Opinión

A solas con Dios. Cartas de Emilio Prados

Me llega en octubre la maqueta del libro La sal en el rostro de Angelina Muñiz-Huberman en la colección Estudios Literarios, que publica una prestigiosa editorial mexicana, Bonilla Artigas Editores, en coedición con la Universidad Metropolitana de México. Esta editorial, que viene del exilio español en México y lo continúa, publica libros de Angelina. Es larga mi amistad con Angelina Muñiz-Huberman, y ha dado lugar a un fecundo diálogo entre los dos. Ella ha escrito sobre mis libros y mi poesía y yo sobre los de ella, en particular un extenso ensayo, titulado ‘La sal en el rostro de Angelina Muñiz-Huberman’. Está escrito entre los días 25 y 28 de noviembre de 2012, para ser incluido en un homenaje que se le tributaba pero que iba retrasándose y en el que al final no se incluyó. No puede aparecer ahora de mejor manera. En esta colección de Bonilla Artigas Editores, Estudios literarios, se publica un libro de un autor con un extenso ensayo que lo presenta. Se han publicado hasta ahora en ella dos libros señeros, Juan de Mairena de Antonio Machado y Romancero gitano de Federico García Lorca, por lo que tanto el libro de Angelina Muñiz-Huberman como mi ensayo que lo precede no pueden estar en mejor compañía. Angelina Muñiz-Huberman, miembro de la Academia Mexicana de la Lengua, Doctora Honoris Causa de la Universidad Autónoma de México (UNAM), en la que ha sido una profesora ilustre, tiene una alta representación del exilio español en México, al que llegó niña. Aparte de la calidad de su obra, de la personalidad y originalidad y finura de su voz, tiene esta representación moral. Quizá por ello, y un poco sin querer, es este libro del exilio el que elegí para comentar. Y el ensayo que escribí, como comentó la propia Angelina cuando lo conoció, resulta comprensivo de todo el exilio, y en ello radica también su valor. Así me salió al escribirlo. Voy comentando el libro de Angelina, que es un largo poema, y acuden a las palabras que escribo los recuerdos y testimonios de otros exiliados, y acompañan a esta valiosa e importante escritora que, como ella misma a veces nos dice (y así lo hace en este largo poema que es este libro), ya nació en el exilio. Destacan las cartas que escribió el poeta malagueño Emilio Prados desde su exilio de México y que editó José Luis Cano junto a las que recibió también de Jorge Guillén y Luis Cernuda en el libro Epistolario del 27. Cartas inéditas de Jorge Guillén, Luis Cernuda, Emilio Prado, publicado en la colección Versal travesías. Me envían la maqueta del libro de la editorial mexicana para hacerme una consulta en relación a un fragmento que de una de ellas transcribo. Porque yo pongo un espacio en blanco. Estoy seguro que también está así en el libro del que proviene, y que seguramente indican en él que hay allí una palabra que resulta ilegible, y que así lo deben hacer notar. Voy a buscar el libro y compruebo que en efecto así es. Escribo al editor mexicano para decírselo, y acompaño imagen de esta carta del libro del que proviene, para que puedan comprobar que así es -pues allí consta como nota a pie de página el motivo que preveía: Palabra ilegible. Esto me hace ir a buscar el libro y volver a tener estas cartas entre las manos y las intenciones, y recordar también éstas, mis intenciones para con estas cartas. Porque volví a releerlas para contar con ellas al escribir el ensayo dedicado a Angelina -y así está anotado al final del libro: Relectura 14 noviembre 2012 (Trabajo sobre Angelina)-, pero tuve entonces el deseo y la intención, y creo que en este mismo ensayo así lo digo, de escribir algo sobre ellas. Sobre estas heridas y desgarradoras y aun así iluminadoras y bellísimas cartas. Creo que hasta aventuré un título para lo que de ella escribiera: “A solas con Dios (Cartas de Emilio Prados)”. Pienso que lo he de hacer o puedo hacer ahora. Que puedo releerlas con calma y escribir algo sobre ellas. Pienso también que voy a releerlas, sí, pero que voy con mis palabras a dejar paso a las suyas, a las de ellas, las de estas cartas, para que sean ellas mismas las que hablen. Quiero que sean sus mismas palabras, tan personales, tan distintas a todas, las que nos hablen de Dios y la poesía y su vivencia y su búsqueda. Y con este propósito empiezo a leerlas en este libro.

Algo, en primer lugar, de José Luis Cano, de la semblanza y testimonio que de Emilio Prados da en su ‘Introducción’: “Muy pronto fue Emilio mi guía poético y el mejor amigo y maestro que tuve en Málaga. Su palabra de amigo y de poeta me acompañaban siempre, y fue esa palabra, con su fuerza espiritual, y la generosidad incansable de su alma entusiasta lo que me contagió el amor a la poesía. En nuestras charlas diarias me solía hablar de sus poetas predilectos -a la cabeza de ellos San Juan de la Cruz-, de su amistad con García Lorca, de Platón -su teoría del amor y la amistad- y de la necesidad de ayudar a los pobres, a los humildes. A veces íbamos a la playa de El Palo, el barrio malagueño de pescadores, donde enseñaba a los niños a leer. Y con frecuencia llevaba a los más hambrientos a su casa para que su madre les diese de comer”. Y transcribe un fragmento de una carta: “Tú piensa un poco y verás que yo, ahora, no debo ir a Málaga. ¿Por qué? Hay muchas razones y tú las sabes. ¿Sigo siendo Emilio o no? Entonces, independientemente de mis nostalgias y de mis sentimientos de tristeza o alegrías, hay cosas más hondas que tal vez me hagan morir o vivir lejos de esas playas, de ese mar y de esa tierra… La vida de nuestras almas no es nuestra, y el amor se da más que como un río, como un agua que se eleva al cielo. ¿Debo pensar en mí? ¿En mi tristeza? ¿En mi pobreza? ¿En mi hambre o mi nostalgia? ¿Tú crees de verdad que en un jardín bellísimo frente a mi mar, en mi tierra, tendría yo la paz que quieres para mí? Tú sabes que no. No seamos abuelos, padres, hijos o nietos para consolarnos. Al contrario, tú eres el que debe decirme que hay que luchar y ser fuerte. ¿Por qué? Por lo que siempre hemos buscado y hoy más que nunca es necesario: la fuerza de la rendición amorosa. No me hables, pues, como una tentación, del mar y la paz contemplativa de la hermosura de Málaga. Recuerda a San Juan, «por toda la hermosura nunca yo me perderé, sino por un no sé qué, que se gana por ventura». Y eso es lo que busco”. En su primera carta, de 29 de marzo de 1947: “Yo soy tan verdadero como me conociste… Aumento dolor, desengaños y alegrías. Y las alegrías mayores son pensar que nuestra poesía, nuestra filosofía (¿): nuestra verdad en suma, es desnuda; pura, purísima como pensar en Dios. Y por lo tanto infinita. Si el hombre pudiera vivir sin cuerpo en la tierra o si en su cuerpo está la mancha oscura de la noche sólo de nada sirve su vivir. Pero no es así, José Luis. Siempre llegamos para ser bautizados y este bautismo nos deja tan puros; ¡aún en el cuerpo! que la sombra anterior y la luz que se recibe en él, se hacen canto presente. Momento de Hermosura grande como una Eternidad.// Esto lo sabes tú, lo has sabido siempre, como yo mismo también. Por eso, cuando alguien viene a hablarnos o mejor a palabrearnos (casi como una mofa) de cosas tan puras; tan vivas como la sangre del alma en todos nosotros yo, soy incapaz de herir; porque sólo me duelo. Pero me duelo tan hondo tan hondo, que en mi pozo pierdo la esperanza del verso y quisiera que en mí, de Dios, o de quien fuera, naciera un lenguaje intangible e irrealizable por otros. Pues, sé, que así daría todo este amor que no puedo guardar bajo la piel que ya quiebra. No es posible que labios hablen como lo hacen… Y, sin saber qué dicen… Con alegría dan su pecado, del que yo creo que también se alegran o quieren que nos alegremos los otros. Ellos nada verán con pureza. Y me duele el mundo por el que van sin ojos, teniendo en la boca el don celestial de la poesía…”. En esta misma carta, más adelante, emplea la expresión o imagen ‘alma dislocada’, sin duda curiosa y que a la fuerza me ha de llamar la atención, pues está en un poema que escribí a mis veinte años, en 1987, y que cierra el libro El anarquista de las bengalas. El poema se titula ‘Póstumo’ y dice así: “De todos mis amigos/ yo tuve la muerte más extraña:// con el alma dislocada/ fui silencio por la página”. Y, poco después, en esta carta nos dice: “Cátedras para Poesías no queremos. ¡El verso!... La hermosura, por ella sólo, no me importa… Por toda la hermosura nunca yo me perderé sino por un no sé qué, que se gana por ventura”. Así estoy con San Juan. Con ese no sé qué que ya sé bien cómo puede alcanzarse. Y, por lo tanto, me interesa que la criatura de Dios: el Hombre, exista, se busque… En la Poesía, o cortando árboles… Decía Santa Teresa… «Que si es en los pucheros de la cocina, también en los pucheros está Dios»… Y, esto, es Amor. Absoluta verdad la luz del alma, lograda. Si no buscamos esto, José Luis, más nos vale como al otro: tender una capa en la tierra y esperar la muerte. Así a lo menos, no fabricamos embelecos que engañen a los niños grandes o pequeños…”. Asoma la dureza de las condiciones de vida del exilio: “He sufrido mucho, José Luis… En lo material casi estoy aún en la miseria. Casi por casualidad no me he muerto de hambre. Vivo de lo más pobre. Algunos días no tengo ni para comer. Yo me tengo que hacer todo: limpieza, comida, lavado, costura… y, gracias a Dios, si lo tengo. Y no te lo digo como lamentación ni alabanza. Todo lo contrario, José Luis, ya los sabes: «en todo está Dios»”. Y poco después encontramos unas palabras que podrían servir de divisa de su sentir y de lo que son estas cartas y ellas expresan –“Mi poesía… no sé si existe. Si Dios me llama respondo: eso es todo”-, y que quiero poner acompañadas también de las que la rodean y hacen posible: “Mi poesía… no sé si existe. Si Dios me llama respondo: eso es todo. Pero creo que más hace nuestra existencia limpia, por corta que sea que un verso hermoso que sólo tenga acento… (los pájaros cantan mejor)…”. Y nos parece que sus palabras en estas cartas nos llegan como dice en una de ellas -de 12 de agosto de 1948- que escribe a quien más quiere: “Esto, te lo escribo a ti y a Vicente, a Bernabé y a todo aquel que he amado tiernamente, muy tiernamente, casi como un río”. En la carta siguiente, de 16 de diciembre de 1948, habla a sus amigos -José Luis Cano y su esposa- de sus deseos “casi dolorosos por apasionados”. Hay en la carta de 27 de julio de 1949 un testimonio crucial de vida y de poesía y de Dios: “Yo quería ¿escribirte?, no, hablar contigo estar contigo (este estar gustaría mucho a los que tanto hablan de ello, pero ¡qué difícil es llegar a tener esa verdad total que se logra sólo con la muerte total por la Poesía. Yo sólo sé que a mis 50 años no llego a poder prender entre mis manos la pulsación más débil de esa Poesía que es nuestra vida, nuestro ser, nuestro Dios. Por ella te he querido y sigo sintiéndote hermano junto a mí para luchar por verla, para pedirle que nos deje un momento contemplarla en su más pequeña forma…”. Y un testimonio de su exilio y su soledad, de su existencia en angustia en la carta siguiente, de 31 de agosto de 1949, que nos estremece: “Estoy mal. Muy mal de todo. No tengo la más pequeña tranquilidad que me permita entregarme a lo que debo. Y, ni soy comprensivo a veces. Estoy triste, egoísta y obscuro. No veo en mí ni fuera de mí la luz que quiero. Al medio siglo hago -¡cómo no!- mi recuento y veo que me acabo sin haber dado nada. Y no tengo paz, pues sé que todo es un castigo a mi pereza, a mi abandono que alguna vez tomó la forma de esa felicidad de la que tú me hablas en tu carta. En fin José Luis, me voy, sé que ya me he ido y vino mi sombra triste, perseguida, miserable y estéril. Así lo veo y la gran tragedia que me rodea me duele más por mi torpeza.// Tú no me escribes. ¡Claro está! ¡Te agradecí tanto tus cartas anteriores! Hoy, sin darte cuenta te alejas de mí o me recuerdas como todos; como a un muerto querido. Pero, en fin, quiero que tu hijo al nacer tenga el primer abrazo de sombra o existencia en angustia. Sé que este abrazo lo libertará de todo mal. Saluda a Mª T, y dile que me perdone si mi libro definitivamente desisto de publicarlo. No quiero publicar nada por ahora. Y me arrepiento de haber publicado un solo libro. ¡Tanta mugre frente al cielo!”. En la carta de 14 de enero de 1951 este testimonio del valor para vivir: “¡Hay que tener valor para sostener la mirada interrogante de un hijo! Y, tú sabes bien José Luis que ese valor es fácil de alcanzar si sólo se vive para la verdad de Dios. ¡Feliz Azul es el Cielo!”. Y sigue de un modo precioso hablándole así a su amigo: “En estos días de Navidad y familia, he pensado mucho en ti y en tu vida entera. He recordado tus palabras, tus acciones, tus versos y tus cartas. No veo en ellas cambio. Sigues asustadamente intelectualmente (como siempre) tratando de comprender, lo que, como ya te he dicho de los niños, sólo se siente. Dios no será nunca una acusación resuelta. Aunque es razón y matemática: ¡Ciencia exacta!// No te importe seguir ese camino tuyo; pero no olvides tu soledad que ella es tu casa de Dios y, lo demás es fruta sobrada. Una vez me escribiste una carta que no te contesté. (Hablé contigo en mí, de ella; pero no te escribí ¿para qué si todo lo sabías?). Me dijiste lo cansado, duro y triste que es la vida literaria, y cómo hace esclavo de inutilidad… Es verdad. Nada más que también es posible que no lo sea porque vida literaria no es vida y, por lo tanto no es posible su calificación y más imposible aún, la esclavitud a ella… Tú lo sabías cuando lo estabas escribiendo y me recordabas a cada palabra, nuestro cielo azul mediterráneo o mejor lo que yo le llamaría ya, el Cuerpo de Dios… ¿Te acuerdas de una canción mía que dice «Sólo reciba mi voz, el que al desnudar el cielo, conozca el cuerpo de Dios»? Ese es su lugar y quiero que tú tengas mi voz”. En la carta de 3 de mayo de 1951 otras palabras que podrían servir de divisa o lema de lo que yo siento son estas cartas: “Dios dice y siempre es para bien. Yo lo acepto todo”. Y, en la carta siguiente, de Mayo de 1952, ante el golpe terrible que ha recibido el amigo, estas palabras sobre Dios y el dolor: “Dios abre su Universo a una comunión insospechada en el último dolor. Con este dolor mismo estoy yo y ahora me siento más unido a ti que antes. Quiéreme siempre y vuelve a ser niño conmigo y por el tiempo que Dios quiera que esté contigo”. “Tenga la desgracia de no perder de mí más que lo externo” le escribe en la carta siguiente, de 1 de febrero de 1953, y así es como en estas cartas lo vemos, adelgazándose y perfilándose, hasta sentirlo -como yo lo sentí la primera vez que las leí- a solas con Dios. Esto pienso al leer estas palabras, y al acabar el párrafo en que están encuentro lo que sigue: “Sin embargo, ya te digo, mi vida, mi poesía y mi muerte quiero que sea una misma cosa que entregue a Dios como una manzana limpia y madurada”. Escribe algo hermoso al amigo al sentir el dolor por la muerte de su padre, en carta del 13 de febrero de 1953: “piensa en que mi soledad semejante te lleva dentro y sabe que una amistad puede ser una patria…”. La amistad, una pasión, en el título que agradaba a Borges, pero aquí más -una patria. Más y distinta. Y después otro testimonio fundamental de su vida y su búsqueda de Dios y la poesía y que es lo que hace distintas y tan personales estas cartas: “Trabajo mucho y busco a Dios y al hombre con mis versos. ¡Si los hallara, hallaría también la poesía en el mundo! No en los versos que me son dolorosos por inexactos. Ya sé que a ti tampoco te gustan (los míos). Encontraría la poesía en la sangre del sueño y de la vida: en nosotros, en Dios. Así, buscándola, me estoy acabando. Y si un día me voy también, no te entristezcas tú, porque seguiré contigo, tú lo sabes, como te decía cuando eras niño”. Y en carta de 8 de diciembre de 1953 su soledad y su angustia: “Estoy triste, lleno de angustia de las que tú conoces. ¿Alegrías? No sé lo que son. Cada vez me siento más solo de todo y más lejano”. Y a continuación la poesía: “Escribo o mejor trabajo y lucho más que nunca por una verdad que a veces me deslumbra y otras se me niega: casi nunca se entrega, cuando la percibe mi tacto ya ha pasado. Por esto sólo vivo. Si en ello doy mi poesía o no, yo mismo no lo sé, ya perdí pie de mi cuerpo hace tiempo”. Y este testimonio también, con el que termina la carta siguiente, de 3 de septiembre de 1954: “Pero acuérdate que soy de carne y casi sin huesos y escríbeme. Mándame revistillas y libros y acuérdate de mí como me has conocido. Lo demás de mí está en Dios si él lo quiere”. Salir del silencio para el poema, así lo dice al amigo, sintiéndose hermanado con él en esto, al empezar la carta de 29 de diciembre de 1956: “A mí también me pasa, como a ti, el no querer salir de mi silencio en el que tú sabes que vives- si no es por un impulso semejante al que me lleva al poema”. Y así termina esta carta: “Adiós José Luis; acuérdate de mí siempre. No sé qué presentimientos raros, de mí, me asedian y me revuelven.// ¡Lo que Dios quiera que venga! ¿Será la poesía siempre?”. Y el concepto de penumbras, lo que se escribe entre un momento o época en que la voz está muy definida y esta nueva cristalización se busca, para la que se pone en camino, que me llamó la atención y agradó y me pareció acertadísima cuando hace muchos años supe de su poesía, y de que nos habla y dice lo que son al referirse a un libro que así se titula -Penumbras- y las reúne, en carta de 29 de enero de 1957: “El libro, desde luego, por ser penumbras de libro a libro o de estado a estado, necesitaría que estuvieran los dos primeros ya en el mundo para tener más cuerpo. ¡En fin! Seguiré trabajando en él”. Y el recuerdo, en carta de 22 de julio de 1958: “Hoy hace un día triste y húmedo que me hace recordar nuestra Málaga llena de sol de verdad y de alegría para mí. Con este recuerdo estás tú siempre. Tengo ya muchos años y por lo tanto mucho espacio vivo presente. No tengo capacidad de olvido, tú lo sabes. Tampoco cambio. Me voy volviendo blanco, pero no duro. La edad me defiende la juventud que guarda, como la tierra, el fuego. Esto es una felicidad a veces y otras no, por ejemplo, tengo aquí casi en mi mano la playa, el silencio, los chaveas nuestros, el cielo, mi casa ardida y tú conmigo platicando (como dicen aquí)”. Y unas palabras heridas y heridoras al final de otra carta -de 31 de diciembre de 1959-, con un gran sabor a despedida: “Y tú, J. Luis, déjate de… ‘que si mi poesía es buena o es mala’… ¡Escribe cuando lo necesites! Lo harás. Lo haces. Y déjate. ‘¿Qué cosa es la verdad?’ ¿Recuerdas? Lo dijo un ‘crítico’ y mandó matar indirectamente al Verbo ¡A Cristo! ¡A Dios en el hombre! ¡Que seáis buenos y me tengáis con vosotros!”. En la siguiente carta, de 23 de febrero de 1961, nos habla con lucidez, con motivo de José Moreno Villa, a quien con razón estima mucho, de la situación de los escritores desterrados: “En realidad la situación de los escritores desterrados es bien triste: se mueren, se acumulan los papeles, se habla de ellos y termina por no hacerse nada perdiéndose todo lo trabajado. Pepe dejó enorme cantidad de carpetas inéditas. Las de poesía ya están, como te he dicho, en marcha. Las de prosa veremos a ver, pues yo mismo no me encuentro nada bien y las generaciones que nos siguen tienen siempre bien a Pepe y sé que aceptarás con gusto lo que te pido, pero de todas formas, escríbeme”. Y la España que guarda en la memoria y siente que está, pese a los 20 años de ausencia, en carta de 9 de marzo de 1962: “En realidad a los 20 años de ausencia es, para mí, conmovedor hasta que tú mismo te acuerdes de mí. Mi caso es diferente. Vivo en España, con, en, por, sin, sobre, tras, de España y me moriré aquí, si es que me muero”. El presentimiento o aviso de la muerte en carta de 25 de marzo de 1962: “Ahora he sido yo el que se ha callado y tú… ¡también! Porque ten en cuenta que un día tardaré en escribir o en salir de casa… Y nadie se dará cuenta de que me fui volando en busca de mejor luz”. Y España y el destierro, ya está en una de sus cartas finales (25 de marzo de 1962) y pensando en el final, de un modo que nos estremece en estas palabras, y el final de España y una vida: “Como ya me voy a morir quisiera pedirte una cosa, José Luis, y es que me digas que debo hacer para que mis libros queden en la Biblioteca Nacional, pues ya ves que a los 20 años de estar lejos de nuestra querida España, mi pobre voz y esos pulsos de “mi río natural” están ahogándose de ella y para ella. Y el saber que allí dejo mi piedrecita (buena o mala) me dará mucha paz y mucha alegría. ¡Cómo me gusta el pensarte ahí, sin haber conocido estos sentimientos terribles de desarraigado, con las raíces secas al aire y sin ver la propia verdura! Se me quedó la copa del árbol ahí, José Luis, ¡cuídame! Aquí me traje esas raíces de que te hablo y se secan, se retuercen y queman, sin tener la alegría siquiera de sentirse útiles para un fruto. ¡En fin! Eso es a mí… Pero yo te conozco bien y tú hubieras sentido igual que yo. ¡Dios supo hacer contigo lo que yo quería!”. La carta del 22 de octubre de 1963 resulta también un testimonio que nos deslumbra y nos desgarra, y que encarna lo que más distingue y caracteriza a estas cartas, tal como yo las siento y dejando que sean ellas mismas directamente en sus palabras quienes nos lo digan: “Acabo de leer tu carta que me llega estando yo en un momento como el tuyo: de niño solo frente a la oscuridad o el sol ¡es lo mismo! Y, mira José Luis, aunque te veo triste y desalentado en tu carta tal vez por esto me has dado alegría. Porque ahora sé más que estoy contigo siempre. ¡Y, no hay que soñar! Estamos lejos uno del otro y estaremos más. ¡Para qué pensar en esa playa de indolencia! Nuestra playa se va con nosotros. La vida, la necesidad nos tira (nos jala dicen aquí) y hay que ir con ella. ¡Si me vieras tú a mí aquí en este cuartillo solo, rodeado de cartas, retratos y nostalgias casi ya futuras (de no esperar nada)! Sin embargo el impulso primero de mi sangre me lleva, como tú me conoces. ¿A dónde o a quién? Ni lo sé. Creo más en mi sangre que en mí. Y me desnudo ante ella y me entrego a lo que quiera. Siempre sé que saldré como de una comunión. Otra vez niño nuevo, a esperar. No es la poesía, José Luis. Tú me conoces y, o la poesía está en mi sangre y me lleva o no la tengo. Uno escribe, escribe, y creo que nada se dice al final. Siente uno la necesidad de escribir y la tristeza de haberlo hecho. El lenguaje no existe aún y el dolor de haber dado en malas palabras la emoción destrozada, nos deja hechos guiñapos. Pero volvemos a hacerlo siempre. Obra yo no tengo. Hijos sí, vosotros, tú, Paco… y ¿cuántos? Pero la ternura vuestra está siempre envuelta (para mí) en la misma sombra de la poesía; porque ¿os he dejado con mi palabra algo exacto si no es la duda? Recuerdo que cuando tú eras más niño que hoy, en Málaga, yo sufría delante de ti, por no darte la claridad de alma que yo no tenía y quería para ti. Así me pasa hoy con todo. Ya hasta con la tierra que piso. ¡No quiero decirte con mis versos!... En fin José Luis, no hagas caso a la razón”. Y en la carta que le sigue, (sin fecha), como se indica en su edición, otro testimonio recapitulador de una vida y con sabor a final y que también nos estremece: “Sigo escribiéndote un poquito más, porque lo necesito y sé que tú comprendes a este poeta viejo tan viejo como cuando lo conociste. Hoy, si en algo he cambiado por dentro, es solamente en aquello que el mismo camino de la sangre que te hablaba en mí, entonces, ha necesitado para seguir regando un mundo cada vez más exigente, pero nacido de una única semilla que reconozco en Dios. Los golpes recibidos me han ayudado, no me han amargado siquiera la piel de la manzana interna que maduro sin morder nunca”. Porque lo que se dijera y reuniera de estas cartas, siento ahora, podría estar también cobijado con el título Las cartas del exilio de Emilio Prados o de la pureza. Y pureza aun en la soledad y el dolor. Y continúa de un modo precioso, en un párrafo en el que se encuentra esta palabra ilegible que ha suscitado que me escriban y consulten acerca del vacío que la representa los editores de México del libro dedicado al exilio español con motivo y a partir de un libro de Angelina Muñiz-Huberman: “Yo, paso o mejor sigo una crisis hermosa y dolorosísima. ¿Adónde voy? ¡Dios sabrá! Ya, casi un en el mundo este. Sólo tengo amor por todo pero… amor que doy. No pido en él nada. Pero si lo pidiera… ¡Nada en él me alegra, me atrae ni me sujeta ya!: sólo aquello que me da material para que el río de mi sangre dentro o fuera de mi cuerpo se una al final con el mar que siempre ha buscado. Esa es mi poesía y esa es mi vida. Busco y busco y seguiré buscando con los labios y con el pensamiento la palabra eterna en Dios… Por eso me duele este mundo que se me ha acercado hace un momento con estos amigos”. Estas palabras sostienen y definen estas cartas, sobre su sentir se edifican. Desde ellas mismas, desde sus propias e insustituibles palabras, he querido acercarlas, enhebrándolas con las mías.

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