el que los beneficios de un actor corresponden a las mermas del otro, podría haberse sustituido por el de suma positiva que en su supuesto, otorga que a duras penas ambos contendientes salgan prosperando.

Si bien, una traducción más pródiga sugiere como logros la reintegración de la OLP en el mecanismo político regional, esquivando la inminencia de retraimiento o desaparición que abrumaba sobre la misma; o su equiparación con los otros actores estatales, a pesar de su suerte no estatal o embrionariamente estatal; o su formalidad en el desempeño de los deberes adquiridos contrariamente de sus costes sociales y políticos y, por último, su ratificación como estado indispensable en cualquier pacto global en la región que eludiría la marginación del tema palestino.

En conclusión, tras largos meses de reuniones herméticas, algunas cesiones y pequeños avances, se acordó en Washington la hoja de ruta que debía reportar a un desenlace razonable y persistente al conflicto. Tres décadas después, la ofensiva de Israel contra Gaza tras los ataques de Hamás se recrudece y los Acuerdos de Oslo siguen estancados y recónditos en el baúl de los recuerdos.

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