Llegó a nuestras vidas envuelta en un calcetín, del que apenas sobresalían sus diminutas y erguidas orejitas puntiagudas y una mirada azul celeste penetrante, realzada por un antifaz, en torno a sus ojos, dibujado primorosamente por la naturaleza. Vino para tres días pero se quedó más de una década entre nosotros. Irrumpió como un torbellino en nuestros hábitos y rutinas, con un brío y un ímpetu que nos mantuvo, durante sus primeros meses, en estado de alerta permanente. Cuanto mayor era el tiempo en que la dejábamos sola en la casa, mayor era el riesgo de que cometiera –en venganza proporcional al tiempo de ausencia- una fechoría doméstica, ya fuera emprendiéndola contra una pared, ya fagocitando alguna prenda textil ligera o hurtando comida furtivamente. Inocentemente maliciosa y dulcemente arisca, ella decidía cuándo nos merecíamos que ella se dejara acariciar por nosotros. Y es que nunca se sintió animal de compañía, mucho menos mascota de nadie. En todo caso, éramos nosotros sus humanos de compañía. Durante sus primeros paseos, aprovechaba la más mínima ocasión para ponerme en evidencia y ridiculizarme, obligándome a perseguirla y, cuando se paraba y estaba a punto de atraparla, volvía a alejarse con sonrisa burlona hasta que, consciente de mi agotamiento o harta de solazarse a mi costa, por fin me permitía recuperar su control… y mi aliento. Así pasamos el periodo de prueba que nos impuso. La logramos domar, pero no con el uso del palo o la coerción, sino con la fuerza del cariño y el arma de la complicidad. Cuando se convenció de que le conveníamos, ya jamás hizo falta que la atáramos para que permaneciera a nuestro lado. Me acompañaba a cualquier sitio y me esperaba, sentada y suelta de ataduras, sin importar el tiempo de demora, a que yo terminara las gestiones en los locales donde se prohibía el acceso a los seres no humanos.
A nosotros tampoco hacía falta atarnos para soportar las obligaciones y molestias que ella nos causaba. Nos había atrapado bajo su red de alegría y vitalidad. Volver a casa –las veces que no se venía con nosotros-, y no importaba si regresábamos a los cinco minutos de marcharnos, se convertía cada vez en una fiesta, en un acontecimiento. El jolgorio formaba parte de lo cotidiano. Sólo faltaban los fuegos de artificio, pero ella los suplía con una especie de aullidos que revelaban un regocijo tan incontenible como contagioso. Iluminaba el patio con sus ganas insaciables de juego. Disfrutaba, en especial, con tirar de un objeto con más fuerza que su oponente. Despreciaba, en cambio, ir a recoger objetos que los humanos le arrojaban. Cuando alguien le tiraba dos veces una pelota para que la recogiera, a la tercera vez miraba desdeñosa, como pensando: “Cuándo acabará este juego tan estúpido”. Y, naturalmente, a la tercera se negaba a actuar como una autómata y pasaba olímpicamente de la pelota y del humano pelotero.
Además de engrandecer nuestras vidas con su sentido mayúsculo de la ALEGRÍA, consiguió que nuestro domicilio se transformara en un hogar, que los tres nos sintiéramos una familia-o una manada, como prefieran-, con sus ritos propios y ajustada a un mínimo de reglas, orden y equilibrio. En unos momentos en que el infortunio nos sacudió mortíferamente –Irene y yo perdimos una bebé- Livia no consintió que nos acercáramos al abismo, empujándonos una y otra vez hacia la luz. No mucho antes, murió mi madre y también intuyó Livia que a ella le correspondía constituirse, con sus peculiares ocurrencias y sus continuos requerimientos de paseos, en el mejor antídoto contra la tristeza, la melancolía o la amargura.
Durante su juventud y madurez, pletórica de vigor y lozanía, compartimos todo tipo de experiencias. Nos bañamos en todas las playas de Melilla y de los alrededores, aunque donde explotaba todas sus dotes de nadadora era en la Ensenada de los Galápagos, siempre los días de Poniente. Recorrimos los montes más altos de la Axarquía y las playas del Cabo de Gato y exploramos todos los (pocos) rincones verdes de la ciudad. Nunca tuvimos problemas para entendernos. El habla articulado de los humanos no es la única forma de comunicación, ni siquiera entre nuestra especie. Livia, mediante un elaborado sistema de gestos, llamadas, movimientos, muecas, sonidos y maneras de mirar, lograba transmitirme sus apetencias, su malestar, sus afectos, sus disgustos o sus preferencias. Y a diferencia de lo que sucede con la palabra, tan apta para embozar la mentira, el lenguaje de Livia no admitía ni engaños ni hipocresía. Todo en él era verdad. De sus capacidades cognitivas, y de cómo se activaban al máximo cuando operaban sobre aquellos ámbitos a los que daba importancia, da prueba el hecho de que distinguiera a varios de sus juguetes por el nombre de cada uno. “Tráeme a Tomatito”, le pedía, y allí que venía presta con Tomatito –y no con ningún otro juguete- para retarme a que los dos forcejeáramos por la posesión del muñeco.
Llegamos a una complicidad tal que a punto estuvo de colocarme en situaciones socialmente embarazosas. Y es que Livia empezó a detectar qué personas me parecían pesadas, a quienes no tragaba o de quienes, directamente, huía. Cuando me encontraba, de sopetón, con alguna de esas personas, Livia no mostraba el menor disimulo en mostrar su incomodidad o su desprecio. Perfeccionó esta faceta al extremo de tirar de mí y hacerme cambiar bruscamente de dirección cuando divisaba a lo lejos alguno de esos especímenes no gratos.
Recién cumplidos los 8 años, enfermó gravemente y la ciencia dudó de su recuperación. Gracias a su corazón de atleta huski, se repuso de esa primera gran crisis, aunque ya nunca fue la misma. Su cola, siempre alzada hasta entonces, la bajó; dejó de correr. Se transmutó en una ancianita apacible y tranquila, con paseos cada vez más espaciados y achaques recurrentes. Pero conservaba el apetito y las ganas de darse una vuelta diaria por el Mantelete (el barrio familiar de Irene).
Hace unos meses sufrió una segunda crisis y, otra vez, desbarató los negros pronósticos y pudo sobrevivir, pero no frenar el galopante deterioro. Desde entonces fui su enfermero, su asistente. Fui, en fin, su lazarillo. Y no me pesó. Sufría por ella, pero no encontraba ocupación más satisfactoria que la de cuidar a la que tanto nos dio mientras pudo. Irene la veía como una vela que se consumía poco a poco. Hasta que no dio más de sí. Enfermó y murió con su belleza y su dignidad intactas. La velé su última noche entre nosotros y, pese a que no le quedaban fuerzas ni para sostenerse en pie ni para masticar, hizo un último esfuerzo para lamerme, con conmovedora ternura y por vez postrera, mi mano.
La casa, que se nos quedaba pequeña a fuerza de acumular cachivaches y libros a lo largo de los años, se volvió enorme. Por primera vez en muchos tiempo, podemos cerrar la puerta de la vivienda -Livia nos conminaba a dejar abierto un paso de conexión con el patio- y ponernos a salvo de los rigores siberianos a las que nos obligaba esa pequeña devoradora de frío. La ausencia de Livia nos enseña que la calidez no tiene nada que ver con el termómetro.
Aunque no voy a negar la hondura de mi aflicción, ni el dolor por un vacío tan desgarrador, por favor, que nadie me compadezca. Me siento afortunado de que un ser tan maravilloso, casi mágico, haya consagrado su vida a acompañarnos y nos haya dejado tanto amor. Amor incondicional, sin cálculo ni mesura. Además, si es cierto lo que aseguran las cosmogonías y mitologías de cientos de culturas, pueblos y religiones, hay un espacio reservado para las almas puras que abandonan este mundo. Me conforta pensar en Livia volviendo a corretear, esta vez por un paraíso nevado, acechando ardillas polares, olisqueando el rastro de los renos –le fascinaban toda clase de rumiantes- y, quizás, de cuando en cuando, oteando el horizonte por si acaso nos ve a lo lejos, buscándola con un trineo para volver a hacer eso que tanto le gustaba: pasearnos ella a nosotros.
P.S. Mi reconocimiento y gratitud a los veterinarios Dani, Rafa y Francis, por sus desvelos con Livia.
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